Algo más tarde, a menos de una legua de allí, mientras el claro día cedía paso gradualmente a la pertinaz noche, Arnau Amalric se detuvo, desmontó de su caballo de un salto y se acercó a la yegua de Jeanne de Signulles.
—Amada mía, he de ausentarme unas horas. Mis dos guardias os conducirán de vuelta sana y salva y yo me reuniré con vos en breve.
Jeanne lo estudió con sus magníficos ojos violáceos, vacuos, y asintió con una sonrisa en los labios. No se le ocurrió ni por un momento preguntarle a su querido amante adónde pensaba ir ni el objeto de su marcha. El júbilo había reemplazado al frío del crepúsculo: iba a reunirse con su hija Aude, a besar su frente ya libre de fiebres.
Arnau Amalric se apeó, ató las riendas del caballo a una rama baja y echó un vistazo en derredor. Mortífero. El paraje parecía la antesala del infierno: el patíbulo. Patéticos esqueletos de lobos se balanceaban en las horcas. Estaban más o menos descompuestos, con la carne picoteada, rojiza sobre el nevado fondo del paisaje, y su piel colgada golpeando los huesos escamondados por los grajos. La muerte flotaba por doquier, acariciando la hierba desecada por el invierno, impregnando cada tronco de árbol. ¿Y qué? ¿Qué se pensaban esas monjitas necias? Todas las criaturas de su Dios debían alimentarse, de una manera u otra. Los lobos atacaban a los corderos extraviados. Luego, tras ser juzgados, morían ahorcados. Los pobres robaban una hogaza de pan. Luego, tras ser juzgados, les cortaban una mano. Los ricos se atiborraban a expensas de los miserables, quienes les besaban los pies. Los desharrapados, agolpados ante las puertas de sus moradas, expectantes día tras día por recibir unas migajas de su generosidad, se mostraban agradecidos cuando uno de los sirvientes les lanzaba rebanadas
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embebidas en jugo de carne o pescado.
¿Qué le ocurría? ¿Por qué preocuparse por los míseros, él, que siempre había sido uno de los seres más poderosos del planeta? En cuanto a la muerte, la había dispensado tantas veces con la bendición de aquellos que se proclamaban hombres de Dios… Entonces, ¿por qué esa extraña y grotesca melancolía, así, de repente? ¿Qué importancia tenía la muerte? Él ya estaba muerto… ¿o no? En el fondo lo ignoraba.
—Quería asegurarme de que, en efecto, erais vos antes de mostrarme.
Al oír la voz, Arnau Amalric se sobresaltó y volvió a ser consciente de la algarabía de aullidos, zumbidos de moscas y relinchos de caballos enloquecidos por la carnicería.
—Urdin. Estaba a punto de marcharme —dijo, sonriendo al hombre lobo con quien se había citado en aquel lugar de desesperanza y muerte.
Su interlocutor no se inclinó; todo un alivio para Arnau Amalric. Ya estaba harto de rastreros que desaparecían ante el más mínimo peligro, ante el menor remordimiento. Aquel hombre, mitad bestia, era de los que llegaban hasta el final. Como él. Nada lo detendría, nada lo doblegaría, salvo el amor. Como a él. Arnau lo supo desde que reparó en él un año antes, en una feria de ganado en Saint-Denis. Los demás, sus compañeros de miseria, los dos enanos y el hombre de doce dedos, no eran más que unos pobres humanos a los que la vida les había jugado una mala pasada. Aquel poseía la alteza de esos seres excepcionales capaces de revolucionar el mundo. Como él. Arnau se le acercó aprovechando que el presentador del circo se había ido a otro carromato, donde una chiquilla rubia predecía el ruin futuro de los curiosos. Ella era otra aberración de la naturaleza; una aberración para quien la luz del día era mortal. Una hermana.
—He de averiguar qué es lo que sabe ese viejo fraile. ¡He de averiguarlo! —repitió Arnau Amalric con creciente desesperación—. He de saber dónde se halla la cruz de Béziers, aquella que me arrebataron hace ya un siglo. Solo ella me proporcionará la auténtica inmortalidad, el poder absoluto.
—¿Y Claire vivirá?
—Te doy mi palabra de honor. Vivirá y podrá exponerse a la plena luz del sol, al igual que yo, al fin.
—Pero ahora no es de noche —repuso Urdin, desconfiado.
Una triste sonrisa estiró los bellos labios del hombre de negro.
—Cierto, mas la luz diurna anula la mayor parte de mis poderes y me convierte en un frágil humano. Odio la debilidad humana, su vulnerabilidad, su miedo. —Cambiando de tema, Arnau Amalric se interesó—: ¿Y ella? Anne, mi bien amada Anne. ¿La has encontrado? Mis espías me han informado de que ha ingresado en el convento de Clairets. Es evidente que está rastreando la misma pista que yo, pues fui tan estúpido como para amarla y confiar en ella. Si en efecto se encuentra en la abadía de Clairets, es que está convencida de poder anticiparse a mí y encontrar allí un indicio que la lleve a la cruz. ¡Zorra asquerosa! Hasta el mismísimo infierno la escupiría asqueado.
—Todavía no he dado con ella, pero es que aún no puedo moverme con libertad. Pronto podré hacerlo.
—Es una víbora de la peor calaña… y mortífera —lo previno el caballero negro.
Urdin apretó sus grandes puños velludos y musitó:
—Yo también.
Arnau Amalric dejó escapar un prolongado suspiro. Fijó su oscura mirada en el hombre lobo y ordenó con suavidad:
—Mátala. No le des ni un segundo o te convencería, te hechizaría y tu alma quedaría condenada. No me decepciones ni me traiciones. Mi venganza sería implacable.
Urdin reprimió una risa y replicó:
—Hace mucho tiempo que no tengo miedo, ¿sabéis por qué? Porque no sirve para nada. Así que no me soltéis ninguna maldita amenaza, mi señor. ¿Qué podríais hacerme que sea peor que lo que ya sufro ahora? ¿Matarme? En mi caso, a lo mejor sería una liberación. —Poniéndose de nuevo serio, Urdin añadió tajante—: Cumplid vuestra parte del trato, mi señor. La vida de Claire. Yo cumpliré la mía sin vacilar, cueste lo que cueste.
A
dèle Grosparmi, la nueva secretaria de Plaisance de Champlois, se asomó por el resquicio de la puerta. La joven abadesa contuvo la involuntaria sonrisa que esbozaba cada vez que su hija se presentaba ante ella. Pequeña y oronda, Adèle tenía un rostro redondo como la luna, unos mofletes rosados y una mirada de perpetuo asombro, como si todo le resultara novedoso. Aunque poseía una vivaz inteligencia y una loable entrega al trabajo, era inusualmente torpe, salvo con la pluma, que manejaba con verdadera destreza. En efecto, para gran consternación de la religiosa, todo parecía escapársele de las manos; mientras que por el contrario, sus hermanas se quedaban embelesadas ante los trazos de su gótica textual
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, su cursiva
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e incluso su carolina
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, las cuales estilaba con un talento artístico. De ahí que en un principio le adjudicaran la labor de copista en el
scriptorium
: así sacaba partido a la habilidad de su diestra, y la vajilla y otros objetos diversos quedaban a salvo de los estropicios que la joven religiosa iba sembrando a su paso. Sin embargo, pronto comprobaron que el
scriptorium
la aburría, la entristecía. Valiéndose de un proverbio laico, «De nada sirve el genio sin entrega», Barbe Masurier, la cillerera, informó a Plaisance. Barbe pensaba que Adèle Grosparmi necesitaba sentirse útil ante sus semejantes, sus coetáneos. Adèle Grosparmi sustituyó, pues, a Bernadine Voisin, a quien la abadesa había ordenado categóricamente que abandonara Clairets al enterarse de su inaceptable traición, sus descaradas calumnias y su flagrante espionaje.
—¿Sí, Adèle?
—Madre, vengo a comunicaros una gran sorpresa y un grato placer para vos, espero.
—Todos los placeres honorables son gratos, hija mía. Dios nos los brinda para que los disfrutemos y alegren nuestras vidas.
—Soy del mismo parecer —asintió Adèle, apretando los labios con un gesto grave. Tras alisar su hábito e inspirar profundamente, anunció con una pizca de teatralidad—: La señora de Nilanay, nuestra hermana… Bueno, en realidad no es nuestra hermana… Marie-Gillette, vamos, o mejor dicho, Alexia, se encuentra abajo, en mi despacho. Solicita vuestra hospitalidad por algún tiempo a cambio de la suma que tengáis a bien fijar en concepto de pensión.
—¿Cómo? —preguntó Plaisance asombrada al tiempo que se levantaba.
La noticia la llenaba de gozo. Alexia de Nilanay, pese a la decepción que le había producido al hacerse pasar por bernarda para escapar de los asesinos de su amante español
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, constituía uno de los recuerdos más entrañables de su corta vida. El carácter vivaracho de la joven, así como su cortés insolencia, habían divertido en numerosas ocasiones a Plaisance de Champlois, quien tuvo que hacer no pocos esfuerzos para conservar un semblante reprobador cuando la amonestaba. De repente, una sombra eclipsó la felicidad del reencuentro. ¿Por qué la señora de Nilanay solicitaba hospedaje? El conde de Mortagne había manifestado abiertamente el sincero… aprecio que le profesaba. Con toda seguridad, debía de ser una de las invitadas más mimadas del castillo.
—¿A qué espera? Hágala pasar, por favor, Adèle. En efecto, es una gran alegría volver a verla. Tenga la amabilidad, hija mía, de pedir que traigan dos gubiletes de infusión y de enviar a un ayudante de cocina a encender la chimenea de mi despacho. La señora de Nilanay vuelve a formar parte del siglo y estará ahora acostumbrada a ciertas atenciones y comodidades de las que no querría privarla. ¡Hace un frío que corta el aliento!
Apenas había transcurrido un año desde la marcha de Alexia, y sin embargo Plaisance de Champlois tenía la sensación de no haberla visto en siglos. La radiante joven sentada frente a ella, ataviada con sobria elegancia, parecía compartir esa clase de apuro que se instala entre dos personas cuando desde su último encuentro han acaecido múltiples sucesos. Unos prolongados silencios intercalaban su anodina conversación.
—En su última misiva, el conde me tranquilizó contándome que os estabais recuperando felizmente de las terribles desgracias que debisteis afrontar —comentó Plaisance, incapaz de encontrar otro tema de conversación menos inoportuno.
—Una recuperación facilitada por la amistad que el conde y sus allegados me dispensan —precisó Alexia—. Con todo, madre, sería una falta de consideración por mi parte evocar mis terribles desgracias cuando tantos otros fenecieron. Como el pobre señor Malembert, muerto al intentar defenderme. Su deceso ha apenado sobremanera al conde. Vos incluso, a quien a punto estuvieron de asesinar ante mis ojos… Y mientras el pánico y mi imperdonable inercia me paralizaban, vos parecíais tan entera, tan dueña de vos misma… Mi aventura va ligada a la del resto, la de todos nosotros.
Con la mirada clavada en el raquítico fuego cuyo exiguo calor apenas sí notaban, Alexia de Nilanay parecía reflexionar:
—Madre, una desconcertante transformación se ha operado en mí, una metamorfosis, para ser más precisa, a la que vos habéis contribuido en gran medida; por ello os debo mi gratitud. Mis antiguas hermanas también han influido, al igual que los aciagos acontecimientos de los últimos meses.
—¿Una metamorfosis? —repitió la abadesa.
—La ligereza, la frivolidad de mis años jóvenes ya no me atraen. Ese sentimiento egoísta, aunque harto conveniente, de ser el centro del universo se ha disipado. Y con él una sensación que no acertaba a describir: la de estar sola conmigo misma. No descubrí el alcance de mi soledad pasada hasta que otros seres me llegaron al alma.
Plaisance de Champlois reprimió una sonrisa. Ella había experimentado lo mismo al llegar a Clairets con seis años, al conocer a la madre Normilly.
—Con bastante frecuencia ese es el efecto que produce el amor por el prójimo.
—Cierto —asintió Alexia luchando contra una desvaída tristeza—. Aunque tal sentimiento provoque una repentina vulnerabilidad.
—Hija mía, ¿acaso podríamos ser fuertes si no nos sintiéramos alguna vez vulnerables?
La reflexión de la abadesa fue aplaudida con una carcajada. Por un momento, Plaisance reconoció en Alexia la chispeante vitalidad de Marie-Gillette d’Andremont.
—¡Oh madre, cómo he echado de menos estas conversaciones con vos! ¿De dónde os viene ese don para leer los corazones?
—Del corazón de los demás, por supuesto. —Plaisance osó al fin hacer la pregunta que retenía desde el inicio de la plática—: ¿Os encontráis bien, hija mía? ¿Bien de verdad? Vuestra petición, si bien me llena de gozo, me sorprende. ¿Deseáis alojaros aquí? ¿Por qué imperiosa razón? El castillo de Mortagne debe de ofrecer muchas más comodidades que nuestra voluntaria austeridad.
Una sombra oscureció los hermosos ojos azules con forma de almendra.
—He de meditar, madre. Con todo mi ser y con plena consciencia, con todo el corazón también, y no puedo hacerlo en su presencia.
Plaisance entendió enseguida que se estaba refiriendo al conde de Mortagne. Aguardó. El silencio volvió a reinar, como si Alexia no hallara las palabras justas.
—Todo se ha precipitado hasta perder sentido. ¿No veis una mordaz ironía en la forma en que la vida se encarga de bajarnos los humos, de refregarnos la nariz en nuestros errores? Imaginaos, los años vividos entre los muros de Clairets eran antes para mí una muerte en vida: todo me parecía inerte. Ansiaba experimentar de nuevo la agitación del mundo exterior, con sus contratiempos y aventuras. En resumen, el tiempo se me hacía insoportablemente eterno, una suerte de inocua agonía. Después, por el contrario, todo se aceleró y enmarañó de tal manera que ahora me pierdo en la incertidumbre y la angustia.
Plaisance, al intuir que Alexia no encontraría por sí misma el modo de explicar la naturaleza de su desasosiego, intentó ayudarla:
—¿Acaso el señor de Mortagne no os… agrada tanto como yo tenía entendido?
Alexia de Nilanay cerró los párpados y alzó el rostro hacia el bajo techo.
—Con delirio. Salta a la vista.
—No tuve la impresión de que él intentara atemperar su afecto por vos, sino todo lo contrario: su terror al saberos en peligro, su presteza y audacia al socorreros… Todo señalaba a un hombre profundamente enamorado.
—Estoy tan segura de sus sentimientos como de los míos —murmuró Alexia—. El señor de Mortagne me ha pedido que nos desposemos.
Algo confusa, la abadesa inquirió con dulzura:
—Pero en tal caso… ¿qué os motiva este deseo de retiro, esta tristeza que detecto en vos?
—Es un hombre de gran valía, excepcional, y se merece lo mejor. Entended, madre, no estoy segura, ni de lejos, de estar hecha de su misma madera. Me alejé del recto camino, embauqué, me dejé amar con suficiencia, sin preocuparme por amar. ¿He aprendido lo bastante desde entonces? ¿En verdad he cambiado? ¿Estoy a la altura de lo que el señor de Mortagne puede esperar legítimamente de una esposa? Me hallo en un mar de dudas y el miedo se apodera de mí. He de aclarar mis ideas y no puedo hacerlo con él a mi lado, porque entonces todo se enturbia, la cabeza me da vueltas y la razón se desvanece.