Sobre ellos se abatió un silencio entremezclado de amistad verdadera y amargura, aunque también de esperanza. Ninguno intentó romper aquel hermoso silencio. Era uno de esos escasos y preciosos momentos que se comparten y que unen más que las palabras.
Se tenían los unos a los otros. Juntos se sentían menos vulnerables.
Vísperas
[*]
estaba en su momento culmen. Un implacable frío parecía decidido a congelar las voces que se elevaban en un cántico. Élise de Menoult, la hermana ropera, reprimió la risotada que sentía subiéndole por la garganta. A Dios más le valía taparse los oídos si no quería tener que aguantar aquellos graznidos y temblorosos chillidos. A buen seguro, Él podía disfrutar de infinidad de cantos angelicales de una beldad extraordinaria. Menuda tortura debían de infligirle los desacordes de Sus hijas, ciertamente rebosantes de buena voluntad y fe, pero cuyos rosarios de notas desafinadas —agravadas por el frío que anestesiaba sus laringes— difícilmente podían considerarse un canto melodioso, ni aun siendo de lo más indulgente. Élise se reprobó por lo que era, a todas luces, una reflexión inapropiada en aquel lugar santo y se obligó a recobrar la seriedad.
La simpatía y jovialidad de Élise eran célebres y pocas cosas parecían ser capaces de mermarlas. Élise había tomado el hábito once años atrás, cuando tan solo contaba dieciséis, a fin de escapar de un matrimonio concertado por su padre, unión a la que no tuvo el valor de negarse
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. El yerno que ambicionaba su progenitor —pese a la interminable lista de pretendientes que habían pedido la mano de la hermosa Élise con anterioridad— era cuarenta años mayor que la joven. Además, sufría una repulsiva enfermedad cutánea que le provocaba pústulas secas y le confería un aspecto de viejo batracio muy poco atractivo. Para colmo, su mal aliento se olía a toesas de distancia, por lo que Élise no podía evitar girar discretamente la cabeza cuando este le dirigía la palabra. Estos defectos, insignificantes a juicio de su progenitor, fueron barridos por completo por la colosal fortuna que su futuro pretendía poner a disposición de un suegro solo veinte años más viejo que él, arruinado por unas nefastas inversiones, achacables a sus continuos arrebatos y su escasa sensatez. Élise había sido feliz durante esos once años. Entre aquellos muros ya no temía nada, y la permanente compañía de Dios la colmaba de júbilo. El nombramiento de Plaisance de Champlois para el cargo de abadesa había afianzado esa sempiterna paz interior. Su amistad y admiración hacia la jovencísima abadesa no se habían atenuado, sino todo lo contrario. Indudablemente, Élise hubiera sido una admirable esposa, una solícita amante y una abnegada madre con la misma satisfacción y alegría. Pero Dios le había reservado otro destino, eso era todo. A algunos amargados les gusta pensar que solo los necios consiguen la felicidad total. Se equivocan: Élise poseía una inusitada agudeza y era, de hecho, una persona dichosa.
A su lado, la endiablada Agnès Ferrand, la portera, lanzaba unos berridos de lo más desagradables que recordaban a las carracas de aquellos leprosos cuya estancia en la abadía tanto criticara.
Algo, un detalle casi imperceptible, perturbaba a Élise desde hacía un rato: el muy inusual regocijo que observaba en su vecina. Élise la conocía bien, por eso le escamaba aún más. Lo que satisfacía a Agnès solo podía disgustar a los demás.
Así pues, Élise se las apañó para salir justo detrás de la portera al finalizar el oficio y la alcanzó, asiéndose del brazo. Tal muestra de afecto sorprendió tanto a Agnès Ferrand que esta se sobresaltó y escudriñó a Élise como preguntándose qué animal infecto se había agarrado a su manga.
—Me reconforta veros de tan buen humor —comenzó a decir Élise de Menoult esbozando una amplia sonrisa.
La otra crispó el morro y entornó los párpados con desconfianza.
—Eh… no es eso, es que me ha embargado la exaltación de nuestra fe colectiva —replicó.
«Esa trola no te la crees ni tú», pensó Élise mientras insistía:
—El entusiasmo con que entonabais los cánticos me ha complacido sobremanera.
La hermana Ferrand volvió a ser la de siempre y espetó para cerrarle el pico a la ropera:
—¡Entonces es que no tenéis oídos!
Giró sobre sus talones y dejó a Élise allí plantada. La buena de Élise de Menoult no se chupaba el dedo. Aquella torva arpía ocultaba algo. Y ella iba a averiguarlo.
La abadesa había invitado a Alexia de Nilanay y a Mary de Baskerville a acompañarla durante la cena servida en la galería superior que dominaba la amplia sala del refectorio. Reinaba un incómodo silencio. Ninguna de las tres mujeres encontraba un tema de conversación apropiado, es decir, lo bastante inofensivo como para ser compartido en público.
Tras la crema verde de vigilia
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, una suplente de la cocina sirvió unas truchas marinadas en vinagre, acompañadas de una salsa de uvas negras. Hizo una rápida reverencia y se retiró.
Alexia escrutaba a Mary de Baskerville a hurtadillas. Las reacciones de la apoticaria la desconcertaban. Cuando, a petición de Plaisance de Champlois, Alexia hubo relatado a la anglosajona un poco antes la conversación que oyó casualmente por el conducto de la chimenea, esta la miró como a una lerda que estuviese soltando disparates hasta tal punto que Alexia cometió la torpeza de justificarse, insistiendo de forma muy poco sutil:
—Os lo aseguro, ¡esas fueron sus palabras literales!
—Oh, estoy convencida de que no pretendéis trapacearnos
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—repuso la apoticaria con una ligera altanería que contrarió enormemente a la señora de Nilanay.
Hermione de Gonvray se encontraba cenando en la sala inferior y no cesaba de dar golpecitos a su filete de pescado con la punta de la cuchara, incapaz de probar bocado. Lo había corroborado una vez más: la señora de Baskerville era todo menos cordial, es más, era lisa y llanamente desagradable. Además, tampoco había sido de gran ayuda hasta el momento, y Alexia aún esperaba ver una muestra de la portentosa inteligencia que Hermione había atribuido a la nueva apoticaria. En efecto, la anglosajona no se había dignado a comentar la información revelada por Alexia, solo se había limitado a mover levemente la cabeza.
Aquella noche no estaba más habladora de lo usual; lo único que hacía era recorrer el amplio refectorio con sus ojos azulados.
¿Estaría su mutismo abrumando a la joven abadesa? Lo cierto es que Plaisance se aclaró la garganta y anunció:
—Pues bien, secundo vuestros argumentos. Es una realidad palpable que la espesa nieve que nos rodea impide cualquier desplazamiento, sobre todo con carros. Por tanto, Hermione de Gonvray, a la que ambas habéis defendido a capa y espada, permanecerá con nosotras hasta que finalice la indagación que está efectuando la señora de Baskerville. En cuanto a Agnès Ferrand, nos abandonará en cuanto los elementos lo permitan.
—¿Agnès Ferrand se marcha de Clairets? ¿La señora de Baskerville se encarga ahora de la investigación? —inquirió Alexia.
La aludida dirigió su desapacible mirada hacia la joven y preguntó con ironía:
—¿Acaso os consideráis más apta que yo para realizar con éxito dicha tarea?
Alexia no vaciló ni un segundo:
—Señora, aparte de que vuestra suficiencia no os honra, no os necesito para saber cuáles son mis capacidades y mis limitaciones. Me parece que no coincidimos en ese punto… y eso no dice mucho a vuestro favor.
El puyazo, lanzado con aplomo, surtió efecto. Las pálidas mejillas de la señora de Baskerville se encendieron y, cual súbita quemadura, la rojez se extendió a la frente y descendió hasta el cuello. La anglosajona inspiró profundamente. Alexia se preparó para la consiguiente vejación de la apoticaria, cuyo objetivo sería lavar la afrenta sufrida. En cambio, una leve sonrisa estiró los blanquecinos labios de Mary, que declaró inclinándose hacia Alexia:
—Señora, miradme a los ojos y no apartéis la vista en ningún momento mientras me respondéis.
Desconcertada, la señora de Nilanay, asintió con la cabeza. Plaisance, igualmente sorprendida, guardó la calma.
—Falta una de vuestras hermanas, ¿cuál?
Alexia respondió sin pensar:
—Rolande Bonnel, la depositaria. Supongo que nuestra madre la habrá dispensado de asistir para permitirle finalizar su trabajo.
Esta vez fue la señora de Baskerville quien manifestó su asombro. Plaisance, oteando el refectorio, exclamó de pronto:
—Es cierto, Rolande no se encuentra entre nosotras… Y no, no me ha informado…
Las tres mujeres se miraron entre sí. La abadesa se levantó y murmuró:
—Tal vez mi alarma sea prematura. En cualquier caso, prefiero que nos cercioremos lo antes posible de que… En fin, mi reacción probablemente sea exagerada…
—Todo lo contrario, es bastante coherente a la luz de los últimos acontecimientos —rectificó Mary, aséptica—. Vayamos en su busca. Madre, quizás sería conveniente que antes tranquilizarais a vuestras hijas; muchas de ellas nos están observando.
Plaisance se acercó a la balaustrada de piedra y se dirigió en voz alta al refectorio.
—Hemos de ausentarnos. Proseguid vuestra cena en paz y recogimiento, hijas mías.
Rastrearon la iglesia abacial, la sala capitular, el calefactorio, los baños, la biblioteca, el relicario e incluso el amplio dormitorio de las religiosas, acelerando progresivamente el paso. Seguían sin dar con Rolande. Alexia, presa de una angustia soterrada, propuso:
—La abadía es demasiado grande, y además la noche dificulta la búsqueda. Será mejor que nos separemos y nos repartamos la tarea.
Plaisance mostró su conformidad con una inclinación de cabeza, y con el semblante tenso, ordenó:
—Que la señora de Baskerville vaya por el suroeste, al noviciado, la enfermería, incluso al establo y el gallinero, sin olvidar el lagar, aunque dudo que Rolande esté allí. Vos, Alexia, registrad el sureste, el claustro de La Madeleine, el lavadero y la capilla de Saint-Augustin; yo me ocuparé del noroeste, el
scriptorium
, la cocina, la despensa y los sótanos. Al finalizar nos encontraremos las tres… las cuatro en el calefactorio. Allí el ambiente es algo más cálido y podremos esperar al regreso de las demás con relativo confort. Cuando esto acabe, le cantaré a Rolande las cuarenta —añadió con simulada firmeza.
Mary de Baskerville pensó que la abadesa intentaba exorcizar su preocupación invocando un futuro esperanzador. En cuanto a ella, no lograba sacudirse un oscuro presentimiento.
Se separaron sin mediar palabra, precedidas por la luz de un candelero, un pequeño punto luminoso que enseguida las tinieblas engulleron.
Mary de Baskerville salió del noviciado. Minutos antes, una chica muy joven, impresionada por la identidad de la visitante que había aparecido a esas horas intempestivas, le aseguró que la depositaria no había aparecido por allí en toda la jornada. Deseosa de echar una mano, incluso se ofreció a ayudarla a buscar a Rolande. La señora de Baskerville, conmovida por la inquietud y la amabilidad de la novicia, esbozó la primera sonrisa amistosa desde su llegada a Clairets y declinó el ofrecimiento con tacto.
Mary rodeó el edificio y llegó ante el hospicio. La recibió una de las hermanas maestras.
—Querida, nunca vemos a la buena de Rolande por aquí. El hospicio no tiene contabilidad propia. El claustro de Saint-Joseph nos provee de todo lo necesario.
Una vez fuera, la apoticaria hesitó, y a continuación decidió dirigirse al
herbarium
, convencida de que allí no encontraría a la depositaria. En su fuero interno, Mary solo deseaba una cosa: ser la primera en descubrir el cadáver de Rolande Bonnel para evitarles la horrenda sorpresa a sus dos compañeras. Se hizo a la idea. La muerte no la asustaba; la había mirado a los ojos cientos de veces.
La amplia sala del
scriptorium
se cerraba con llave por las noches. De puntillas, Plaisance vislumbró por la ventana los borrosos contornos de los pupitres. Aparte de su despacho, el
scriptorium
era el único lugar de la abadía protegido por vidrieras —algo sumamente insólito y costoso— a fin de que las copistas pudieran disponer de la mayor cantidad de luz posible y evitar que la tinta de los tinteros de cuerno se congelara en el periodo invernal. Nada. Dentro no había luz. Para su desesperación, el lugar estaba desierto.
Plaisance de Champlois intentó dominar el temor que la consumía, borrar la terrible corazonada que poco a poco iba tomando fuerza. ¡No! A Rolande no le había sucedido nada malo. ¡Sandeces! Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando se vio a sí misma conteniendo el fastidio y las ganas de reprender a su hija cuando insistía y pataleaba delante de su escritorio señalando las cuentas con dedo acusador, resuelta a no desistir hasta que la abadesa no hubiese verificado sus cálculos, a ser posible de inmediato. Le fallaba la respiración. ¡Pensaba en Rolande como si ya estuviera muerta! Se amonestó a sí misma. En verdad se estaba comportando como una estúpida. Avanzó con paso decidido hacia la cocina, resbalando de vez en cuando sobre la nieve compacta.
La mirilla del portón del claustro de La Madeleine se abrió por fin en respuesta a los golpetazos que Alexia de Nilanay estaba arreando al batiente. Una portera laica, con mirada de pocos amigos, gritó:
—¡Ya casi es la hora de acostarse!
La joven replicó con tono abrupto:
—No perdáis más el tiempo contándome obviedades, lo sé tan bien como vos. Estamos buscando a la depositaria, Rolande Bonnel, por orden de la abadesa. ¿La habéis visto por aquí?
—¡Ca! No ha venido nadie desde esta mañana. ¡No podemos decir que las castas nos atosiguen precisamente con sus visitas! De todas formas, a esa, a la depositaria, sí que la conozco. ¡Se planta aquí a comprobar las cuentas de La Madeleine sin un «buenos días», ni un «buenas noches», ni nada!
—Si el resto de arrepentidas son tan simpáticas como vos, no me extraña lo más mínimo —lanzó Alexia girando sobre sus talones.
Su ira se atemperó al pensar que se estaba volviendo tan afable como la señora de Baskerville. ¡Ah, no, eso no! Cualquier cosa menos parecerse a esa bruja, que seguro se arrepentía profundamente de haber hecho sus votos.
Empujó la puerta de la pequeña capilla de Saint-Augustin. Allí no se celebraban oficios, sino que aquel lugar de oración se había convertido en el refugio de las que buscaban unos momentos de soledad para el recogimiento. El edificio, de modestas dimensiones, con planta central coronada por una cúpula de poca altura, siempre fascinó a Alexia durante su involuntaria estancia en Clairets, mucho más que la majestuosa iglesia abacial de Notre-Dame. Al entrar, una tenía la sensación de ser bienvenida, como si las oscuras piedras de arenisca te estuvieran aguardando, casi confiadas en verte llegar. Alexia, cuando aún se hacía llamar Marie-Gillette d’Andremont, había descubierto en aquel lugar un sosiego corrompido por un sentimiento mucho menos honorable: un ligero desquite. Allí se encontraba en paz. Allí nadie la reprendía por sus faltas o su espontaneidad. Allí ni siquiera la odiosa Adélaïde Baudet venía a sorprenderla a traición para confiarle una nueva tarea.