La cruz de la perdición (20 page)

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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
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Obtuvo un hermético silencio como única respuesta.

Abadía de mujeres de Clairets,
Perche,
febrero de 1308,
ese mismo día

S
e hacinaban en el trastero donde el capítulo les había permitido instalarse. El modesto cuarto flanqueaba el establo y tan solo lo separaba de este un tabique de la altura de un hombre. El calor que emanaban las bestias les llegaba desde el otro lado, envolviéndolos su tranquilizador olor.

Éloi rebañaba meticulosamente el fondo de su escudilla mientras protestaba:

—¡Con esta rasca, para cuando uno vuelve de la cocina con el papeo ya está como un témpano!

—Este siempre se está quejando —le recriminó Sidonie con ternura—. Considérate un suertudo: nuestras barrigas están bien llenas y con comida mucho más rica que los guisos de raíces que nos largaba la sabandija de nuestro amo.

—Esta joven dama te ha puesto los puntos sobre las íes —arbitró Évrard terminando su plato—. Piensa, Éloi: ahora nos sobra el pan, en cambio antes nos moríamos de hambre. La hermana a cargo de la cocina hasta nos ha ofrecido unos deliciosos barquillos. Recuerdo haberlos comido una vez, hace mucho tiempo —añadió el joven con nostalgia.

—¿Antes de que te dejaran tirado en el bosque para que la diñaras como una rata? —soltó Éloi, sabiendo que la suerte de Évrard había sido en realidad bien distinta. Si bien el joven necesitaba tanto desahogarse que todos fingían haber olvidado su historia para así escucharla de nuevo.

—Antes, en efecto. Sin embargo, a mí no me abandonaron en el bosque, al contrario que a Urdin. Me vendieron al dueño de un circo, otro distinto, al que además retribuyeron con una buena suma de lo aliviados que se sintieron.

—¿Y cómo vivías? —preguntó Sidonie.

—Ya os lo he contado.

—Vale, pero me gusta oír tu historia —mintió la joven.

—Pues bien, nunca salía de la habitación de la torre este. La puerta estaba cerrada con llave. Era una estancia acogedora, y bastante cálida en invierno. La mujer, una dama muy hermosa, subía a menudo para enseñarme a leer y escribir. Me habían ordenado ponerme los guantes de cinco dedos antes de que entrara y no quitármelos hasta que no se marchase. Ella siempre se sentaba al otro lado de un pequeño escritorio, para no estar demasiado cerca de mí…

Todos habían oído el relato de Évrard cientos de veces; no obstante, le prestaron atención, simulando escucharlo encandilados y haciéndole preguntas, pues sabían que esa era la única manera que el joven había hallado para mitigar levemente su pena.

—¿Y cuándo te diste cuenta de que era tu madre? —inquirió Urdin.

—A medida que transcurrían las semanas, observé que su vientre se ensanchaba. Como ignoraba la causa de tal fenómeno, quise informarme. Me explicó con ese tono seco que solía usar conmigo: «Estoy encinta, al fin. De tu hermano, espero. Cada noche rezo por que Dios no vuelva a ponernos a prueba por segunda vez». Pasaron los meses. Un día, mi madre dejó de venir.

—¿Era por el parto? —le animó a seguir Èloi.

—Así es. Jamás volví a verla. Una vieja sirvienta (luego supe que se trataba de su antigua nodriza y mujer de confianza) la sustituyó y ella se encargaba de traerme la comida. Dejaba la escudilla examinándome como si fuera un animal peligroso. Días más tarde, cuando le inquirí el motivo por el que parecía estar súbitamente radiante de alegría, me soltó con maldad: «Es un varón, lleno de vida… y este ha salido sin deformidades. ¡Ya era hora!». No sé qué fue… Quizás su expresión, al tiempo feliz y perversa, pero comprendí que algo terrible me iba a suceder.

—¿Y tu padre? —se interesó Urdin.

—No recuerdo haberlo visto nunca, excepto la última noche. Era un hombre corpulento, fuerte. No me dirigió ni tres palabras. Fue él quien me subió a la grupa de su corcel y me condujo a la población vecina, donde había una feria, soltó los cuartos y desapareció como alma que lleva el diablo. —Évrard sacudió la cabeza y confesó—: Mis queridos amigos, soy muy consciente de que estáis hartos de oír una y otra vez la misma cantinela, y os agradezco que la escuchéis de nuevo fingiendo que es la primera vez. ¿Pero a quién sino a vosotros podría contar que esa gente de bien esperó a engendrar un segundo hijo, sin deformaciones, para deshacerse de mí?

—¿Y no los odias? —preguntó indignada Sidonie—. ¡Nosotros tres ahogaríamos con mucho gusto a nuestros viejos en su propia mierda! Porque esas historias de hadas no son más que pamplinas. Primero, las hadas esas no existen y aunque así fuera, ¡yo soy una chica
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! No me hubieran cambiado por un retoño humano si hubiera sido una de ellas, porque las hijas de las hadas siempre son guapas. Solo lo hacen con los niños, porque son unos adefesios y unos esperpentos asquerosos.

—No, no los odio. Ellos no tuvieron la culpa. Lo mío fue una jugarreta del destino. ¡Bah!, el pasado no se puede cambiar. Pasemos a otro tema, ya os he entristecido bastante. Muchísimas gracias por haberme escuchado, amigos.

«Sí, el pasado sí se puede cambiar a veces», pensó Urdin. Sin embargo, jamás se lo revelaría, a pesar del verdadero cariño que profesaba a sus hermanos de miserias. Él iba a burlar al destino de Claire gracias al trato sellado con el hombre de negro.

Sidonie intentaba encontrar desesperadamente un tema de conversación más baladí, y sobre todo menos doloroso. Eligió el primero que se le vino a la mente:

—Pues aunque en este sitio hay carroñas detestables, también hay alguna que otra dama bondadosa. Por ejemplo, sor Clotilde. Estoy segura de que nos da raciones más grandes de lo normal por eso de que trabajamos a la intemperie y porque tiene muy buen corazón. O como la abadesa. Que Dios las bendiga a las dos.

—Ya lo ha hecho —afirmó su hermano con convencimiento—. No como esa maldita arpía, ¡ese mal bicho de Ferrand! Hay que andar con cuidado con esa víbora, os lo digo yo. Seguro que está tramando alguna mala pasada en su endemoniada cabeza.

—¿Como el qué? —preguntó Urdin.

—Todavía no lo sé, compañero. Lo único que sé es que hoy, cada vez que me daba la vuelta, la tenía pegada al culo como un grano. Y sin embargo, antes se quedaba mientras más lejos mejor, como si yo apestase y le quitara la respiración.

—En tal caso —intervino Évrard—, debemos extremar la prudencia para proteger a Claire. Nadie debe dar con ella.

—Por supuesto que no —aprobó Sidonie.

—Al primero que toque a Claire lo aplasto como a una mosca. ¡Ya sea una monja o cualquier otro! —profirió Urdin de repente con ponzoña.

—Bueno, bueno, más vale prevenir e ingeniárselas para que nadie descubra su presencia en la abadía —añadió Évrard para apaciguarlo—. La mejor solución es vigilar nosotros también a la portera a fin de minarle el terreno.

El hombre lobo se giró hacia el enano y le pidió con voz tensa:

—Éloi, tengo que verla. Sé que es tu secreto, pero tienes que decírmelo. No quepo por el tragaluz, soy demasiado grande y ancho. La segunda entrada, ¿dónde está? —dijo Urdin casi implorando.

La ausencia de Claire, de su sonrisa, en ocasiones le rompía el alma. Por fortuna, pudo verla y estrecharla entre sus brazos momentos antes. Con el paso de los meses, la niña se había convertido en la única razón para seguir adelante, para no imitar a Évrard poniendo fin de una vez por todas a una vida llena de pesar y rabia. Nada más verla, en cuanto le acariciaba las mejillas o la frente, una poderosa ternura barría cual golpe de mar todo su sufrimiento, todos sus aullidos. Al fin respiraba; al fin vivía.

El enano cruzó sus musculosos brazos sobre el torso, con la boca fruncida en silencio.

—¡Vamos, no seas así! Ya sabemos desde hace tiempo que eres fortachón y astuto como un zorro. No te cuesta nada decírselo —le recriminó melosa su hermana.

Ella sabía dónde se hallaba el pasadizo secreto, pues lo había usado para ayudar a su hermano a amueblar la habitación subterránea de Claire. El enano vaciló unos instantes y finalmente se decidió:

—Bueno… pero eso no quita que no fue nada fácil dar con ella. ¡Hacía falta una buena sesera! —insistió Éloi, señalando su cabezota calva con el dedo índice.

—No nos cabe duda, compañero. A nosotros nunca se nos hubiera ocurrido —le aduló Évrard.

Éloi se hinchó al oír el cumplido. En cualquier caso, no tenía la menor intención de malvender su éxito y pretendía saborear cada migaja del mismo, de modo que explicó en tono conspirador:

—Veréis, así es como me vino a la cabeza. Primero descubrí el tragaluz y la habitación de detrás. Me dije que había que ser un auténtico zopenco para excavar y construir ese cuarto dejando un hueco como única entrada por donde solo cabe un niño o un esmirriado. Total, que empecé a darle vueltas al coco. Para hacer todo eso los albañiles y los carpinteros tuvieron que pasar por algún lado, y también los bloques de piedra y los maderos. ¡Tampoco iban a contratar a un ejército de enanos para esto, digo yo! Así que llegué a la conclusión de que tenía que haber otra salida a la fuerza, que luego cegaron.

Todos se bebían sus palabras y Urdin apretaba las manos entre sí con tanta fuerza que Sidonie podía ver el blanco de sus nudillos bajo el denso pelaje. Amansado por la admiración de su público, Éloi prosiguió:

—Pues bien, me puse a hurgar y finalmente di con ella. Justo al fondo de la habitación. La escondí detrás de una tela para daros una sorpresa. Es una pared giratoria de piedra, no se distingue nada del muro, menos por las juntas. Sudé la gota gorda para moverla, ya que no se había utilizado en mucho tiempo.

—¿Y bien? —inquirió Urdin alterado.

—Vamos, hombretón, eso de ahí abajo es un laberinto. Te podrías perder fácilmente. El estrecho pasadizo sale de la habitación de nuestra princesa y da al pasaje central de los túneles que hay por el subsuelo de toda la abadía. Aquello apesta como el mismísimo infierno y está infestado de ratas tan grandes como liebres. La mierda de nuestras queridas monjas, que cagan como el resto de los mortales, cae por las canalizaciones de sus habitaciones retiradas, al igual que las aguas de la cocina. Todo eso forma una corriente que lleva los desechos hacia la fosa de aguas negras. He llegado hasta la reja que está justo antes de esa fosa repugnante. Me dije que la abertura que protegía la verja era lo bastante grande como para que pasaran los dichosos carpinteros y albañiles. Lo único malo es que la mierda te llega hasta el pecho, ya que está bastante inclinado para que la corriente vaya hacia el foso; bueno, a vosotros os llegaría a la mitad de los muslos. Nadie en su sano juicio se atrevería a andar por ahí. Además, la gruesa cadena y las armellas
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que sujetan el cerrojo tienen más años que mi abuela y no las han cambiado ni las han usado en muchísimo tiempo. Por lo tanto, había que seguir buscando.

—¡Chico, espabilados como tú hay bien pocos! —exclamó su hermana, orgullosa.

—Es verdad que en eso no soy nada corto —aprobó Éloi sin un ápice de modestia—. ¡Vaya, conozco a un buen número de zanquilargos que solo tienen serrín en la chola!

—¡Éloi! —le volvió a regañar su hermana—. Ya te he dicho que solo debíamos llamar «zanquilargos» a los canallas; hay grandes (no muchos) que no nos desean ningún mal, y que incluso nos tratan bien. ¡Cómo vas a llamar zanquilargo a Urdin, Évrard, Claire y a la hermana refitolera!

—Llevas razón, hermanita. No quería ofenderos, mil perdones.

—Por favor, continúa, Éloi. Ya sabemos que no nos consideráis unos despreciables zanquilargos —lo tranquilizó Évrard.

—Bien, entonces di marcha atrás. ¡Virgen santa, aquello echa un tufo para morirse de asco! Y allí fue donde encontré la segunda salida, cerrada también con una reja bien pesada. Según mis cálculos, va a parar al dormitorio de las monjas, o al menos hasta la escalera que lleva hasta allí. Eso quiere decir que el pasadizo es bastante empinado. Tampoco me imaginaba yo los bloques de piedra y los tablones pasando por allí. Seguí rompiéndome los cascos. Entonces pensé que los monjes suelen tener miedo de ser atacados, por eso excavan túneles, para huir al exterior en caso de que el atacante consiguiera entrar en el recinto. Me puse a buscar de nuevo y atiné con la tercera salida. Pasa por debajo del portalón de los Hornos, luego remonta en una pendiente suave, ¡y acaba solo a unas diez toesas de la abadía!

—¿Cómo? —soltó Évrard sin ocultar su sorpresa.

—¡Lo que os digo, amigos! La salida está escondida en un montículo de guijarros recubierto de helechos y hiedra. Nada más. Sales y entras como te dé la gana. Me pregunto si alguien de aquí ya conoce el pasaje. De momento, como tenemos una llave del portalón de los Hornos, de la que yo hice una copia —apostilló Éloi para recordar su proeza—, podemos salir y entrar por el pasadizo que conduce hasta Claire. Hablo de los grandes que no caben por el tragaluz.

—¿Así es cómo conseguiste amueblar la habitación? Ya me preguntaba yo cómo habías hecho para pasar todo eso por el hueco —comentó Urdin con un tono de admiración que recompensó al enano.

—¡Pues así fue! Con la ayuda de mi querida Sido. Nuestra pobre princesa tenía que estar rodeada de cosas bonitas. Se lo merece como la que más.

—Dame la mano, compañero —murmuró Urdin tendiéndole su velluda pata, que Éloi estrechó con una graciosa ceremonia—. No sé cómo podré agradecértelo algún día, a todos vosotros, pero ya encontraré la manera. ¡Hay que admitir, muchacho, que tienes más mollera que todos nosotros juntos!

Los demás asintieron con un movimiento de cabeza. Éloi intentó —sin mucho éxito— disimular su enorme satisfacción. Tras ese momento de gloria, fugaz aunque dichoso, y por ser precisamente harto inteligente, recordó todo lo que los demás le habían aportado. Le invadió un sentimiento de humildad, y también de tristeza.

—Bueno, no digo que no sea verdad, me refiero a lo de la mollera. De todas formas, si no hubiera tenido a una hermanita a la que cuidar y que me abrazara con cariño cuando los demás me escupían a la cara, probablemente habría acabado colgado de la rama de un árbol. Te debo la vida, mi querida Sidonie.

Ella se secó las lágrimas que de pronto brotaron de sus ojos y le besó la mano, musitando emocionada:

—¡Serás tonto! No te mueras nunca, te lo prohíbo. ¿Qué haría yo sin ti? Si no te tuviera conmigo, me ahorcaría yo también, o me ahogaría.

—Lo que quería decir, tesoro, y a ti también, Urdin, es que aunque sea fuerte, mis piernas tan cortas no me dan para correr rápido, así que si no hubieras estado tú para cazar venados, nos hubiéramos muerto de hambre. Y aunque los traías sobre todo para Claire, nos diste de comer a todos cuando el ruin del amo solo nos daba agua sucia con nabas en pleno invierno. Además, se cagaba de miedo al verte, así que nos zurraba menos cuando la recaudación era floja. Y tú, Évrard. Amigo, a ti te debo los únicos sueños bonitos que he tenido. Todas esas historias bellas que conoces, que puedes leer, llenas de hadas buenas y princesas durmientes. Una noche incluso soñé que era un apuesto príncipe al que una bruja había transformado en enano. Bastaba el beso de una princesa y recuperaría mi forma verdadera. Pero no hubo suerte: me desperté justo antes.

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