La cruz de la perdición (9 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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Plaisance se terminó el gubilete de infusión de menta, verbena y angélica endulzada con miel, para entonces ya fría.

—A decir verdad, hija mía, yo sí os considero hecha «de esa misma madera». Vuestros interrogantes y vacilaciones son prueba de ello. Muchas otras se hubieran abalanzado ante tan magnífica oportunidad, y no solo por el interés. Después de todo, Mortagne es un hombre muy apuesto, de excelente reputación, gran inteligencia y buen carácter.

—Quiero lo mejor para él —insistió Alexia con una voz casi inaudible.

—Deseo que indica que vos sois sin duda lo mejor. Sea como sea, sed bienvenida entre nosotras. Meditad todo lo que queráis. No obstante, desconfiad del tiempo. Tal y como vos misma habéis dicho, este pasa volando entre estos muros, desdibujando los contornos que deberían conservarse nítidos. Preservad vuestra viveza y la de vuestros sentimientos y recordad: es de necios pretender medir la pasión con el rasero de la lógica; es absurdo diseñar el futuro esculpiéndolo en el pasado. ¿Qué sabéis del futuro, Alexia? Vuestras inquietudes nacen de un pasado que ya terminó y el cual reprobáis. Dicho de otro modo, si pudierais retroceder en el tiempo, el pasado que construiríais hoy sería muy diferente al de otrora. Somos también el fruto de los propios errores; al menos así es para aquellos de nosotros que reconocemos nuestras equivocaciones.

Obtuvo un suspiro a modo de respuesta. Un reflejo de alivio recorrió el bonito rostro alicaído que tenía enfrente.

—Madre, sabía que mi regreso me traería consuelo. Fijaos, varios minutos en vuestra presencia y la niebla que me rodea desde hace semanas ya parece disiparse un poco.

La joven no salía de nuevo de su asombro. ¿Cómo una chiquilla enclaustrada había podido acumular tanta sabiduría y perspicacia? Alexia tenía la sensación de ser un libro abierto que Plaisance descifraba a la perfección, mientras que ella misma se perdía entre las líneas de su propia vida.

—Adèle Grosparmi, mi nueva secretaria, os conducirá a la hospedería donde Marguerite Bonnel, que ahora ocupa el cargo de hospedera
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, os llevará a vuestros aposentos. Hacedme el honor de sentaros a mi mesa en la galería superior del refectorio. Así me sentiré menos sola hasta que elijamos a la nueva priora y supriora, elección que se celebrará en breve, espero.

—El honor será mío, madre, y todo un placer.

Plaisance acompañó a Alexia hasta la puerta del despacho. En uno de sus habituales impulsos de afecto, tomó las manos de la abadesa entre las suyas.

—Mil gracias, madre.

Aun cuando el fuego chisporroteaba en el hogar del calefactorio, Rolande Bonnel, la hermana depositaria
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, tiritaba de frío. Un frío implacable que se le metía en la piel, que le perforaba las venas. Llevaba una hora atascada en la misma página del registro de cuentas. Las náuseas le subían por la garganta, hasta tal punto que había salido dos veces por miedo a vomitar sobre las baldosas. Las ganas de huir, de ocultarse en cualquier sitio la invadían por momentos. Detestaba su cobardía, su incapacidad para oponerse o simplemente resistir. Se preguntaba si las historias y los recuerdos jamás morirían y si las cicatrices del tiempo perdurarían por siempre. Mojó la pluma en el tintero de cuerno e intentó concentrarse. Fue inútil. Le sobrevino una arcada que volvió a remontar hasta su boca una amarga bilis. Se precipitó afuera.

Una semanera
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de la hospedería había conducido a Alexia a su habitación y le informó de que sor Marguerite iría a verla en un momento. Un fuego bienvenido flameaba en la chimenea de la reducida alcoba de paredes encaladas. Un almario
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de madera clara, una cama y un pequeño taburete triangular conformaban el único mobiliario de la estancia. Un sirviente laico había subido el escaso equipaje de Alexia de Nilanay. Por cortesía a sus antiguas hermanas, tuvo la consideración de llevar solo lo necesario. Había preferido prescindir de los ropajes de etiqueta, las joyas y el neceser de tocador de plata y marfil, todos regalos de Aimery de Mortagne a su futura mujer.

El conde, aun habiendo refutado punto por punto los argumentos que su amada esgrimía para justificar su deseo de retiro, acabo admitiéndolos. No obstante, Alexia, ocultándole la principal causa de su decisión, la falta de confianza en sí misma, había presentado como razón de mayor peso la confusión que reinaba en ella debido a la vertiginosa rapidez con que se habían desarrollado todos los acontecimientos. Con total probabilidad, Aimery de Mortagne se sintió un poco herido y angustiado por el tiempo de reflexión solicitado por su dama; mas tuvo la prudencia y la generosidad de hacer caso omiso de dichos sentimientos. Su mayor temor era regresar al gélido desierto que había invadido su vida desde que su adorada primera esposa abandonara este mundo. Durante todo ese tiempo, durante esa eternidad de amarga tristeza, solo la sonrisa de Alexia consiguió llenar en parte el vacío. La idea de que ella se alejara le resultaba intolerable. Jamás aceptaría esa segunda muerte. La muerte ya había inundado su existencia, incluso cuando el dulce fantasma de su venerada esposa apaciguaba en las peores de sus pesadillas. Alexia de Nilanay había ahuyentado la impenetrable oscuridad que corroía sus días y sus noches, había llevado consigo sus ganas de gozar de la vida; y el conde ansiaba desesperadamente esa vida que le había abandonado hacía tanto tiempo. Aun así, aceptó la petición de su futura esposa, convencido de que nada une más a dos seres que la libertad de poder elegir.

La estrepitosa entrada de Marguerite Bonnel, la hospedera, arrancó a Alexia de Nilanay de sus pensamientos. No fue hasta que la jovial religiosa se dirigió a ella con los brazos abiertos en señal de cordialidad cuando su rostro le pareció familiar. Aquella frente algo baja, aquellas cejas desaliñadas casi rectilíneas, aquellos brillantes ojos avellanados… Probablemente Marguerite, aunque de más edad, debía de ser pariente de Rolande Bonnel, la laboriosa y tenaz depositaria; la querida Rolande, que había brindado su amistad a Alexia —por aquel entonces Marie-Gillette d’Andremont— durante su estancia allí, así como su protección, pese a que esta hubiera servido de bien poco. Una inesperada ternura asaltó a Alexia. Qué denuedo el de Rolande, que contaba cada cuarto de la abadía como si le fuera la vida en ello, que alineaba las columnas de cifras con obsesivo esmero a fin de que todas supieran que habían confiado aquella tarea a la persona más adecuada.

—¿No seréis acaso pariente de nuestra buena Rolande?

Una sonrisa endulzó el rostro ya afable, aunque no agraciado, de la hospedera.

—En efecto. Rolande es la segundogénita
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de la familia. Soy quince años mayor, que es tanto como decir que siempre me ha considerado una segunda madre. Cuando Rolande ya fue adulta e hizo voto de retirarse del mundo, yo misma elegí también la paz del claustro. Pasé unos años maravillosos colmados de paz y oración en Clairmarais
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. Pero con la edad llegaron los dolores de articulaciones y de espalda, y decidí estar cerca de mi única familia, mi hermana menor. Mi queridísima madre abadesa aceptó mi petición y traslado. ¡Y heme aquí! Pero ya está bien de hablar de mí. Rolande no escatima en elogios hacia vos por vuestra amabilidad, nobleza y exquisito lenguaje…

—En tal caso, ha sido en extremo generosa, además de gentil. A buen seguro os habrán informado de que mentí impunemente a todas. En cierto modo las traicioné al hacerme pasar por monja cuando buscaba un refugio donde desaparecer.

La sonrisa se borró de los labios de Marguerite, que agachó la cabeza apesadumbrada.

—Mi pequeña, estoy al tanto de todo. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. No debéis avergonzaros. ¿Quién sabe de qué seríamos capaces si nos encontráramos en peligro de muerte? Porque ese fue vuestro caso, ¿no es cierto?

—Así es.

—Entonces os diré algo sin rodeos: sería una tontería que os guardarais rencor por lo ocurrido. ¡Bueno!, ya está bien de malos recuerdos. Solo con mencionarlos se me pone la carne de gallina. ¡Por Dios bendito, la de horrores que habéis padecido en este lugar! Hemos de afanarnos en borrar esos recuerdos poco a poco. Instalaos, mi querida Alexia. Nona está a punto de comenzar, pero en cuanto finalice vendré a visitaros para cerciorarme de que estáis cómoda.

Desapareció lanzando una carcajada.

Alexia colocó sobre la cama las prendas que había decidido llevar por su sencillez: tres camisas de seda, una extravagancia por su parte, aunque una extravagancia muy reconfortante en invierno; un vestido de lana de un bonito gris con su bonetillo
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a juego; otro vestido, más suntuoso, de grueso cendal de color azafrán que se ajustaba a la cintura con un estrecho ceñidor de orfebrería, acompañado de un mantelete
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de un intenso verde que evocaba la primavera, y en último lugar, un mantel con almuza forrado de piel de nutria. Había descartado el maravilloso mantel de gruesa lana forrado de cibelina, demasiado lujoso y llamativo para este centro de austeridad. Ninguna joya, a excepción de la cruz de amatista que le pendía de un fino cordón de cuero —un regalo de las dos hijas del conde de Mortagne que la habían recibido con sincera alegría— además del anillo de compromiso, una oblonga esmeralda con forma de almendra engastada en un aro de perlas grises que le cubría toda la falange.

Una vez concluida esta tarea, se sentó sobre la cama y su mente comenzó a divagar por los recuerdos. Qué cambio más sorprendente: había detestado aquel sitio, al que había tildado de cárcel en el mejor de los casos, de antesala del purgatorio. Incapaz de comprenderlo, se había preguntado cientos y miles de veces por qué mujeres bien nacidas, con fortuna y porvenir, se enterraban allí por propia voluntad. Por Dios, claro, por encontrar y seguir a Dios. Sin embargo, para la Alexia de entonces eso también podía hacerse rodeada de las comodidades y el lujo brindados por la cuna. ¡Pero qué cosa más extraña!, hoy, que ya no se veía obligada a ocultarse, hoy, que podía elegir; se sentía a gusto entre esos fastidiosos muros, en paz, feliz. Una suerte de sosegada levedad había sustituido el sofocante peso de las últimas semanas. Tan solo una cosa esencial le faltaba como el aire: su amor, Aimery. Recordó todas las bagatelas que solían fascinarle, los lazos y las horquillas, todos los hermosos adornos por los que antes desfallecía. ¿Se habría hecho adulta sin tan siquiera darse cuenta? ¿La cortesana consentida y superficial de entonces, que medía sus dotes de seducción, y por ende su supervivencia, en función de las onerosas frivolidades que le eran ofrecidas, se había convertido, pues, en una mujer reflexiva y prudente, en una verdadera enamorada? Ahogó una risotada: en el fondo, esa inesperada seriedad, que otrora había considerado un mortal aburrimiento, le iba como anillo al dedo.

Exasperada como de costumbre, Agnès Ferrand, la portera
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, gruñó entre dientes:

—¡Otro error garrafal! Definitivamente, los está coleccionando —execró, refiriéndose a la abadesa.

Pocas cosas podían compensar la perenne acrimonia de la portera, la envidia que le carcomía las entrañas y su inclinación a sospechar maldades en todos los demás. Desde luego, no su falta de caridad o su hosco semblante, alargado como el de una garduña, en el que brillaban unos diminutos ojos negros que se movían sin cesar. Se murmuraba que Agnès Ferrand era una de las incontables bastardas de un clérigo parisiense a quien el poder mostraba cierto agradecimiento colocando a sus retoños allá donde podía.

El objeto de su ira se dirigía hacia ella dando saltitos y con una espléndida sonrisa desdentada surcando su rostro. Por un instante, Agnès tuvo el terrible presentimiento de que iba a chocar con ella de frente y reculó con rapidez. Era en verdad repugnante.

—Mi querida hermana.

La portera evitó mirar directamente al gnomo que tenía frente a ella, a la cabeza glabra que le llegaba a la cintura, a la faz desproporcionada; por no hablar de la diminutas y robustas manos, que le daban náuseas. Dos enanos y otros dos monstruos. Eso es lo que había vuelto a conseguir la obtusa cabezonería de la abadesa so pretexto de caridad cristiana. ¿Acaso no podía practicar su caridad en el exterior, en lugar de imponerles a todas la visión de unas aberraciones de las que incluso el Señor apartaría la vista?

—¿Falta mucho para que acabes de hacer la copia del manojo de llaves que te confié? —le inquirió con impaciencia.

—¡Claro que no! —contestó Éloi, satisfecho de su trabajo.

Le tendió las llaves. En ese momento, la portera se percató de que las manos del enano estaban cubiertas de sangre, al igual que el delantal de tela basta que le cubría la redonda barriga.

—¿Qué es esto? —preguntó estupefacta.

Él se encogió de hombros con expresión vivaracha:

—El vivandero
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no ha podido llegar a causa de la nieve, así que nuestra buena hermana refitolera me ha pedido que les rebane el pescuezo a algunas gallinas. ¡Con este tiempo que hace a ver quién le dice que no a un buen caldo de ave con pan migado!

Una mueca de repugnancia tensó los delgados labios de Agnès. Recogió las llaves con la punta de los dedos y dio media vuelta. Pero mañana mismo, durante la reunión del capítulo en la que debían decidir la suerte de aquellos contrahechos, dejaría bien clara su absoluta reprobación. Estaba convencida de que no sería la única. No dejaban de circular comentarios. Primero los leprosos, que a punto estuvieron de degollarlas a todas, y ahora este otro desecho de la humanidad, que ni siquiera eran humanos. Al menos los leprosos eran criaturas divinas de verdad afectadas por una enfermedad, aunque se pudiera intuir en ellas la mano del maligno. ¡Pero aquellos…! ¡Qué espanto! ¿Con qué saltaría ahora la necia de la abadesa?

Éloi la siguió con la mirada; su rostro reflejaba cierta diversión. Rodeó los hornos y la panadería y se acercó a una de las entradas secundarias, el portalón de los Hornos. Sidonie, su hermana menor, empleada como fregona
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en la cocina, le aguardaba.

—Bueno, ¿qué? —le preguntó.

Éloi, burlón y pletórico a la vez, levantó su túnica de lana hervida. Llevaba una gran llave colgada al cuello.

—La tengo. Esa mema rastrera no se ha coscado de nada. He hecho dos copias. Nuestra princesita Claire pronto estará en su palacio.

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