La cruz de la perdición (17 page)

Read La cruz de la perdición Online

Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

BOOK: La cruz de la perdición
3.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Y tú eres la que se dedica a inventarlos y difundirlos», pensó la abadesa mientras le preguntaba:

—¿Rumores? ¿De qué tipo?

—Veréis, para empezar, esas criaturas no forman parte realmente del… Plan Divino.

«¿Y crees que tú sí?».

—¡Carape!, os consideraba sabia, pero no hasta el punto de conocer al dedillo los designios del Todopoderoso. Me impresionáis, hija mía —soltó Plaisance con ironía.

La respuesta no se hizo esperar. Agnès contraatacó dando rodeos:

—Es bien sabido que los monstruos no pueden ser fruto de Dios.

—Es bien sabido que de imbéciles y supersticiosos está repleto el mundo. Y no nos queda otra que asumirlo.

Segura de su superioridad sobre aquella mocosa y todas las demás, Agnès Ferrand no se achicó con el puyazo; por el contrario, escupió:

—¡Son unos ladrones! ¡Se han reído de vuestra bondad y os están desvalijando! —casi gritó la portera.

—¿Cómo? Estáis lanzando una acusación sumamente grave que podría valerles un duro castigo.

—La amputación de las manos —añadió la portera con deleite—. ¡Eso es lo que se merecen!

—¿Podéis aportar alguna prueba que lo corrobore?

—¡Por supuesto! Los he visto con mis propios ojos. A mí no me la dan con sus falsas caritas de pobres desdichados. La enana es sin lugar a dudas la peor y la más ladina. ¡Se piensa que soy idiota, y que además estoy ciega! A veces la veo andando a saltitos, con la barriga abultada como si estuviera encinta. Esconde sus rapiñas debajo de la túnica, os lo digo yo —sentenció la portera apuntando a la abadesa con un dedo acusador—. Incluso Marguerite Bonnel, nuestra hospedera, ha denunciado la desaparición de dos almohadones de las habitaciones de invitados.

Una fugaz decepción atemperó el enfado de Plaisance de Champlois. No podía ser verdad. No podían haberla engañado como viles granujas. Comprobaría si era cierto, y en tal caso, el castigo sería ejemplar.

—Además —continuó la portera—, aunque neguéis la evidencia, se sabe que algunos de esos monstruos han sellado un pacto con el diablo. ¡No es de extrañar que la pobre Blanche hallara una muerte tan abominable después de que llegaran estos!

—¿Sois consciente de la gravedad de vuestras palabras? —replicó alarmada la abadesa.

Aquella desquiciada era capaz de propagar sus sospechas, aderezándolas con supuestos indicios y la pretendida constancia de la perversidad de los contrahechos. No le costaría dar con oídos complacientes. La superstición haría el resto.

La maquiavélica sonrisa de Agnès Ferrand le hizo abrir los ojos: aun suponiendo que hubiera dicho la verdad, al menos en lo referente a los hurtos —pues en lo que respectaba a Blanche, la abadesa estaba convencida de la inocencia de aquellos cuatro pobres diablos—, el perverso fin de Agnès no había sido ponerla sobre aviso sino destruir, sembrar la desconfianza, el miedo, y subsiguientemente la violencia.

La joven abadesa tardó una fracción de segundo en sopesar los pros y los contras. Un sentimiento mucho más intenso que la exasperación se apoderó de ella. Llevaba largo tiempo haciendo acopio de paciencia y tolerancia para darle una oportunidad a aquella odiosa mujer a la que nada ni nadie podía reconducir al camino de la clemencia y la bondad. ¿Le había mostrado Agnès Ferrand algún agradecimiento? Nada de eso; lo había visto como una muestra más de lo que consideraba un hecho probado: la estupidez y la desidia de la madre abadesa. Plaisance, controlando su furia, espetó con frialdad:

—Vuestra constante acritud, vuestra hiel, vuestros celos infundados me apenan, hija mía, pero sobre todo me fastidian. Ya estoy harta. Para muchas de nosotras, no habéis sido más que una dolorosa espina en el costado. Desde hace demasiado tiempo. Así pues, acepto de inmediato vuestra solicitud de traslado a la abadía de nuestras hermanas bernardas de Clairmarais. Partiréis en cuanto el tiempo lo permita. Una misiva anunciará vuestra llegada. Eso es todo.

Agnès Ferrand no daba crédito. Arrugó los párpados y frunció el ceño estupefacta.

—Pero, madre… ¡yo no he solicitado ningún traslado!

—¿Ah, no? Pues digamos que me adelanto a vuestro deseo de hacerlo.

Presa de la desesperación, la portera arguyó, casi suplicante:

—Mi sitio está aquí, con vosotras… No conozco otro lugar.

—Entonces ya es hora de reparar esa laguna. Se dice que los cambios forjan el espíritu.

Al borde de las lágrimas, Agnès Ferrand balbuceó:

—Madre, os lo ruego… no quiero abandonar Clairets. ¿Qué voy a hacer fuera de aquí? ¡Nadie me conoce!

—Para desgracia de nuestras hermanas, no por mucho tiempo.

Sorprendida por ese sarcasmo que ignoraba poseer, Plaisance se felicitó a sí misma: acababa de actuar como la madre Normilly habría hecho, con la autoridad que exigía su cargo.

—Yo… tal vez he pecado por exceso de celo, de interés por nuestra congregación. Os suplico me perdonéis y reconsideréis vuestra orden.

—Habéis pecado por exceso de maldad y arrogancia, ¡y ya he tenido bastante! Clairets necesita paz y armonía, y vos no hacéis más que perturbarla. ¿Por qué deberíamos seguir tolerando vuestros continuos exabruptos y comentarios hirientes por el mero hecho de no haber sido capaz de digerir vuestra condición de bastarda, sin nombre ni título nobiliario?

Para Agnès, la mención de sus orígenes, que había creído secretos, fue como una bofetada. Las mejillas se le encendieron por el insulto y se retiró sin decir palabra.

Antes de que esta cruzara el umbral de la puerta, Plaisance le lanzó:

—Que vuestro equipaje esté listo en cuanto mejore el estado de los caminos. Estoy convencida de que el capítulo, del que ya no formáis parte, ratificará mi decisión con gran alivio.

La joven abadesa necesitó algunos minutos para recobrar la serenidad. Interrogó a su corazón. No, no se había dejado llevar por la ira, ni siquiera para deshacerse al fin de una asidua oponente que destilaba su bilis a quien se prestaba a escucharla; había tomado una ardua decisión para proteger a una comunidad gravemente trastornada que necesitaba sanar sus heridas sin una Agnès Ferrand empeñada en abrirlas aún más. Ahuyentó la leve compasión que sentía por la portera. Plaisance había leído el pánico en sus ojos. Agnès temía el exterior, al igual que todas ellas en el fondo. Sin fortuna, sin familia, sin bienes, sin ningún atractivo y ya entrada en años, su único refugio era el convento. Gracias a su inteligencia y su cultura, había logrado erigirse en una de las discretas de Clairets. Sin embargo, nadie le aseguraba que sucedería lo mismo en su nuevo destino, máxime cuando Plaisance no podía mentir a su futura madre de Clairmarais describiéndola como un ser lleno de templanza y amabilidad. En la misiva que la misma Agnès le entregaría a su nueva abadesa, Plaisance se vería obligada a consignar los defectos de la personalidad de la portera. La abadesa suspiró al tiempo que abría uno de los voluminosos registros apilados sobre su escritorio. Agnès había escrito su propio destino.

Al pisar el último peldaño de la escalinata que desembocaba en la antesala del palacio abacial y el despacho de la secretaria, la rabia de Agnès Ferrand ya había reemplazado al pánico. Estaba decidido: iba a demostrarle a todas, y en especial a esa estúpida mocosa a la que habían elegido abadesa, que ella tenía razón. No pensaba despegarse de los contrahechos. Los vigilaría día y noche si era preciso. Con toda seguridad, unos seres tan deformes debían de llevar el vicio en las venas, y ella lo descubriría. Ante la evidencia, el capítulo no podría revalidar la decisión de Plaisance de Champlois de expulsar a la portera de Clairets. Además, la reputación de sabia de la abadesa, ya perjudicada por la revuelta de los gafos, recibiría otro duro golpe. Agnès Ferrand estalló repentinamente de satisfacción: de esa forma lograría permanecer allí, desembarazarse de aquellas criaturas que le dañaban la vista y la asqueaban, y obtendría cumplida venganza. Si bien la cosa no quedaría ahí. Después se dedicaría a minar la autoridad de Plaisance, con determinación y perseverancia.

Envuelta en su mantel forrado, lidiando contra la capa de nieve que le cubría la túnica hasta los muslos, Alexia de Nilanay avanzó con paso decidido hacia las caballerizas. No había podido pegar ojo en toda la noche, dándole vueltas hasta el amanecer a cada palabra de la conversación que había oído por casualidad. Pasó junto a un grupo de sirvientes laicos encargados de despejar con palas los caminos que conducían al palacio abacial y a Notre-Dame.

Alexia empujó la puerta. El mensajero estaba bruzando un palafrén armado de unas creznejas de heno
[93]
. Sabedor de hallarse ante la futura condesa de Mortagne, interrumpió su tarea y se precipitó a su encuentro con una sonrisa servicial.

—Mensajero, ¿veis estos dos sueldos
[*]
[94]
? Serán tuyos si le llevas de inmediato este mensaje al conde Aimery —explicó tendiéndole un fino rollo de papel sellado donde había referido con prudencia, usando frases poco comprometedoras aunque susceptibles de despertar las sospechas del conde, la conversación mantenida entre el señor de Villanueva y ese tal Frédéric.

El mensajero se inclinó, rehusando el dinero muy a su pesar.

—Mi señora, pese al honor que hubiera supuesto para mí el poder serviros, sería imposible llegar hasta allí ni a pie ni a caballo. Demasiada nieve y frío. Con el viento que ha arreciado estas dos últimas noches, en ciertos sitios las patas del animal se hundirían por completo en la nieve. Sería incapaz de sacarlo de allí yo solo. Mis más sinceras disculpas, pero es demasiado arriesgado, señora. Mucho me temo que hasta que no deshiele, estamos aislados del mundo. El único que ha sido lo bastante loco (si me permitís la expresión) como para salir pese a todo ha sido ese sabio. ¡He intentado disuadirle de una y mil maneras! Pero nada. Estaba tan nervioso y resuelto que he tenido que ensillarle un caballo.

A pesar de la angustia que empezaba a apoderarse de ella y contra la que luchaba con valentía, Alexia preguntó con una voz lo más neutra posible:

—¿El señor de Villanueva se ha marchado?

—Al alba. Si queréis que os diga la verdad, con este tiempo no me parece sensato para un hombre de su edad. Debía de tener algún asunto muy importante entre manos —prosiguió ladinamente el mensajero.

—Oh, los científicos… Uno nunca sabe con certeza qué están rumiando. Les asaltan unas obsesiones cuando menos extrañas para el común de los mortales —respondió ella despreocupada, con la esperanza de matar la curiosidad del hombre.

—¡Cuánta razón tenéis!

En cuanto se marchó, el pánico fue abriéndose paso en su interior. ¿Qué haría ahora? ¿Qué podía intentar? ¿Qué decisión debía tomar? Aimery no acudiría en su auxilio, al menos no mientras las nevadas persistieran y le impidieran avisarlo. Arrugó la carta en su mano mientras se esforzaba por contener las lágrimas. Estaban solas. Sin presentirlo aún, todas habían quedado abandonadas a su suerte, mientras que una temible amenaza se cernía sobre ellas. De pronto, le vinieron a la mente un bello rostro pálido, una voz grave y unas hermosas y diestras manos: ¡Hermione! La sabia, la erudita Hermione de Gonvray sabría qué hacer. Era una de las pocas hermanas en las que Alexia confiaba plenamente. Hermione encarnaba la inteligencia, la fuerza de espíritu, la mesura. Se encaminó hacia el
herbarium
cuidando de no resbalarse con la nieve, que se había vuelto compacta y traicionera.

Dominando a duras penas su impaciencia y forzando una sonrisa cómplice, Mary de Baskerville respondió condescendiente:

—Desde luego que no, querida. No estoy cuestionando ni mucho menos el celo con que cuidáis vuestro material. Todas coinciden en reconocer, qué digo, en alabar vuestra esmerada e impecable labor.

La obesa mujer que tenía ante ella, con los puños cerrados y los brazos en jarras, la escudriñó con desconfianza. Su cuerpo olía a almidón caliente. Al llegar a los hombros, su velo caía formando dos tiesos ángulos rectos, incapaz de caer con holgura por la gran cantidad de apresto que tenían. En los antebrazos llevaba unas medias mangas de protección, atadas a los codos y a los puños con cordones para así evitar quemarse el hábito con un planchazo demasiado impetuoso. La ayudante ropera demostraba poseer una extraña susceptibilidad incompatible con el humor de por sí cambiante de la apoticaria.

—Sin embargo, acabáis de insinuar que voy dejando mis planchas por los lugares más disparatados. ¡En la iglesia abacial, habrase visto! —soltó la ayudante ofendida.

—No quería decir eso. Es evidente que no he formulado la pregunta de forma apropiada; así pues, probaré de otra diferente: ¿ha desaparecido recientemente alguna plancha de la ropería?

—¡Nones! —lanzó la monja con tono ultrajado—. Para que lo sepáis, hago un recuento todas las noches antes de cerrar con llave el arcón donde se guardan. Yo poseo una llave y la otra está custodiada por nuestra querida hermana cillerera. —Prosiguió enojada—: Por supuesto, puedo volver a contarlas delante de vos si no me creéis.

Mary de Baskerville suspiró decepcionada. Movió la cabeza en señal de negación e hizo un último intento:

—¿Existen más planchas en otros edificios, hermana?

A tenor de la encolerizada mirada de la ayudante, comprendió que acababa de cometer otra torpeza.

—¿Y por qué razón tendría que haberlas, si se puede saber? —escupió la rolliza mujer de olor a almidón caliente—. ¡Solo existe una ropería y yo me encargo de supervisarla! Yo recibo toda la ropa blanca y la anoto en mi registro. Luego se lava y se seca. Después, las sirvientes laicas que me asisten y yo misma la planchamos antes de devolverla y la tachamos del registro, prenda por prenda, para que no haya ningún problema. Una organización perfecta de la que nadie ha tenido la más mínima queja —añadió con tono belicoso.

—La felicito —repuso irónica Mary de Baskerville antes de dejar allí plantada a la ayudante ropera, que la sacaba de quicio.

Hermione se encontraba escribiendo sus reflexiones en un gran diario cuando Alexia de Nilanay irrumpió en el
herbarium
. Su cuero cabelludo estaba empapado del sudor de la carrera, pese al intenso frío reinante afuera. Debatiéndose entre mil y un preámbulos, a cual más torpe, Alexia soltó a quemarropa:

—Corremos un gran peligro… Aisladas del mundo por la nieve… No sé qué hacer… La historia es descabellada, pero por desgracia creo que es cierta.

Other books

The Insect Farm by Stuart Prebble
Voices by Ursula K. le Guin
Out of Whack by Jeff Strand
Portnoy's Complaint by Philip Roth
Undeniable by Doreen Orsini
The Broken Man by Josephine Cox
Tower of Terror by Don Pendleton, Stivers, Dick