Caminaban en fila, aguzando bien el oído y con cuidado de hacer coincidir sus pasos con los del compañero de delante, de forma que en la gruesa alfombra blanca quedara grabada una sola huella. Sidonie, avanzando de espaldas, se paraba de vez en cuando a barrer su rastro con unas ramas de arbusto; así la nieve no delataría la dirección tomada por la comitiva. Urdin resoplaba por el peso de su carga, envuelta en una manta cual crisálida. Murmuró:
—Vamos a descansar un rato antes de cruzar el portalón de los Hornos. Está delgaducha, pero aun así pesa lo suyo.
Del interior de la manta enrollada se oyó la dulce voz de la aludida:
—Bájame. Puedo caminar.
—Claire, estás descalza y la nieve nos llega hasta el muslamen. No te preocupes, ya casi hemos llegado.
Dirigiéndose a Éloi, Urdin preguntó por décima vez:
—¿Estás seguro de que el escondite es bueno? Si llegaran a encontrarla y sacarla de allí…
—Que sí. No te creas que me he estado rascando la barriga por las noches, compañero. Sidonie y yo le hemos montado a nuestra princesa un nidito de lo más acogedor —contestó el enano con una amplia sonrisa desdentada.
—¿De verdad que nadie te ha visto?
—Ya te lo he dicho mil veces.
—Hay que darse prisa —apuntó Sidonie—. Pronto será vigilias y todavía tenemos que dejarla instalada…
—Hubiera sido mejor para todos vosotros dejarme en el carromato —comentó Claire con su vocecita.
—¿Estás loca? —saltó Urdin—. ¿Y dejarte morir allí?
—Voy a morir de todas formas —repuso la pequeña con calma.
—Como todos nosotros, ¡pero dentro de muchos años!
Entraron en el recinto empleando la llave que Éloi había copiado ante las mismísimas narices de Agnès Ferrand. Rodearon la cocina y luego bordearon la despensa hasta llegar a la bodega. Éloi sacó otra llave y explicó:
—A nuestro buen despensero
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le gusta empinar el codo de lo lindo. Se suele esconder en la bodega a beber como un descosido, así que solo tuve que esperar a que se quedara frito con la cogorza y deslizarme por el tragaluz para birlarle la llave. Ser enano tiene sus ventajas —manifestó irguiéndose en toda su menuda estatura—. ¡Vosotros los grandones nunca habríais podido pasar entre los barrotes!
—Eso seguro —aprobó su hermana—. Como cuando uno se cuela en las granjas: cuanto más pequeño eres, más fácil es ratear. Así es como nos hemos agenciado tantas cosas para el nido de nuestra princesa —declaró orgullosa.
—De todas formas… tampoco está muy bien que se diga robarle a la abadesa que nos ha acogido —protestó débilmente Évrard.
—¡Vamos, vamos, santurrón! —soltó Sidonie—. ¿Qué querías que hiciéramos? ¿Pedirle permiso para que dejara entrar a Claire? Sabes muy bien que todo el mundo se espanta al verla, incluso más que cuando ven a Urdin, con sus pelambreras de lobo; o a ti, con tus dedos de pulpo. Éloi y yo todavía tenemos un pase porque algunos se parten de risa con nosotros, nos ven grotescos. Para ellos nosotros dos somos repugnantes, pero no temibles. En cambio, vosotros… Bueno, lo que quiero decir es que no había otra forma de proteger a Claire de lo que le hace daño.
—Ya lo sé —admitió Évrard.
—Os causo demasiados problemas —se lamentó la niña, a la que Urdin posó en el suelo en cuanto Éloi hubo cerrado la puerta de la bodega.
—No digas tonterías —respondió el enano—. En realidad esto nos divierte y además no ha muerto nadie, solo han sido unas rapiñas de nada.
—Sí que ha muerto alguien —recordó Urdin aludiendo al dueño del circo, al que había destrozado la cara con unas llares.
—Eso no era «alguien», no era más que una alimaña —rectificó Sidonie.
Éloi sacó una antorcha que había ocultado la víspera entre dos toneles. Todos lo siguieron a través de una serie de cuartuchos que descendían suavemente girando hacia la derecha. Les envolvió el amargo olor del vino, entremezclado con el de los toneles, más intenso y metálico, y el de la tierra batida del suelo. A medida que avanzaban encontraban menos cubas de roble y montones de botellas vacías. Al fondo de la última habitación, en el subsuelo de los jardines del claustro de Saint-Joseph, había una imponente puerta reforzada con varios maderos claveteados. Éloi extrajo otra llave y aclaró:
—De esta solo hay una copia y se la he choriceado al despensero mientras dormía la mona.
Mientras que este abría el cerrojo del portón, Évrard comentó con preocupación:
—Lo mismo se le ocurre hacer una nueva.
—Sí, pero sin la original le llevará bastante tiempo, y te recuerdo que yo soy quien se ocupa de eso, por orden de la abadesa, conque estaremos al corriente. Y ten en cuenta que nadie pisa este sitio. Además, todavía no hemos llegado a nuestro destino… —precisó con una expresión satisfecha a la par que misteriosa.
Entraron en una habitación de techo bajo y reducidas dimensiones. Les atufó un penetrante hedor a moho. Una montaña de duelas y aros, de barricas despanzurradas, casi putrefactas u oxidadas, se apoyaba contra la pared del fondo.
Éloi se acercó a ella diciendo:
—Es nuestra sorpresa, de Sidonie y mía. Una buena sorpresa, para variar. De hecho, es una señal, os lo digo yo. Es una señal de que estamos haciendo lo correcto. El despensero me pidió que quitara las tablas que estuviesen demasiado podridas, que pusiera un poco de orden, vamos; y al inclinarme sentí una corriente de aire. No entendía de donde venía porque no hay ningún hueco, y estamos bajo tierra…
Mientras hablaba, echó a un lado un montón de tablas encorvadas y levantó un tonel que estaba pegado al muro. Évrard pensó por milésima vez que el enano poseía una fuerza descomunal. Éloi señaló con un gesto teatral una especie de estrecho tragaluz a ras de suelo.
—Y me dije: «¡Pero qué cosa más rara! A ver, Éloi, piensa: ¿por qué hay un tragaluz cuando en teoría estamos rodeados de tierra?». Entonces se me ocurrió serrar los barrotes —declaró jovial tirando de las gruesas barras de metal, que cedieron sin gran resistencia—. Y luego pasé al otro lado, donde hice un descubrimiento extraordinario: había una habitación redonda y pequeña, sin pizca de humedad. No he tenido tiempo de explorar, pero estoy seguro de que tiene otra salida por algún lado; ya lo comprobaré. Podríamos sacar a Claire por allí en caso de que hubiera algún peligro por esta entrada. Me sorprendería mucho que pasara nada, pero bueno, más vale prevenir. De todas formas, estoy seguro de que el despensero no tiene ni idea de que existen ni esta habitación ni el tragaluz.
—Eres único, amigo —comentó Urdin con admiración.
—Lo sé —asintió Éloi con una expresión de lo más grave—. ¡Aunque sin Sidonie no hubiera podido hacer nada! Lo malo es que yo creo que solo cabemos por el hueco nosotros y Claire. A lo mejor Évrard también, que está escuchimizado. Pero tus hombros, compañero, no entran seguro. Lo bueno es que al menos podemos estar tranquilos de que ninguno de los grandes puede venir a incordiar. Si me hacéis el honor de seguirme —soltó con tono pomposo—; Sidonie y yo ya lo hemos preparado todo.
Éloi, Sidonie y Évrard pasaron contorsionándose. Urdin, que aún sostenía a Claire en sus brazos, ni siquiera lo intentó. Con su tamaño le resultaría imposible, por mucho que probara, y corría el riesgo de arañarse bien la espalda. Pese a sentirse contrariado, el alivio de saber que Claire estaría cerca de él, segura, mitigó su decepción. En su fuero interno, él, abandonado con tan solo dos años en el bosque para ser devorado por sus semejantes, los lobos; él, que no había sentido ni un ápice de humanidad durante tantos años, que había avivado su odio hacia los imberbes, hacia los «bien formados», había descubierto la ternura, el amor y el reconocimiento gracias a su extraña y variopinta familia de monstruos. Ellos se habían convertido en su verdadera manada. Ya no se encontraba solo, desvalido: formaba parte del grupo. Con lágrimas en los ojos, pensó por unos instantes que probablemente ellos eran mucho más humanos que la mayoría de los bípedos que había conocido. Pese a carecer de la agudeza de Évrard o incluso de Éloi, tuvo el convencimiento de que la calidad humana no se heredaba, sino que uno tenía que ganársela, y ellos se la habían ganado a pulso. Qué bello ese sentimiento de temer por la vida de los demás, de estar dispuesto a defenderlos con la suya propia. Protegería a Claire y al resto hasta el final de sus días. Él era el más fuerte y feroz, y usaría sus dotes llegado el caso. Claire… La pequeña suspiró entre sus brazos. Aquel cuerpecito esquelético, tan pálido como un minúsculo y triste cadáver, no le inspiraba el menor deseo carnal, el menor apetito viril. Claire era su milagro, el que pidiera con todas sus fuerzas mucho tiempo atrás.
En cuanto posó la mirada en ella, su corazón se colmó de afecto y amor. La niña le había acariciado el largo y suave pelaje del rostro. ¿Lo habría visto? No podía decirlo con certeza. Para aquel entonces, las córneas de la pequeña ya estaban recubiertas de una gruesa película opaca. Ella había soltado una dulce risita y le había confesado:
—Me recuerdas a un cachorro que me daba compañía. Era muy valiente. Me protegía y se ponía a gruñirle hecho una fiera al amo en cuanto este me sacaba a rastras del carromato. Ese monstruo lo mató a golpes. Oí sus aullidos. Yo también aullé, para no oírlos. Fue en pleno día. Tenía tanto miedo de salir a la luz… Me odié a mí misma por no haberme atrevido a intervenir. Júrame que no te matarán. ¡Júramelo!
Él se lo juró y le lamió las manos.
—¿Sabes? —continuó la niña—, es mi padre. El amo es mi padre. Fui yo quien le dio la idea… Mi deformación, mi monstruosidad. Me vio como la gallina de los huevos de oro. Él ya no me ve como a una hija; solo como a un monstruo más, un animal de feria.
La voz de Éloi arrancó a Urdin de sus lejanos recuerdos.
—Vamos, princesa.
Évrard exclamó:
—¡Nuestros amigos han preparado una auténtica cueva de piratas! Digna de una hermosa princesa, sí señor. Una bonita cama, con cómodos almohadones, un taburete, un pequeño aparador, un espejo
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de tocador, ¡y hasta una palangana y un aguamanil para asearse!
Urdin resopló de felicidad y exclamó a su vez:
—Y ahora dime, amigo Éloi, ¿cómo te las has apañado para pasar una cama y un aparador por este hueco? Te estás quedando con nosotros. Has dado con otra entrada, ¿me equivoco? La de los pasadizos.
Abajo, en la habitación secreta, el enano se encogió de hombros y dijo refunfuñando:
—Ese es mi secreto, por ahora… Ya os lo contaré cuando me dé la gana.
Urdin se arrodilló, tendiendo a Claire como si de un valioso y frágil tesoro se tratara.
—No temas. Yo cuidaré de ti, siempre. El enano me dirá dónde está la entrada, aunque tenga que agarrarlo por el cuello y sacudirle hasta que desembuche.
—Lo sé. No tengo miedo. —La niña le besó en el cuello y él la ayudó a deslizarse por la abertura. Era tan menuda que ni siquiera rozó los bordes.
—Ya la tenemos —avisó Évrard.
Desde abajo se oyó una risa cristalina:
—Urdin, solo veo siluetas y colores, pero siento que es bonito. ¡Es el sitio más bonito que jamás he conocido! Aquí estaré en la gloria.
C
on los labios fruncidos y un hosco semblante de garduña que temblaba indignada, Agnès Ferrand rechazó la invitación de Plaisance de Champlois a sentarse. La abadesa había aceptado de mala gana la apremiante audiencia solicitada por su hija. Nada provinente de Agnès podía ser agradable, y menos aún alegre. Por tanto, esperaba un enfrentamiento larvado, una pugna velada donde la portera intentaría por su pundonor desenmascarar las supuestas debilidades o fallos de su madre. Agnès no la decepcionó.
—Vuestra extrema bondad, la cual os honra, os ha llevado a aceptar en nuestra abadía la presencia de… en fin, de monstruos, de contrahechos.
—El capítulo respaldó la decisión.
—El capítulo, el cual os es favorable desde las últimas elecciones que convocasteis, les ha dado a esos… sujetos permiso para guarecerse aquí hasta el inicio de la primavera, a cambio de su trabajo y de vuestra promesa de que son inofensivos. Por desgracia, me veo en el deber de recordaros que vuestro último acto de generosidad para con los leprosos de la malatería de Chartagne
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a punto estuvo de saldarse con la vida de todas nosotras. ¡De la manera más cruenta!
—Por si lo habéis olvidado, no se debió a un acto de generosidad por mi parte, sino a una orden directa de Roma.
—De vuestro padrino, en efecto.
Plaisance enfureció. Agnès Ferrand recalcaba aquel detalle con pérfida insistencia a la menor ocasión que se le presentaba. A la envidia que corroía constantemente a Agnès se sumaba un pensamiento más retorcido: a buen seguro, Plaisance, merced a su parentela bautismal, habría podido obtener si hubiera querido privilegios adicionales para su monasterio. La hermana Ferrand era desde luego lo bastante inteligente como para saber que el remotísimo vínculo de primazgo de la madre Plaisance y el Santo Padre era insignificante para la política pontificia. En cualquier caso, el repetirlo le permitía subrayar —ante todas las hermanas que aún le prestaban atención— lo poco que a la abadesa le importaba su abadía, pues de lo contrario se habría esforzado en arrancarle algunos favores a su padrino. Plaisance era consciente de la labor de zapa que había llevado a cabo la hermana portera desde su elección. La abadesa soltó con sequedad:
—De un padrino al que, como ya os he reiterado varias veces, jamás he conocido, al igual que el resto de sus incontables ahijadas.
—Sí, claro, lo sé —respondió su interlocutora con un ligero tono sarcástico.
Sintiendo un repentino deseo de librarse de aquella fastidiosa presencia, Plaisance prosiguió:
—Espero que no hayáis solicitado una audiencia urgente conmigo con el único fin de evocar nuevamente mis vínculos bautismales. Os ruego que volvamos al objeto de vuestra visita.
Agnès Ferrand crispó aún más el morro, adoptando una expresión grave y compungida, con el mentón metido hacia dentro en señal de desaprobación. Plaisance censuró ligeramente —muy poco— su propia falta de caridad. Al fin y al cabo, había que admitirlo: la fealdad de la portera iba a las mil maravillas con su desabrido carácter.
—Pues bien, vuestra proverbial bondad os incitó a acoger a esos contrahechos, mas imagino que estáis al corriente de los rumores que circulan al respecto. Se están propagando como la pólvora y su contenido no contribuye en absoluto a apaciguar los ánimos, ya exacerbados, de nuestro monasterio.