—Vuestro prestigio ha llegado hasta este rincón del mundo, señor. He de confesaros, con toda honestidad, que vuestra llegada me libera de la pesada carga que llevo sobre los hombros. Somos una congregación pequeña donde apenas ocurre nada. No creo recordar percance alguno en el pasado que haya alterado la monotonía de nuestros días. —Ahogó una sonrisa triste y precisó—: Imagínese, el simple hecho de que dos monjes se hayan aventurado a fugarse de nuestros muros ya constituye una descabellada extravagancia. Pero lo otro…
—¿Qué es eso otro exactamente? —preguntó el señor de Villanueva con amabilidad.
—¿Qué os han contado de esta siniestra historia?
—Que uno de vuestros hijos, un antiguo iluminador y copista, un tal Henri, había malvendido su alma a cambio de la vida de su joven hermano Gilbert con el propósito de obtener la vida eterna y la restitución del virtuosismo de su mano deformada por la vejez.
—Admirable resumen del resultado de nuestros interrogatorios. Henri comenzó por negarlo todo, como probablemente ya sabréis. La amenaza del Santo Oficio lo aterrorizó, al menos eso creemos, a no ser que sus confesiones únicamente sean el fruto del delirio senil.
—¿Y cómo es eso?
—¡Ah, señor! No interpretéis mal mis palabras, aunque… por supuesto, todos sabemos que el mal ronda a los buenos cristianos para tentarlos y apartarlos de la santa fe. Todos temblamos ante la evocación de los casos de posesión; sin embargo…
Arnaldo de Villanueva comprendió que el pobre abad medía sus palabras por temor a contravenir las teorías defendidas por la Iglesia. La incredulidad o el espíritu crítico solo debían manifestarse con gran discreción, o mejor aún, en la intimidad. Le echó una mano al religioso, que se estaba enmarañando en su propia prudencia.
—Con todo, un gran número de brujos o adoradores del diablo que acaban en la hoguera después de haberlos hecho confesar mediante el tormento inquisitorial, no son más que personas que intentaron escapar de las insufribles torturas infligidas, o bien pobres ignorantes engañados por sus propias sandeces.
—No sabéis el alivio que me produce vuestra comprensión, señor —admitió Jacques de Liège—. Hacéis honor a vuestra intachable fama de erudito.
—Soy científico. Creo en lo que se demuestra, se verifica y se reproduce.
—¿Habéis… podido constatar con vuestros propios ojos la presencia del diablo?
Ahora fue Arnaldo de Villanueva quien lanzó un hondo suspiro. Había escenas grabadas a fuego en su memoria.
—De los centenares de casos de posesión que me han asignado, o mejor dicho impuesto, únicamente en dos ocasiones. Los demás tan solo eran unos pobres enajenados. Uno de mis más ilustres predecesores, Razés
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, demostró ejemplarmente que los espasmos, convulsiones y dolores de cabeza no guardan relación alguna con la posesión demoníaca. Volviendo a mis dos casos, ambos individuos eran personas totalmente tranquilas y cabales, al menos en apariencia. Seres tan taimados y retorcidos que uno se perdía en el dédalo de falacias y argucias que inventaban a fin de nublaros el juicio. No retrocedían ante la cruz, ni se retorcían de dolor cuando se les rociaba de agua bendita. Todo lo contrario. Incluso detecté en ellos una especie de malsano deleite en resistir las pruebas conocidas por repeler al diablo.
—¿Cómo lograsteis entonces convenceros de su posesión?
—Con vuestro permiso, preferiría no recordarlo. Habladme más bien del comportamiento reciente de fray Henri.
—He estado dándole vueltas a raíz de este espantoso suceso —comenzó el padre Jacques—. Desde que Henri llegó de Jumièges, se mostraba… ¿cómo decirlo?… algo rezongón. No atribuí su actitud a un innato carácter altanero, sino más bien a la enfermedad de la vejez que progresivamente le deformaba las manos y le impedía manejar la pluma. Fue uno de los copistas e iluminadores con más prestigio de nuestra orden, puede que incluso de toda la cristiandad. Era igualmente un excelente rubriquista
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. Es muy raro encontrar estos tres talentos reunidos en una misma persona. Lo cierto es que se había encerrado en sí mismo, evitaba mantener un trato cordial con los demás. Pasaba la mayoría de sus días reorganizando nuestra biblioteca y, sobre todo, subrayando la pésima calidad de tal o cual viñeta historiada o letra capitular. Y poseemos, después de todo, algunas obras hermosas. En resumen, su insistencia era tal que algunos de mis hijos acabaron poniéndole un apodo poco caritativo.
—¿Cuál?
—Titivillus.
El señor de Villanueva reprimió una sonrisa. Titivillus, el demonio de los copistas, siempre al acecho de la más nimia errata, encorvado bajo el peso de un gran saco donde guardaba las sílabas olvidadas en la redacción, las cuales contabilizaba con la firme intención de exigir una reparación el día del Juicio Final.
—¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Encerrado en sí mismo hasta que manifestó un afecto de pedagogo por Gilbert, en quien había depositado grandes esperanzas, cual padre deseoso de transmitir sus conocimientos a un hijo. Gilbert anhelaba aprender, contentar a su nuevo maestro, estoy seguro. Por desgracia, no poseía ni el talento ni, sobre todo, la aplicación necesaria para la labor de copista, y mucho menos de iluminador. A mi parecer, Henri sufrió una gran decepción. Hubo un momento en que incluso creí que pudiera guardar rencor a su joven hermano. No fue así, al menos por lo que supe. Más o menos en esa época… ¡Dios mío! He de sopesar mis palabras y ser preciso en mis recuerdos para no induciros a error… Más o menos por aquel entonces, decía, noté un cambio en Henri.
—¿De qué tipo?
—Era casi imperceptible, sutil… Me reprocharía distorsionar involuntariamente mis recuerdos a la luz de las cosas terribles que he sabido de mi antiguo hijo.
—Me seríais de gran ayuda si concretizarais vuestros pensamientos —le alentó el señor de Villanueva.
—Su malhumor parecía haberse… atenuado, no, esa no es la palabra… Quiero decir que de repente era menos convincente. A veces lo sorprendí en los oficios esbozando una sonrisa errante que traicionaba su ausencia o su falta de fervor en la oración. ¿Qué imagen podría usar para expresar mi idea con exactitud? Hubiérase dicho un hombre que acaba de recibir una maravillosa noticia que no quiere que se sepa de ningún modo y que se esfuerza, pues, por actuar como de costumbre.
—Entiendo —declaró el señor de Villanueva asintiendo con la cabeza—. ¿Dónde se encuentra ahora fray Henri?
—Solo el decirlo me parte el corazón: en una de las celdas de nuestro calabozo, a la espera de que el capítulo decida su suerte. Es evidente que Henri debe ser juzgado, de varios cargos, por un tribunal eclesiástico. Se trata de un hombre de Dios y sus delitos revelan una profunda herejía.
—Tenéis razón. Un tribunal del Santo Oficio me parece el más adecuado para juzgar sus faltas, si bien es cierto que… ese tipo de procedimiento nos garantiza total… discreción. Sería altamente perjudicial que la noticia de la herejía de un monje se difundiera —añadió el consejero de Clemente V—. Con vuestro permiso, padre, desearía… entrevistarme con el hermano Henri vis a vis.
Preocupado, el abad preguntó bajando la voz:
—No os confiéis… En fin, los demonios conceden poderes sobrenaturales a los seres que se les someten… Henri, el verdadero Henri, nos ha dejado. Podría resultar peligroso…
—No lo creo. A no ser que me equivoque de medio a medio, pienso que es inofensivo, al menos para mí. No puede seducirme: no temo a la muerte, es una vieja compañera cada vez más presente con el paso de los años. Respecto a sus presumibles poderes, a todas luces Henri no ha satisfecho a su amo. Este último es feroz, despiadado. Abandonó en menos que canta un gallo a vuestro antiguo hijo, le trae sin cuidado. Mirad, estoy convencido de que el diablo se muestra exigente, casi escrupuloso diría yo, respecto a las almas que atrapa. No todas las considera lo bastante buenas. Solo aquellas en las que Dios ha puesto sus ojos le parecen realmente valiosas. De todos modos… ¿quién dice que en verdad nos enfrentemos al diablo?
Un sirviente laico, antorcha en alto, precedía al señor de Villanueva por los peldaños de piedra que descendían a los subterráneos. Iba balizando el pasaje prendiendo las hachas resinosas que jalonaban los muros, sujetas a la pared mediante trabones. El aire estaba infestado del olor acre del moho y el hedor de los residuos en descomposición del canal central que conducía a una lejana fosa de aguas negras. El sirviente abrió la cerradura de una pesada puerta baja y se apartó con un gesto nervioso para dejar paso al anciano médico.
—Os aguardo aquí cerca, mi señor —murmuró asustado tendiéndole la antorcha, reticente a penetrar en la fétida oscuridad de la celda.
La puerta se cerró tras él. El señor de Villanueva se sorprendió solo a medias de la rapidez con que la llave giró al otro lado.
Tomó la precaución de no erguirse de inmediato por temor a golpearse la cabeza con el techo abovedado, demasiado bajo para que un hombre de mediana estatura pudiera estar en pie. Arnaldo de Villanueva giró sobre sí mismo para descubrir, gracias a la alta llama oscilante, aquel lugar de soledad y lobreguez. En el rincón más apartado, en diagonal, distinguió una forma sentada sobre un jergón. A ambos lados de la puerta había un hacha. Las alumbró. Pese a no sentir recelo alguno, decidió conservar la antorcha en la mano.
Inmóvil, fray Henri lo miraba de hito en hito con una extraña intensidad.
—Me llamo Arnaldo de Villanueva —se presentó el sabio.
—¡El catalán! ¡Carape, sí que me he vuelto importante! —se mofó el monje—. Un insignificante copista que merece la visita de tan ilustre personaje. ¡Qué distinción, qué privilegio!
Por un segundo, el señor de Villanueva se preguntó si el miedo era el causante de aquella ironía, incisiva aunque burda, o si, en verdad, el hermano Henri había sido investido de algún poder por un enemigo aterrador y temerario.
Arnaldo de Villanueva respondió, cortés:
—Vuestra bravuconería no me impresiona. No obstante, dudo que os sea de mucha ayuda con los inquisidores.
—No los temo.
—Y sin embargo temblasteis cuando os los mencionaron en vuestros primeros interrogatorios.
Fray Henri se encogió de hombros y admitió:
—Es que entonces aún no había tenido tiempo de sopesar mi situación.
—¿Y ya lo habéis hecho? —preguntó el médico, acercándose unos pasos al prisionero.
—Así es.
Bajo la trémula luz de la vela, Arnaldo de Villanueva atisbó a un anciano de carrillos flácidos, calva prominente y adiposas carnes. No le gustaron los ojos demasiados juntos ni la boca fina y arrogante, excesivamente pequeña para su rostro abotargado.
—¿Y a qué conclusión habéis llegado a través de vuestro… análisis?
—Que sería absurdo por mi parte requemarme la sangre. No me juzguéis irreverente, señor, pero no deseo en absoluto discutir con vos.
Arnaldo de Villanueva entendió que el terror y la desesperación del hermano Henri habían encontrado un antídoto. Había decidido creerse intocable. El único contraataque posible consistía en sacarlo de su error sin más tardar y volver a infundirle un miedo cerval y justificado: el tormento inquisitorial al que seguro sería sometido.
—He ahí una falta de prudencia que me extraña —espetó el sabio resoplando—. ¿Cómo? ¿Qué pensáis? ¿Qué ese célebre caballero negro acudirá en vuestra ayuda? Os equivocáis por completo. Le habéis decepcionado: no cumplisteis vuestra parte del inmundo trato que sellasteis. No os lo perdonará. He estado persiguiéndolo durante tanto tiempo que, por desgracia y muy a mi pesar, lo conozco como si llevara mi sangre.
—Poco importa que me perdone.
El seboso monje soltó una carcajada de satisfacción.
—Os estáis engañando vos mismo. No tenéis ni idea de quién es en realidad —arguyó el médico.
—Os lo repito, poco importa.
La pueril suficiencia de fray Henri formaba una tenaz coraza. Debía quebrarla, exponer su vulnerable naturaleza humana. La carne de los hombres es tan inerme al sufrimiento… La carne de los hombres se desangra a raudales púrpuras. Arnaldo conocía bien el refinamiento de ciertas torturas. Había temido sufrirlas él mismo. Con un tono indiferente, las enumeró:
—Según tengo entendido, tras los suplicios habituales, como por ejemplo la garrucha
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, el hierro incandescente o el tormento del agua, los verdugos de la Inquisición se cebarán en vuestras manos. Esa enfermedad que os deforma las articulaciones os duele lo indecible, ¿cierto? Yo también la sufro en una forma más leve. ¡Debe de ser insoportable que los dedos se vayan agarrotando!
El religioso, a su vez, emitió otro resoplido, aunque este impregnado de una innegable agresividad:
—¡No me dais miedo!
Fingiendo una sonrisa de superioridad, Arnaldo de Villanueva se jugó el todo por el todo. Acababa de comprender que, en la soledad del calabozo, fray Henri se había convencido a sí mismo de estar en posesión de algo imprescindible a los ojos de Arnau Amalric, el caballero negro; una moneda de cambio.
—Opino lo contrario. Pensáis tener algo con que presionar a vuestro señor Amalric, con lo que proponerle un nuevo trato. La cruz de Béziers, quizás. Sin duda creéis saber dónde se encuentra. —Arnaldo de Villanueva detectó una ligera crispación en los labios mustios del hermano Henri: había puesto el dedo en la llaga—. Os lo reitero, no lo conocéis. Nuestros investigadores llevan lustros haciendo averiguaciones sobre él, siguiéndole la pista. No tenéis la menor idea del alcance de su poder. Para vos es demasiado tarde. Sabe quién sois, de dónde venís. Ya no os necesita.
—¡Eso es falso! —berreó fray Henri con el rostro desencajado por la rabia—. Él ignora lo que sé. Sin mí, sin lo que he descubierto, no…
El viejo monje se calló de repente. Arnaldo notó su respiración desbocada. Con fingido aplomo, el anciano iluminador retomó la palabra:
—Con todos mis respetos, estáis invadiendo mi tiempo de reflexión, señor. Demos por concluida la conversación, os lo ruego.
Arnaldo de Villanueva no insistió, convencido de que se daría contra un muro de silencio. Poco importaba; tenía lo que había ido a buscar.
Golpeó la imponente puerta con la palma de la mano. Acto seguido, se oyó el deslizamiento metálico de las llaves. Apagó las dos hachas y sentenció sin volverse:
—Dios os juzgará. A fe mía que será implacable.