La cruz de la perdición (25 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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Sintió un alivio inefable. El acusado cansancio que lastraba sus articulaciones se desvaneció. Le pareció que la vida circulaba por sus venas con un vigor inusitado. El secreto se escondía allí, estaba plenamente convencido.

Descendió la llama de la antorcha y escrutó el suelo. Un dedo índice había rodado hasta no lejos de la escudilla que había contenido la última comida del iluminador. Por más que escudriñó, no encontró el pulgar; entonces pensó que quizás había quedado atrapado bajo el corpulento cadáver. Un detalle que hasta entonces se le había escapado despertó su curiosidad: los brazos de fray Henri, echados por encima de su cabeza, maniatados, como si le hubieran colgado por las muñecas. Los levantó por la ligadura de cuero que los ataba. En la tierra empapada en sangre se leían dos precarias letras invertidas, «B M», seguidas de un trazo inclinado. El hermano Henri, pese a los insufribles dolores de agonía, se había vengado a su vez de su asesino dejando un mensaje, incompleto sin duda. La frase iracunda que el viejo monje vociferó durante la entrevista retumbó en su mente: «Él ignora lo que sé. Sin mí, sin lo que he descubierto, no…». Henri había pasado su vida entre libros. Con toda seguridad se trataba de las iniciales de un título o un autor.

El padre Jacques sospechaba que pudiera haber cómplices en la abadía. ¿Y si aprovechaban su descanso para sustraer la obra y destruirla?

Arnaldo de Villanueva se precipitó por el pasillo, dejó atrás al novicio, que parecía no haberse movido un ápice, y subió los escalones de piedra de cuatro en cuatro.

El padre Jacques lo aguardaba. Con tono apremiante, informó al médico:

—Eran dos. Uno a pie, el otro amarró el caballo a unas decenas de toesas del recinto. Os confieso sentir un ligero alivio. Treparon por el muro, por lo que probablemente no contaban con ningún cómplice entre nosotros; de ser así le hubieran abierto el portalón Menor, que ya no está vigilado.

Arnaldo dio gracias a Dios. Nadie en la abadía les hacía el juego. Nadie robaría las indicaciones que llevaban a la cruz de Béziers. El otro detalle que acababa de confiarle el padre Jacques atrajo su atención: ¡dos! ¡Así que su enemigo había necesitado la ayuda de un acólito para ejecutar sus perversos fines! Cualquier demonio menor se las habría compuesto solo. El médico se reprochó el miedo que en numerosas ocasiones le había inspirado aquel al que tanto tiempo llevaba persiguiendo. Iba a la caza de un hombre, nada más.

Comunicó sus elucidaciones al abad antes de solicitarle la asistencia de un monje ilustrado que le ayudara a repasar los cientos de obras albergadas en la biblioteca o el
scriptorium
.

—Somos hombres organizados, maese —precisó Jacques de Liège—. Poco después de mi nominación como abad, hice elaborar un catálogo con todas nuestras obras. Mi propósito era evitar la repetición de dispendiosas compras y, he de admitirlo, desalentar a los, califiquémoslos así, entusiastas ávidos de sustraer los preciados manuscritos con la intención de guardarlos para sí.

—O de realizar un lucrativo negocio en el exterior —añadió el señor de Villanueva.

—En efecto —suspiró el abad—. Ya hemos tenido casos así. Algunos señores o altos burgueses, orgullosos de sus bibliotecas, anhelan con tanto ahínco poseer ejemplares únicos que no dudan en aflojar la bolsa. Y determinados monjes se ven tentados a hurtar dichas obras para venderlas.

—Lo cierto es que vuestro rigor simplificará en gran medida mi tarea. ¿Todos los títulos de la abadía están incluidos en dicho catálogo?

—Así es. Seguidos de una nota que indica si la obra se encuentra en las estanterías de la biblioteca, en el
scriptorium
para su copia o reparación, o si se trata de un préstamo indefinido, por ejemplo, para la cocina por los recetarios, o para el
herbarium
por las farmacopeas.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

C
uando Mary de Baskerville entró en la biblioteca, un viento helado y feroz soplaba entre los edificios de la abadía levantando volutas de nieve a su paso.

Agnès Ferrand, la portera, estaba inmersa como de costumbre en una lectura instructiva que, desgraciadamente, no lograba enderezar su malsano juicio.

—Heos aquí, absorta en una noble ocupación —atacó Mary.

Con tono pretencioso, la portera recitó su habitual cantinela:

—No hay nada como la erudición. No me canso de repetirlo. Por supuesto, solo las almas excelsas son capaces de apreciar toda la sabiduría, todo el ingenio contenido en nuestras venerables obras.

—Sabias palabras. Por desgracia, las mentes inteligentes no abundan —aprobó Mary de Baskerville, que en ese punto coincidía con la convicción de la portera, salvo que la apoticaria consideraba su inteligencia un don precioso, sin por ello sentir resentimiento hacia aquellos que no habían sido tan bien dotados.

—Me parece, querida Mary… Me parece que vamos a entendernos muy bien —reconoció Agnès.

—No me cabe la menor duda, y la idea me reconforta —mintió la anglosajona.

«Si tú eres astuta, yo lo soy el doble», pensó. «Y para que lo sepas, vil gusano: soy mucho más retorcida que tú. Solo es indigno mentir cuando se hace para engañar a personas de honor. Y tú no eres una de ellas».

—Precisamente —retomó—, requiero de vuestros conocimientos, querida.

Agnès Ferrand ronroneó de gusto, esperando impaciente la continuación.

—Nuestra madre me ha encomendado una ardua tarea: investigar la muerte de Blanche y Rolande. Si os parece, centrémonos en la primera por el momento. Me pregunto…

—Si yo podría ayudaros —se relamió la portera.

La reputación de sabia que precedía a la apoticaria había llegado a sus oídos, lo cual la contrarió sumamente en un principio. No obstante, si aquel portento solicitaba su concurso, sin duda significaba que la anglosajona veía en ella una agudeza mental comparable a la suya. Una formidable compensación, ahora que todas esas estúpidas de tres al cuarto de la abadía la evitaban. Y una suculenta revancha a la abyecta decisión de esa mema de Champlois de quitarla de en medio, no, de ponerla de patitas en la calle.

—¡En efecto! —dijo Mary—. Os confieso (y esto es confidencial) que albergo dudas respecto a nuestra difunta hermana Blanche de Cerfaux. En un primer momento, concedí crédito a los elogios unánimes que alababan su virtuosismo. Ahora bien, aparte de que desconfío del excesivo virtuosismo, Blanche fue asesinada con extrema ira, lo cual indica que alguien le profesaba un odio visceral. Por otro lado, también es cierto que hay quienes envidian a los puros de corazón por sus cualidades y ansían destruirlos. Sin embargo, eso suele ser una excepción a la regla; en mi experiencia, el alma humana guarda rencor a aquellos que la han hecho sufrir. La cuestión que me hace recelar es la siguiente: ¿fue Blanche capaz de provocar la cólera y el deseo de venganza en alguien por algún motivo fundado?

El semblante de rámila, cuyos ojos se movían sin cesar, reflejó un gozo maligno. Al fin iba a poder destilar toda su bilis a instancias de alguien. No esperó, pues, ni un segundo para escupir su inagotable ponzoña:

—Vuestra perspicacia me consuela, querida. Efectivamente, conocía a esa tal Cerfaux. Había sido semanera en la portería, y por consiguiente, estuvo bajo mi autoridad directa.

—¿Y qué opinión os mereció? —insistió Mary en tono cómplice.

—Ah, querida… Nos hallamos en un lugar donde el raciocinio no es bienvenido, peor aún, donde suscita recelo. Osar expresar reservas sobre una hermana o incluso una novicia se considera un pecado, una señal de maldad enconada.

—Como ferviente defensora de la lucidez que soy, infiero por tanto que abrigáis reservas con relación a Blanche. Tal y como os he confiado, albergo algunas dudas sobre su temperamento… angelical, si damos por ciertas las descripciones que me han hecho de ella.

Fortalecida por esa inesperada complicidad, Agnès lanzó:

—¡Y con razón! La tal Blanche era (que Dios juzgue su alma) una mala bicha. ¡Y en cambio, vaya carita de buena, qué zalamerías, qué voz melosa! Admito que se le daba muy bien y que a punto estuve de caer en su trampa y en sus argucias, como tantas otras. Os lo aseguro, aquella chica en verdad ocultaba algo. No sé exactamente el qué, si bien no me sorprendería que descubriéramos un lado perverso que empañara su «temperamento angelical», como lo habéis definido.

Mary intentó animarla para que prosiguiera con las confidencias, mas pronto se percató de que Agnès Ferrand no sabía mucho más. La apoticaria se preguntó si los vituperios de la portera se sostenían en alguna base real o si simplemente se inspiraban en la pura maldad. Un poco disgustada al ver que Mary se disponía a marcharse, Agnès soltó:

—Hay un detalle que podría ser importante y de ayuda para vos. Un nombre, el de otra novicia que no tiene un pelo de tonta y sabía qué se escondía tras la bonita máscara de esa Blanche. Se trata de Henriette Masson. Se lo reveló a Adélaïde Baudet, la supervisora, una de mis pocas, de las contadísimas amigas que tengo aquí. Eso sí, las explicaciones de la novicia fueron vagas, seguramente por temor a represalias. La hermana Baudet solo pudo obtener de la joven una advertencia sobre Blanche. Con todo, eso bastó para disuadirla de no quitarle ojo al «angelito». Adélaïde es ejemplar, pues no le dan gato por liebre con facilidad. Un consejo: que no os engañe el aspecto simplón de esa jovencita, Henriette; según Adélaïde, posee una mente de lo más despierta.

Mary de Baskerville se deshizo en agradecimientos y adulaciones, divertida por su propia duplicidad.

La chica declaró con timidez:

—Mi señora, iré a buscar a sor Suzanne, nuestra maestra de novicias.

Mary asintió con la cabeza. Lo único que alcanzó a decir fue:

—Enjuagaos a menudo las manos con agua clara. La sal quema la piel.

Desconcertada, la muchacha hizo una reverencia y desapareció.

La mujer de mediana edad que se reunió al poco con la señora de Baskerville mostró una cortés reticencia. Henriette era una buena novicia, aunque circunspecta, impresionable y extremadamente sensible.

—Solo deseo charlar con ella como amigas. Nada que deba inquietar a Henriette. Os pido permiso para que podamos dar juntas un paseo fuera.

Suzanne Landais, la maestra de novicias, aceptó a regañadientes, o eso le pareció a la apoticaria. Extrañamente, Mary de Baskerville vio con buenos ojos la precaución propia de una mamá gallina que, viniendo de otra, le hubiera molestado.

«Isabeau, madre, espero que la hayas palmado como te merecías. He rezado todos los días de mi vida por que así fuera. Y sin embargo, a ti te debo una buena parte de lo que soy hoy, incluso si a veces hasta yo me doy miedo».

—¿Señora? —murmuró una vocecita, arrancando a la apoticaria de sus dolorosos recuerdos.

Su mirada azulada volvió a ver con nitidez. Henriette Masson debía de tener quince o dieciséis años, no mucho más. Era achaparrada y había conservado las mejillas sonrosadas y gordinflonas de la infancia.

—Me habéis mandado llamar —prosiguió la chica, inclinándose en reverencia.

—Así es, querida —respondió Mary—. Vuestra amable maestra nos ha autorizado a pasear un rato por el exterior. Hace un frío intenso pero seco.

—Oh, no temo al invierno —afirmó Henriette con una voz que pretendía, sin mucho éxito, denotar seguridad.

A Mary de Baskerville le embargó una emoción casi olvidada al constatar que la timidez humedecía los ojos de la muchacha con cada palabra que pronunciaba, por muy inocente que estas fueran. No obstante, no bajó la vista.

—Entonces, si os parece bien, caminemos juntas unos minutos.

Aunque tensa en un principio, la chica se fue relajando poco a poco. Por una vez, Agnès Ferrand había tenido buen ojo. Efectivamente, Henriette poseía una mente despierta y se expresaba con fluidez y buen juicio.

—Me gustaría tanto seguir vuestros pasos, los de la señora de Gonvray y los vuestros. Convertirme en apoticaria, si Dios me otorga la fortaleza y las habilidades necesarias. Sería feliz si pudiera cuidar, calmar el sufrimiento, devolver la salud y un poco de vida. ¡Para mí no hay nada más admirable! —Las palabras salieron a borbotones de la boca de la chica, con una pasión tan sincera que casi hizo sonreír a Mary.

—Os creo perfectamente capaz. Aparte de los conocimientos, que siempre se pueden adquirir, es necesario desarrollar una especie de instinto: observar los síntomas, escuchar los lamentos, y luego ir más allá, averiguar todo lo que encierran. Un mismo dolor de vientre puede indicar afecciones muy diferentes.

Se detuvieron ante los jardines escalonados de la abadesa.

De la nieve asomaban unos tallos altos y entecos, quemados por las heladas, vestigios del esplendor vegetal del año anterior. Mary de Baskerville pensó que aquel lugar parecía un campo de torturas cubierto de estacas.

—Me encanta la primavera y el inicio del verano. Se produce una explosión de colores. Los lirios se mezclan con las malvas despidiendo un aroma embriagador. Es una suerte cuando te toca ser semanera en los jardines y una tiene el privilegio de recoger estas bellezas para adornar los altares. ¡Fijaos que Dios, pese a todas Sus ocupaciones, se ha tomado la molestia de crear las flores para alegrar y perfumar nuestros días! —exclamó la muchacha entusiasmada.

Era evidente que Henriette no compartía el lúgubre estado de ánimo de la apoticaria, la cual introdujo con cautela el tema que más le preocupaba:

—Me hallo en una situación delicada, querida. Como ya sabréis, la madre abadesa nos ha encomendado a la señora de Gonvray y a mí investigar los asesinatos (pues sin duda han sido asesinatos) de Blanche de Cerfaux y Rolande Bonnel…

El afable rostro mofletudo se quedó paralizado. Mary la tranquilizó:

—No os alarméis, es el procedimiento habitual interrogar a unas y a otras, ya que a veces alguien puede aportarnos información que nos permite avanzar en el esclarecimiento de los hechos. El caso es que una de las hermanas me ha confiado que tuvisteis algo de trato con Blanche.

—¿Quién? —preguntó Henriette azorada.

Mary habría podido decírselo, mas prefirió astutamente no hacer por calmar los ánimos de su interlocutora:

—Mis excusas, pero no la nombraré por respeto a la confianza que depositó en mí, ni siquiera delante de nuestra excelentísima madre. Lo he prometido.

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