—Es mucho peor de lo que temíamos —murmuró Frédéric aterrado—. Entonces, ¿qué arma podemos utilizar contra él, cómo podemos contraatacarlo? Tengo el terrible presentimiento de que busca algo. Algo de crucial importancia para él. ¿Cómo se explican si no sus desplazamientos, que no parecen obedecer a lógica alguna?
En efecto, buscaba algo. Arnaldo de Villanueva sabía exactamente el qué y estaba dispuesto a sacrificar su vida para impedir que el enemigo lograra sus fines, ya que en tal caso el mundo se sumiría por siempre jamás en las tinieblas. No obstante, el señor de Villanueva debía ocultar aquel horrible secreto, incluso a sus hermanos, incluso a Frédéric; por el bien de todos ellos. La cruz de Béziers. La cruz de la ignominia y de la perdición, la misma que sufrió el escarnio de presenciar una espeluznante masacre perpetrada en nombre de Dios y de Jesucristo. Sonsacando información a testigos reticentes y descartando las exageraciones —fruto del delirio o de la superstición— que fue recogiendo aquí y allá, Arnaldo de Villanueva encajó paso a paso las piezas desperdigadas de aquel juego mortal.
Recordó a aquella anciana zíngara de tez descolorida que lo abordó a la salida de una taberna, en el sur del reino. Durante todo el tiempo que duró la entrevista, la mujer no soltó su crucifijo, al que besaba a cada momento. Clavando sus ojos negros en Arnaldo con incómoda intensidad, susurró:
—¿Lo estás buscando, verdad? Él está cerca. Mi muerte está cerca. Lo sé, aunque no me da miedo. Pero Dios no me perdonaría que me llevara mi secreto a la tumba. Así que vas a escucharlo, lo quieras o no. Después de esto podré morir en paz.
Él intentó proseguir su camino, pensando que se trataba de una de esas pordioseras desequilibradas que pretendían predecir el futuro a cambio de algunas monedas, pero ella le agarró la manga y farfulló aturullada:
—Averigua dónde está la cruz maldita. Si él se hace con ella, será el fin de todos vosotros. El fin de la luz. Impídeselo. Puedes hacerlo, lo llevas escrito en la frente. Conozco su raza demoníaca. Son los no vivos, los no muertos. Si dejas que se salgan con la suya, acabarán con toda forma de vida. Es a él a quien buscas. Ya llega. Evita que encuentre la cruz de la perdición, pues con ella alcanzará la eternidad verdadera y el poder de ocupar un trono bajo el sol. Por ahora, nada puede durante el día.
Conturbado ante aquellas confidencias que venían a corroborar algunas de sus incipientes intuiciones, Arnaldo de Villanueva intentó retenerla, exigirle más explicaciones, mas ella se liberó con brusquedad y huyó, dejándolo perplejo e inquieto.
Dos días más tarde, los hombres del preboste hallaron el cadáver de la vieja zíngara con la garganta abierta de una certera cuchillada, de oreja a oreja.
Después, el señor de Villanueva obtuvo otros testimonios similares, igual de escalofriantes. Finalmente, tras meses de búsqueda, de interminables lecturas de manuscritos, llegó a una rotunda conclusión: la cruz maldita no era otra que la blandida en la carnicería de Béziers un siglo atrás. Luego desapareció, escapando a la vigilancia de Arnau Amalric, abad de Cîteaux, que sin embargo la había protegido con malsana obsesión.
La cruz de Béziers permitiría a un muerto en vida alcanzar la eternidad, la inmortalidad, y gobernar un reino de luz ponzoñosa que aniquilaría a todo ser vivo. Dios no intervendría directamente. Su Hijo de plata había sido profanado por la sangre de inocentes, por la transgresión de Sus criaturas.
El anciano médico ahuyentó poco a poco el pánico que trataba de apoderarse de él. Debía dar con esa cruz antes que su enemigo. Desde que supo de su existencia y su poder, la buscaba con auténtica desesperación.
—Lo ignoro, mi buen Frédéric —mintió—. De cualquier modo, no debemos atribuir a nuestro enemigo un razonamiento humano. Eso sería un grave error. Sus motivos son impenetrables. No nos alejemos del objetivo, no dispersemos nuestras fuerzas intentando dilucidar sus razones. Únicamente importa una cosa: acabar con él, impedir que haga daño.
—¿Y quién puede ser? ¿El diablo?
La mirada del señor de Villanueva se tornó opaca. Con una voz que no reconocía como suya, osó decir:
—Peor.
Un escalofrío paralizó a Alexia de Nilanay, que comenzó a temblar convulsivamente. La cabeza le daba tantas vueltas que se tambaleó por la habitación hasta dejarse caer rápidamente sobre el pequeño taburete. ¿Peor que el diablo? ¿Cómo imaginar semejante aberración? Era imposible que fuera el mismo diablo. Satanás siempre actuaba por mediación de sus demonios. Su repentino vahído dio paso al terror. ¡Dios bendito!, ¿qué podía hacer ella? Reprimió las ganas de llorar. Por su mente se sucedieron ideas sin pies ni cabeza, imágenes descabelladas. ¿Por qué insistió tanto en abandonar la quietud del castillo de Mortagne? ¿Por qué había vuelto a aquel lugar donde ya experimentó el horror? ¿Por qué se había alejado del amor de su adorado Aimery para encontrarse ahora allí sola, vulnerable? Recordó el rostro desfigurado de aquel gafo animal que intentó asesinar a la madre Plaisance. Los matones de monseñor de Valézan que echaron abajo la puerta de su habitación en la hospedería y ensartaron el cuerpo del señor Malembert. El secuestro, el bosque siniestro y glacial. El cobertizo transformado en alacena adonde la habían empujado maniatada, donde la habían abofeteado con fuerza para acallar sus gritos. En todo el tiempo que pasó encerrada allí, para no volverse loca, se agarró al convencimiento de que él la salvaría. Él, Aimery de Mortagne. De repente, tuvo una certeza tan irrebatible como una revelación. ¡Desde luego! ¡Menuda miedica estúpida! Ella no se merecía a aquel hombre, un caballero de valía, arrojo y honor que no dudaba en poner su vida en peligro mil veces para defender su fe, sus convicciones, a sus seres queridos o a sus sirvientes. Una cobarde, una miedosa, eso es lo que era. Tenía que ser digna de él; reponerse; reaccionar.
La especie de letargo dañino que la inmovilizaba desapareció. Debía poner sobre aviso a la abadesa de lo que se estaba tramando. Antes que nada, debía hacerle llegar un mensaje a Aimery para advertirle del espantoso descubrimiento que acababa de hacer.
Marie-Lys, una de las religiosas enfermeras a quien Plaisance había encargado el cuidado y bienestar de la hermana Balencourt, la antigua priora del claustro de La Madeleine, entró como una exhalación en la iglesia abacial, con el rostro desencajado. Adèle Grosparmi fue a su encuentro.
—Querida, parecéis tener el corazón encogido —se alarmó.
—Las palabras se me quedan cortas, querida Adèle —balbuceó Marie-Lys—. Mélisende de Balencourt está sufriendo una crisis. Una crisis de insólita virulencia. Han hecho falta tres enfermeras para poder atarla a la cama. Ha mordido a una de ellas hasta hacerla sangrar. Está gritando como una posesa y reclama la presencia de su hermana Élodie, de nuestra amada madre, vamos. No sé qué hacer. Está vociferando, consigue levantarse a pesar de las correas y ya se ha desollado la piel de las piernas. He de confesar, con gran vergüenza, que me asusta. Apenas me atrevo a acercarme a su cama.
—Subamos a avisar a nuestra madre. Ella es la única que puede calmarla.
Las dos mujeres subieron aprisa la escalera, saltando los escalones de cuatro en cuatro, hasta el despacho de la abadesa.
Cuando Plaisance de Champlois vio el semblante despavorido de Marie-Lys, murmuró:
—¿Mélisende?
—Madre, la locura la ha poseído de tal modo que va a herirse de gravedad o a hacer daño a alguna de nosotras. Os lo suplico, venid. Ella os… En fin, reclama a su hermana pequeña.
Plaisance se levantó con determinación. Cogió su pelerina forrada de piel y siguió a ambas mujeres pisándoles los talones.
Los bramidos de la hermana Balencourt ya se escuchaban desde los jardines de la enfermería. Plaisance se adentró en el pasillo, apretando el paso. Dos monjas enfermeras, aterrorizadas, aguardaban junto a la puerta de la habitación de la antigua priora. La abadesa hizo un gesto para que se apartaran y ordenó:
—Entraré sola.
—¡Madre! —gimió Adèle, que acababa de alcanzarla—. ¡Eso es una imprudencia!
—Está fuera de sí, iracunda —le replicó Marie-Lys—. Permitid que os acompañemos.
—No. Si necesitara vuestra ayuda, os la pediría. A su hermana Élodie no le hará daño. La asfixió por amor. Es ese amor el que le hizo perder la cabeza.
Marie-Lys sintió una efímera desesperanza al reparar en que nunca podría igualar la inteligencia, la abnegación y la compasión de aquella joven que dirigía sus vidas. No obstante, hacía lo imposible por conseguirlo prodigando cuidados sin descanso, velando a los agonizantes con toda la piedad de la que era capaz, aplicando todos sus conocimientos.
Cuando Plaisance corrió el cerrojo de la pesada puerta que protegía a la priora Balencourt del resto del mundo y, sobre todo, de ella misma, el olor que ya conocía tan bien le oprimió la garganta. Entendió que jamás podría olvidar la fetidez de la decadencia humana, una mezcla de sudor, excrementos hediondos, orina pestilente y el denso tufo de un miedo abyecto. El olor del miedo se había vuelto familiar, un obstinado compañero.
Temblando por la demencia, con el rostro crispado de terror y el cuerpo arqueado pese al correaje que la mantenía tendida en su cama, Mélisende de Balencourt berreaba sin cesar, sin apenas resuello entre grito y grito. No eran gritos, sino llamadas de socorro, quizás de ayuda pidiendo su liberación. Plaisance rezó, rogando fervientemente por que su mente se abstrajera, una abstracción que le hacía olvidar la supina locura de aquella mujer a la que nunca apreció, una abstracción que le permitía ver a aquella criatura humana como a una enferma a la que debía consolar, apaciguar, reconfortar. Al fin pudo abstraerse. El hedor desapareció.
—¿Mélisende? Soy Élodie.
Los alaridos cesaron al instante. Una súbita sonrisa de felicidad se trazó en el pequeño rostro consumido y ceniciento.
—¡Ay, querida… no venías! Tenía tanto miedo… Por ti. Ángel mío… si llegara a ocurrirte algo malo, no me lo perdonaría. Un beso, mi pequeña hermana, dame un beso. No sé por qué estas tontas me atan de este modo. Ni que fuera un animal salvaje. Y no es que sean malas, solo tontas, tontas de remate.
—Lo hacen para que no te hieras, querida —dijo Plaisance con voz queda, acercándose a la pequeña cama empapada de orina.
—Estas ligaduras me cortan la piel. ¿No puedes quitármelas o, al menos, aflojarlas?
Plaisance se sentó en la cama. Rozó con sus labios la frente febril, la piel húmeda y sin embargo desecada como un pergamino. Le vino una frase a la memoria: «Dios camina a tu lado, hermana mía, porque nada que venga de Él te amedrenta». ¿Cuál de los contrahechos la habría pronunciado? No lo sabía. También Mélisende era obra de Dios. Deshizo las ataduras de sus muñecas, tobillos y muslos. El cuerpo descarnado se incorporó con una agilidad sorprendente. La hermana Balencourt rodeó con sus brazos a Élodie y balbuceó:
—Querida, querida mía… Dios me ha distinguido al otorgarme un ángel como hermana.
De repente, el abrazo se cerró cual tenaza, a tal punto que Plaisance emitió un gemido, aunque no se resistió. Esperó, por más que se estuviera quedando sin respiración.
Con un tono grave, tan diferente al habitual que la abadesa apenas sí lo reconoció, Mélisende le susurró al oído:
—Parte, ángel mío. Parte tan rápido como puedas. Huye de este lugar. Ya viene, está a las puertas. Lo noto. Hiede a carroña. No te preocupes por mí, huye. Aún estás a tiempo. ¡Huye te digo! En breve irrumpirá aquí. Nada lo detendrá. Lo conozco. Hace lustros que lo repelo. —Soltó una carcajada y, con la saliva deslizándosele por la comisura de los labios, bufó—: ¡Sucia chusma! ¡A mí no puede hacerme nada! ¡Arremeterá contra ti, para castigarme! Pero yo te protegeré. Siempre.
Plaisance tuvo la aterradora certeza de que los extravagantes desvaríos de aquella insensata escondían una insoslayable verdad.
—¿Quién? ¿A quién te refieres, querida? ¿Quién querría hacerme daño para vengarse de tu rechazo?
—¡Él, el mal! Huye, ángel mío. No temas por dejarme aquí. Te lo garantizo: nada puede contra mí. Saber que estás a salvo me da fuerzas.
Resistiendo las ganas de levantarse y salir corriendo de aquella habitación, Plaisance acarició la fina pelusa gris que había vuelto a crecer sobre la cabeza rapada de la hermana Balencourt. La antigua priora se deshizo en lágrimas, besando las manos de Plaisance, suplicándole:
—¿Te esconderás para que no pueda encontrarte ni poner los ojos sobre ti? Él odia a los ángeles. Su único fin es destruirlos. Por eso no puede hacerme nada, yo me negué a ser un ángel. Por ti. Para protegerte. ¡Menudo imbécil! —masculló—, maligno como todos los diablos, pero imbécil. No lo sabe; su maldad le ciega. No sabe que uno puede sacrificarse por amor. Yo lo he hecho, por ti. ¡Menudo idiota! ¡Huye!
Sin saber muy bien lo que decía, sintiéndose mal por contribuir a la irreversible locura de la antigua priora, Plaisance respondió con serenidad y dulzura:
—Descansa, querida. No te inquietes. Durmamos un poco, ¿quieres? En efecto, no puede hacer nada. ¿O acaso lo has olvidado? Aunque me extrañaría. No puede atraparme, mis alas son muy robustas. Recuérdalo. Hace mucho tiempo nos llevaron a mí y a ti. Nos protegerán de nuevo. A ti y a mí. Siempre. Nada nos perjudicará, ni él ni nadie. Te lo aseguro. Ninguna villanía, sortilegio u odiosa magia puede hacernos nada. Duerme, querida. Yo velaré tus sueños.
Mélisende de Balencourt lanzó un profundo suspiro de alivio y enterró el rostro en el regazo de la joven abadesa. Sin tardar, su respiración se calmó. Descansaba. Plaisance deseó de todo corazón que sus sueños la llevaran a luminosos jardines poblados de criaturas gráciles y encantadoras, algo que ni ella ni su hermana conocieron nunca. La meció durante unos minutos, convencida de que la hermana Balencourt sentía el cuerpo de Élodie contra el suyo. Finalmente, la besó en el hombro y salió.
Solo cuando la puerta se cerró tras ella, la angustia la invadió.
E
ra una noche clara. Los rodeaba el inquietante silencio de la nieve, únicamente alterado por el ruido de su respiración o, en ocasiones, por el ululato de una lechuza cazando. No se trataba de una mera ausencia de sonidos, sino que la nieve parecía engullir todos los ruidos, apagándolos y acallándolos para siempre.