Tendiendo el candelero delante de ella, recorrió el deambulatorio interior y se acercó al altar.
De repente, creyó hundirse en una pesadilla. Petrificada, sin poder apartar la vista de la dantesca escena, incapaz de encontrarle sentido alguno: Rolande Bonnel estaba tumbada en el suelo, con los brazos abiertos, flotando en un mar de sangre escarlata. Decapitada. La cabeza de la depositaria había sido colocada junto a su hombro derecho. Alexia observó el cráneo rasurado, las pobladas cejas oscuras. Presa de una especie de trance que le impedía entender lo que veían sus ojos, se percató de una profunda herida ensangrentada en la parte trasera de la cabeza. Al igual que Blanche, Rolande había sido golpeada por detrás. No obstante, un solo pensamiento obsesionaba a Alexia. Buscó frenéticamente con la mirada. ¿Dónde estaba el velo de su antigua hermana? De pronto, involuntariamente, corrió hacia la puerta de la capilla, dejando su candelero atrás en la huida, y ya fuera, logró vomitar una sola vez. Convulsionada por los espasmos y sollozos, con las mejillas bañadas en lágrimas, logró reprimir el grito que obstruía su garganta. Se obligó a abrir la boca para inspirar el aire gélido de la noche. Un violento ataque de tos le cortó la respiración y se dejó caer de rodillas en la nieve, insensible a la dentellada de frío que ascendía por sus piernas. Pronunció entre gemidos una plegaria, repitiendo una y otra vez la misma súplica:
—Dios mío, te lo ruego, acógela en tu seno. Que nuestra querida Rolande descanse en paz… Dios mío, te lo imploro, acógela. Que descanse en paz… Dios mío, acógela. Que descanse en paz… —Al fin pudo gritar, golpeando el suelo nevado con todas sus fuerzas—: ¡No es justo! ¡Es una monstruosidad!
Permaneció un tiempo postrada en la nieve, no habría sabido decir cuánto. ¿Unos segundos, una hora? Una eternidad, de eso sí estaba segura.
Alexia de Nilanay se incorporó. Una insoportable fatiga lastraba sus extremidades. Avanzó a duras penas, levantando los pies para liberarlos de la nieve. La envolvía una densa oscuridad, horadada ligeramente por el resplandor argentado de una luna cómplice de tétricas nubes. Flanqueó el edificio de los baños, rozando el muro de piedra como si fuese la única tabla de salvación en un mundo de tinieblas y muerte. Sin tan siquiera advertirlo, no cesaba de mascullar:
—Os lo ruego, que estén ya en el calefactorio, que me estén esperando ya. No quiero… No puedo permanecer allí sola con mis pensamientos… ¿Qué está pasando? ¿Es el diablo, o algo incluso peor?
El calefactorio estaba desierto. Tiritando, Alexia encendió todas las antorchas para ahuyentar la hostilidad de las sombras y se acercó lo más que pudo a la lumbre que siempre permanecía encendida y solo moría al llegar el buen tiempo, pues un sirviente laico se encargaba de avivarla todos los días tras completas. No debía pensar. Se prohibió ceder a la visión que la asaltaba. Tenía que dejar de visualizar el cadáver mutilado de Rolande. Probó a inventarse un cuento feliz:
«Una chiquilla un poco atolondrada decide un día huir de la tediosa monotonía, de una granja familiar aferrada a la trasnochada arrogancia de sus dos torres cuadradas. Primero la seduce un hombre, luego se suceden otros. Pero entonces, un buen día, un gentil caballero español la cautiva y la lleva con él a un país de luz y calor. El olor de los almendros. La indolente calidez de la noche. Alfonso de Arévolo desmoronándose; en su garganta, una daga con mango de orfebrería».
¡Ya basta! ¡Ya es suficiente! He dicho un cuento feliz, ¡feliz!
«Una joven, ya menos alocada, conoce a un príncipe de ojos grises que se movía con la gracia de un acróbata. Y puesto que los milagros existen, el príncipe se enamora de la joven. En cuanto a ella, tanto lo amaba que hubiera dado su vida por que el corazón de aquel latiera siempre por ella. Mas la descerebrada quiso volver a Clairets para poder reflexionar, y sobre todo tener la certeza de merecer la pasión de su bello príncipe…».
Una mano rozó el mantel que Alexia estrechaba contra su cuerpo. Giró la cabeza, aterrada:
—No la he encontrado —anunció Mary de Baskerville.
Alexia tuvo la impresión de que el tono de su voz había perdido rudeza.
—Yo sí —murmuró.
—Está muerta.
No era una pregunta.
—Es… aún más horrendo que lo de Blanche de Cerfaux. ¿Es preciso que os conduzca hasta allí o bastará con que os señale el lugar… el matadero, si me permitís la expresión?
—Esperemos a nuestra madre. Luego procederemos como ella ordene. En cualquier caso, la innegable capacidad de observación de la que antes hicisteis gala, para mi total sorpresa, durante la cena, podría sernos útil.
—¿Me tomáis realmente por estúpida? —preguntó Alexia con voz hastiada, pese a que la respuesta le traía sin cuidado.
—Considero a todo el mundo pánfilo, hasta que demuestren lo contrario.
—En ocasiones, es una auténtica necedad y una imprudencia infravalorar a la gente, en especial a los enemigos.
—No en mi caso, pues de igual modo veo a todo el mundo como un posible malhechor. En otras palabras, desconfío de todos.
—Lo cual denota una falta de caridad por vuestra parte, ¿no creéis? —replicó Alexia, en el fondo aliviada por aquella conversación que al menos la mantenía alejada de la capilla de Saint-Augustin.
—Desde luego que no. La caridad consiste en dar, disculpar, perdonar; no en taparse los ojos con una venda. En mi opinión, cegarse en un pecado. Dios nos regala la lucidez, la inteligencia. Negarse a usarla sería un insulto contra Él. —Repentinamente, con renovado vigor, concluyó jovial—: Máxime cuando esa negativa es la mejor manera de que acaben con tu vida.
—Estáis hablando del fallecimiento de una de vuestras hermanas con una desagradable ligereza, qué digo, una insolencia totalmente fuera de lugar. Rolande era un ser benévolo; por supuesto tenía defectos, pero jamás detecté en ella malicia alguna o falta de bondad.
—Permitidme que os rectifique: no conocíais ni a Blanche, ni a Rolande; no más de lo que me conocéis a mí. Ignoramos la verdadera personalidad de los demás, incluso de aquellos con quien tratamos a diario. A menudo, ni tan siquiera nos conocemos a nosotros mismos.
—¡Eso no es más que palabrería!
—Ni mucho menos. Es el fruto de una larga experiencia.
—Me parece que somos de la misma edad.
—Nuestros músculos, nuestra piel y nuestra sangre tienen la misma edad; en cambio, mi mirada y mi alma son milenarios.
—Vuestra pretensión es insólita, por no hablar del resto. Lo siento, pero preferiría que os callarais. Rolande…
La llegada de Plaisance de Champlois las interrumpió. Con expresión abatida y los dientes castañeteando por el frío polar, la abadesa avanzó con paso cansino. Alexia se echó a un lado para que pudiera calentarse ante el fuego. Mary de Baskerville se anticipó:
—La señora de Nilanay ha encontrado a nuestra hermana depositaria. Asesinada.
Plaisance cerró los ojos y se aferró con ambas manos a la repisa de la chimenea. La joven bajó la frente, como si buscara las palabras en un recóndito lugar de su ser. Con voz cavernosa, sin abrir los párpados, resolvió:
—Que un sirviente laico haga venir ahora mismo a Hermione de Gonvray.
Mary de Baskerville salió de inmediato a llamar al servicio.
Plaisance y Alexia quedaron sumidas en un devastador silencio; uno de esos silencios en los que ni siquiera se intenta buscar las palabras, puesto que estas ya no transmiten nada que valga la pena decir.
Al rato, regresó la nueva apoticaria. La abadesa confesó a trompicones:
—Yo… hija mía… señora de Nilanay, os agradezco que permanezcáis a mi lado… y vuestro apoyo. Me avergüenza admitir que sin vuestra presencia me hubiera sentido terriblemente sola e incapaz.
Alexia de Nilanay se quedó atónita al oír a Mary de Baskerville declarar en tono amistoso:
—Madre, vuestra humildad os honra. No obstante, vuestra vergüenza es injustificada. La verdadera fortaleza no se pregona, sino que se demuestra en las situaciones más difíciles. Somos fuertes porque sacamos energías e incrementamos nuestra capacidad de resistencia en la medida en la que los demás la necesitan. No podemos sobrevivir sin los demás. Sin ellos, caemos como hojas muertas, abocadas a una pronta desaparición. Si bien es cierto que todos nosotros también acabaremos convirtiéndonos en polvo, ¡aunque no sin antes haber luchado cuando sea preciso!
Plaisance se reincorporó y, tras estudiar a ambas mujeres, reconoció:
—Pues bien, me siento como una frágil hoja muerta. Me figuro que… será espantoso, ¿no? —preguntó la joven a Alexia.
Esta se limitó a responder con un movimiento de cabeza. Mary intervino:
—La señora de Nilanay desearía ser dispensada de tener que volver a presenciar esa ignominia.
—Lo entiendo perfectamente… —comenzó a decir la abadesa, mas Alexia la interrumpió.
—No me parece bien… evadirme de esta situación. Sería indigno por mi parte. Rolande me ofreció su amistad; así pues, lo menos que se merece es mi coraje.
Hermione de Gonvray penetró en el calefactorio con aire indeciso. Plaisance le refirió brevemente, de forma casi abrupta, la masacre descubierta por la señora de Nilanay. La apoticaria exclamó con dolor:
—¡Dios santo!
—Él… Está en la capilla de Saint-Augustin —explicó Alexia.
Las cuatro mujeres salieron de allí precedidas de Mary de Baskerville, con una antorcha en la mano. Cuando los ateridos dedos de Hermione de Gonvray se entrelazaron con los suyos, Plaisance suspiró consolada. Había extrañado tanto a Hermione, su sabiduría, su fortaleza, puesto que la abadesa se había obligado a imaginarse a su hija —a su hijo— ya lejos de allí para así evitar sufrir demasiado con su marcha. Thibaud de Gonvray debía abandonar Clairets, era inevitable; sin embargo, las obstinadas nevadas y los insistentes ruegos de Alexia y Mary proporcionaban a la joven abadesa una excusa legítima para retardar una separación que ya le dolía.
Alexia de Nilanay se abstrajo, reuniendo fuerzas para poder resistir lo inconcebible. Mary de Baskerville ralentizó el paso. Cuando quedó a la altura de Alexia, la joven apoticaria le ofreció su brazo. La señora de Nilanay no vaciló. Aquella mujer era sin lugar a dudas desagradable y arrogante, mas era una aliada. Y sobre todo era robusta, tanto como Hermione, o quizás más.
—¡Dios misericordioso! —susurró Plaisance al descubrir la escena. La abadesa se santiguó; las demás la imitaron.
—¿Cómo es posible…? —dijo Hermione, sin conseguir acabar la frase.
Mary de Baskerville dio vueltas alrededor del cadáver decapitado y tumbado en el suelo con los brazos abiertos, con cuidado de no pisar el charco de sangre ya coagulado por el frío, mientras examinaba la gruesa túnica de lana.
A Alexia de Nilanay le invadió una perturbadora sensación. Todo le parecía más irreal, y en definitiva menos insoportable que un rato antes. En un destello de clarividencia, comunicó:
—Ahora lo entiendo… Acababan de matarla cuando la encontré.
—¿Por qué lo creéis así? —inquirió Mary.
—La sangre era de un rojo vivo, denso pero de consistencia líquida. Ahora, en cambio, es parduzco.
—Además, con el frío reinante en este lugar, ha debido de coagularse sumamente rápido —intervino Hermione de Gonvray, inclinada sobre la cabeza cercenada de la depositaria—. ¿Por qué golpearla por detrás del cráneo con tanta violencia (se puede ver el hueso hundido por la herida abierta) si habían pensado decapitarla? La herida parece muy similar a la de Blanche.
—¿Qué opináis? —inquirió Mary de Baskerville con el tono aséptico que hubiera adoptado un preceptor verificando los conocimientos de su alumno. La altivez de la anglosajona provocó en Alexia unas irrefrenables ganas de propinarle una buena tunda.
—En ambos casos, el asesino no era lo bastante fuerte como para atacar de frente, y aún menos para decapitar a Rolande en vida. Por tanto, contaba con el factor sorpresa —dedujo Hermione—. En otras palabras, la hipótesis de un asesino con fuerza hercúlea no se sostiene.
—Buen razonamiento —aprobó complacida su colega de pociones antes de recapitular—: una cabeza decapitada, colocada extrañamente a la derecha, los dos brazos abiertos sobre la cabeza como los de dos personas que cayeran al vacío por ambos lados de un edificio… Nos hallamos ante el decimosexto arcano del tarot, la Casa de Dios. Simboliza el castigo divino, una advertencia del destino.
—Entonces, ¿en ambos casos se trataría de una represalia? —preguntó Plaisance.
—Eso es al menos lo que el asesino cree o intenta hacernos creer —respondió la señora de Baskerville—. Y en mi opinión, también es el único medio de dar con él, o más bien debería decir
ella
. —Dirigiéndose solo hacia Hermione, apuntó con complicidad—: La cabeza debería estar a la izquierda, no a la derecha. Buscamos a alguien que posee un conocimiento más bien superficial del tarot.
Plaisance, demasiado conmocionada como para prestar atención a tales sutilezas, declaró entrecortadamente:
—Dios mío… ¿Qué le voy a decir a Marguerite? Hemos de… cambiar esta espantosa composición antes de que los sirvientes laicos vengan a trasladar el cuerpo a la morgue. Hay que evitar que las demás lleguen a las mismas conclusiones y se propague el pánico.
—Me temo que eso es irremediable —auguró Alexia.
Pese a resultarle innecesario, Urdin utilizó la llave que Éloi había copiado para salir por el portalón de los Hornos y llegar hasta el montículo de guijarros donde quedaba oculta la entrada exterior del pasadizo de Clairets. El enano estaba tan orgulloso de la jugarreta que le había hecho a la portera que se merecía celebrar su ardid haciendo uso de ella. El hombre lobo no soportaba las puertas cerradas, máxime cuando suponía un exasperante obstáculo entre Claire y él.
Encorvado y con la llama de su antorcha lamiendo la bóveda de baja altura, Urdin avanzó con cautela. Las enormes ratas que proliferaban en aquel universo de sombras correteaban entre sus piernas. Algunas lo observaban con recelosa curiosidad antes de salir por pies. Urdin las apaciguó hablándoles en voz baja. Después de todo, quizás los roedores intuían que se había alimentado de ellos durante años: una carne sabrosa, parecida a la del pollo y con la que se podía preparar caldos menos grasos.
El suelo se tornó viscoso y las suelas resbalaban. La repugnante fetidez mencionada por Éloi se intensificó hasta hacerse irrespirable. Urdin se encontraba debajo del monasterio. El fango traicionero que ralentizaba su marcha no era sino un sedimento de excrementos mezclados con restos de comida en putrefacción. Por fin llegó al pasaje central que le describió el enano, lo suficientemente alto y ancho como para que pudiera pasar una carreta con capacidad para transportar material de construcción, incluso para salvar las valiosas posesiones de las monjas en caso de producirse un ataque. Los muros, construidos con grandes piedras, estaban recubiertos de una gruesa capa de moho marrón verdusco, de tal forma que apenas se podía distinguir la fábrica o los trabones oxidados donde se fijaban las antorchas. De vez en cuando, un chapoteo indicaba el lugar por donde había huido una rata o habían ido a parar los desechos de una habitación retirada. Finalmente, a la luz oscilante de la tea, se perfiló la entrada del pasadizo que conducía al cuarto situado detrás de la bodega.