La ciudad al final del tiempo (58 page)

Read La ciudad al final del tiempo Online

Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
12.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Algunos de sus pensamientos mientras realizaba el extraño viaje estuvieron dedicados a las protestas de una joven racional y práctica que le decía que abandonar el almacén era peor que el suicidio… pero que también le decía que nada de esto podía ser real. En el mundo roto, plano y apático de Término —una delgada capa de pintura entre vida y perdición— debía haber una respuesta a la locura, una forma de huir, una puerta o escotilla por la que pudiese pasar y llegar al sol real, a la noche real, a caminar bajo estrellas reales, una luna real…

Sueño real, sueños normales. Y una ciudad real, no este montón destrozado.

Pero entonces dejó de mirar los pies y echó un vistazo alrededor. Ya no estaba en la ciudad. El aire marrón y gris se teñía de rojo por el ascenso de un arco llameante… aparentemente lo que quedaba del sol, envuelto alrededor de un disco ceniciento. Venía acompañado de estruendos graves y temblores bajo sus zapatos, la misma tierra negra rebelándose contra lo que ahora pasaba por el día.

Y en la distancia vio la fantasmal indicación indirecta de un rayo barredor, no exactamente un foco sino más bien la hoja de una inmensa espada que cortaba el cielo.

Sé lo que es. El Testigo
.

Lo que la obligó a detenerse. Se descubrió retorciéndose las manos, un gesto de cuento del que nunca se había creído capaz. Pero obtenía algo de solaz en el movimiento repetitivo y la presión de sus dedos fuertes y doblados.

Frunció más el ceño, arrugas y pliegues creciendo por frente y mejillas hasta que pareció una mujer muy mayor. El aire parecía estar envejeciéndola. Término podría estar recortándola, cercenando abruptamente su línea de mundo como una adusta y silenciosa Norna.

Podía estar pasando cualquier cosa.

Y por tanto tenía que seguir andando.

En medio del tejado la puerta se abrió de golpe. Ellen le dio otra patada a la puerta al verla retroceder. Luego salió entre los palés de madera.

—¡Dejamos de vigilarla sólo un momento…! —gritó, y se detuvo, tomó aliento y levantó la mano para protegerse los ojos del resplandor auroral.

Jack no dijo nada, sino que se echó a correr por el camino de madera hasta la puerta. Sus hombros rebotaron en las paredes al echarse escaleras abajo como un mono.

Daniel le siguió, más lento. Intentando encontrar una ventaja, pensó en la mujer con cierto reproche. Ellen le miró fijamente cuando pasó a su lado. Se concentró en su cara… no quería ver más de lo que fuese necesario del cielo y el paisaje.

—¿La chica se fue? —preguntó Daniel.

Ellen tenía el rostro blanco por la conmoción acumulada y ahora esto. Cruzó los brazos con fuerza y asintió.

—Se suponía que la protegeríamos.

—Saldremos a buscarla —dijo Daniel—. De todas formas, este lugar no va a durar mucho más.

80

Centro

Las brujas no daban con ninguna calle que reconociesen.

Toda la zona centro había sido fracturada y luego lanzada al aire para caer en una cronología revuelta. Las únicas estructuras que parecían familiares eran las librerías, algunas cerradas desde hacía décadas, que una vez más presentaban carteles desvaídos a las calles vacías; pero sus interiores estaban desiertos, vacío tanto de lectores como de libros.

Agazutta, Farrah y Miriam se movían en grupo compacto, intercambiando en voz baja chistes sin gracia —la última forma de darse ánimos que se les ocurría—, pero eran incapaces de ocultar el temor que sentían al presenciar el horrible estado de la que había sido su hermosa ciudad.

—Nunca imaginé que sería así. Creía que me moriría en la cama —dijo Miriam.

—¿Sola y sin amor? —Agazutta adoptó una expresión irónica—. Quizás esto sea mejor.

—Habla por ti —dijo Miriam.

—Siempre lo he hecho.

—Chicas. —Farrah las empujó para doblar una esquina gris e irregular—. Estamos en la Quinta Avenida.

—Dios mío, ¿tan lejos hemos caminado? —preguntó Miriam.

—No estoy segura del significado que tiene ahora lejos —dijo Agazutta.

Se quedaron quietas un momento, la brisa polvorienta enfriándolas como una mano suave y muerta.

—Eso es el norte, creo —decidió Farrah. Se limpió la arenilla de los ojos e incrementó el fruncimiento. ¿Ahora qué?

—Reconozco algo de las manzanas de ahí —dijo Miriam—. Es la biblioteca central.

—¿No hemos tenido libros de sobra? —dijo Farrah.

Miriam dijo:

—Creo que han sido nuestros libritos verdes los que nos han permitido llegar hasta aquí. Quizá podamos llegar al piso superior y orientarnos.

—Yo digo que vayamos al este, por ahí —dijo Farrah señalando—. Creo que eso sigue siendo el este. La autopista no está lejos, si sigue en su sitio.

—Mi casa estaría al norte —dijo Agazutta.

—No sé si podremos —dijo Miriam—. Está haciendo mucho frío. —Se alzó el cuello del adecuado abrigo gris de lana… del tipo que en Seattle se llevaba durante muchas estaciones.

Agazutta se volvió hacia una ventana recubierta encajada en la pared junto a ella, su marco roto, negro total tras el cristal cubierto de polvo. Había marcas de palmas y dedos en el polvo, como si la gente hubiese caminado con las manos, tocando las paredes, la ventana, cualquier cosa sólida para guiarse a través de la lobreguez… antes de que ellos mismos desapareciesen.

Miró al vidrio y comprendió que el reflejo que le devolvía la mirada era otra cara diferente por completo, que no era la suya… y tampoco estaba feliz. Dando un gritito, se echó atrás y el rostro desapareció.

Al sudoeste, alrededor del almacén de Bidewell, parecía reunirse un pilar de nubes giratorias, emitiendo un tenue silbido de caliope… la voz de una madre demente cantándole a sus hijos.

—Vayamos por esta calle —dijo Farrah—. Nos vale cualquier lugar, incluso una biblioteca.

Recorrieron los restos frágiles, que se hundían bajo los zapatos como merengue quemado, en la dirección que había sido norte; hacia la gran biblioteca.

Por dentro, la biblioteca estaba asombrosamente intacta… desierta, pero apenas tocada por los cambios producidos más allá de sus altas y escalonadas paredes de vidrio y aluminio. El silencio llenaba el vestíbulo y las escaleras que llevaban a los pisos superiores… el silencio de la ausencia.

Agazutta se apoyó en una mesa y tosió en el pañuelo.

—Ahí fuera acabaremos con pulmones de minero.

—El polvo del tiempo —dijo Miriam, y metió la mano en el bolso para sacar su libro. Lo levantó, mostrándoselo a las otras brujas.

Las demás sacaron sus libros: los que Bidewell les había dado años antes, cuando empezaron a trabajar para él.

—Los libros son especiales —dijo Miriam—. Significan algo más allá de cualquier valor que yo les haya asignado nunca. No es que no adore los libros. Quiero decir, mirad este lugar… casi inmaculado.

Agazutta se esforzó con el cierre metálico de su libro, pero Farrah alargó la mano y la detuvo. Lanzando un suspiro, Agazutta se lo volvió a guardar.

—La protección que puedan dar los libros no pareció cambiar las cosas para la gente que trabajaba aquí.

—Quizá se fueron —dijo Miriam dubitativa.

—Odiaría pensar que somos tan especiales —dijo Farrah, y cuando las otras le miraron, confundidas o irritadas, añadió con timidez muy poco habitual—: no quiero ser la última de nada… sobre todo la última vieja.

—¿Qué significa viejo en este lugar? —dijo Agazutta.

—Quiero estar en mi clínica —dijo Miriam.

—El tiempo se ha terminado, excepto para nosotras —dijo Farrah con gravedad. Señaló las altas y anchas ventanas. Se estaban cubriendo de hielo, escarcha negra y cristalina extendiéndose como una sombra fría.

Farrah había llegado al otro lado del mostrador de información y sostenía un grueso volumen de la
Historia Cambridge del mundo antiguo
. Lo abrió y pasó las páginas. Un fluido plateado y oscuro se vertió alrededor de sus pies y formó un charco reluciente. Miriam se inclinó para examinar el líquido… lo tocó con los dedos, lo levantó. Las puntas estaban cubiertas por una iridiscencia oscura, arco iris alfabéticos… palabras hematites.

—Vaya —dijo Agazutta, y se alejó de los escalones más cercanos.

En el ascensor, un espeso líquido oscuro surgió por el espacio entre las puertas, mientras otro flujo más intenso descendía en cascada por los escalones. Las mujeres se retiraron.

Las corrientes se juntaron en el suelo de cemento.

Tras el mostrador, Farrah hizo salir las últimas gotas del libro de historia, para luego sostenerlo. Bajo la luz, las páginas estaban tan blancas como la nieve virgen.

La expresión de Miriam pasó del asombro a la resignación —casi a la comprensión—, pero luego manifestó una aceptación firme.

—Déjalo cerrado —advirtió—. Bidewell lo ha dicho continuamente. Sin lectores, los libros son impredecibles.

—Esperan nuevos personajes y nuevas historias —dijo Agazutta.


¿Nosotras?
—preguntó Farrah con una voz tan asustada y tan dulce como la de una niña.

—No, querida —dijo Miriam—. Nunca hemos sido muy importantes.

Pero Farrah había colocado el libro sobre el mostrador y, como una bibliotecaria, pasaba la palma sobre las páginas en blanco para presionarlas. A su toque, las letras regresaban, en apariencia aleatoriamente, ilegibles… historias embrionarias esperando a ser. Era eso lo que le había dulcificado la voz.

—¿Estás segura?

—Oh, vaya —dijo Miriam.

81

Ginny

Ginny tropezó al subir una cresta baja de piedra ennegrecida y luego, más allá, vio una gruesa corriente de algo iridiscente deslizándose hacia ella, para luego girar a la derecha, fluyendo colina arriba, no hacia abajo. Bordearía la curva para evitar atravesar el fluido… fuera lo que fuese.

No había traído mucha agua de verdad. Sólo una botella de un cuarto que daba golpes en la mochila. No tenía sed y tampoco se sentía cansada o con hambre. Parecían haber pasado apenas unos minutos pero debía de haber recorrido muchos kilómetros.

En este momento una parte práctica de su mente planteó una pregunta importante, y Ginny se preguntó por qué no se le había ocurrido antes: ¿qué la guiaba?

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y tocó la piedra, la sintió dar vueltas en sus dedos… una nueva libertad. Pero en cuanto intentó colocarla atrás, incluso dentro de los estrechos confines del bolsillo, se resistió.

Tenía una tendencia, una preferencia.

Tiraba en la misma dirección que ella caminaba.

—Yo soy la piedra, la piedra soy yo —cantó Ginny con un susurro ronco, y sintió una forma de tranquilidad, un contrapeso a su miedo.

El arco flamígero volvió a pasar del horizonte. Apartó la vista del anticielo para evitar que le doliesen los ojos. Luego se le ocurrió y lanzó un grititos. Había abandonado el último lugar de la Tierra que todavía no era parte del sueño horrible.

Camino hacia el Caos de Tiadba. ¿Dónde está su ciudad?

¿Dónde está el Kalpa?

Sosteniendo la piedra, las palabras entraron en su mente —muy familiar esa voz que nunca había escuchado pero que había conocido tan íntimamente— despertando el conocimiento para el que siempre había sido creada.

Estás aquí
.

Estás en su corazón
.

Encuéntrame
.

Encuentra a tu hermana
.

82

El almacén verde

En la pequeña zona de almacenamiento, rodeados por cajas de cartón caídas y montones de cajones rotos, Glaucous yacía tendido en el estrecho catre, pensando en todo lo que había visto y hecho, todo lo que había enjaulado y a lo que había dado fin. Pájaros vendidos o lanzados a las ratas; niños entregados por docenas a la Princesa de Caliza.

A la larga, desde la perspectiva sin duda estelar de alguien como la Señora, no importaba nada. No se sentía exactamente culpable, sino más bien desequilibrado. No aspiraba a comprender… era posible que Daniel comprendiese un poco de lo que sucedía en el exterior, pero a Glaucous le preocupaba ser demasiado viejo, ser en exceso un fósil viviente. Más de un siglo atrás, su intelecto había sido afilado para dejar un borde preciso, que luego el uso continuo había dejado romo de nuevo. Podía fabricar una simulación de inteligencia, invocar un patrón de comportamiento en respuesta a un desafío más o menos familiar…

Pero no en este caso. Éste era un juego para jóvenes. Él sólo podía contribuir con lo que ya en tantas ocasiones anteriores había añadido a la mezcla: la neblina de la promesa, el veneno de las mentiras.

Cuando los tres quedaron aislados en las habitaciones traseras de Bidewell, había
sentido
algo que recorría el edificio, como una brisa sutil… suponía que la propia Mnemosina. Durante un momento su memoria se agudizó, se ordenó. La sensación opuesta a tener cerca al Torbellino del Diablo, la Reina de Blanco.

Movió los labios. Con su voz más baja intentó recordar su historia de forma diferente, contar la historia de un niño al que habían tratado bien: no era que tuviese de todo, pero al que habían educado para tener éxito y no para la servidumbre, manos expertas dando forma, con firmeza pero también con ternura, a su potencial… educando las buenas tendencias, desanimando las malas…

Madurando para tener una vida normal. Una mujer guapa pero agradable podría haberle aceptado como esposo. Podría haber tenido un hijo que él… ellos protegerían y jamás, nunca jamás, les entregarían a
ella
. No podía imaginarse el amor, no después de tantos años, pero podía invocar una imagen vaga de respeto y comprensión mutua.

Apretó los dientes, se levantó y se puso la chaqueta.

La puerta se abrió.

Daniel y Jack aparecieron bajo la luz gris.

—La chica se ha ido —dijo Daniel. Tras ellos, el hielo crecía sobre las cajas y cajones, contra paredes y techo. Cerca del suelo de cemento el hielo se manchaba lentamente de negro.

—Ah —dijo Glaucous, con la cabeza inclinada, los ojos simples ranuras. Se frotó las manos contra el frío. Estaba acostumbrado a moverse en la oscuridad.

—No la encontramos —dijo Jack. Glaucous observó la cara del muchacho y sólo encontró emoción nerviosa. Una niebla de promesa. Él uniría a esos dos. Se volverían como hermanos. Su última contribución al juego… perversamente, la creación de un lazo de confianza.

—Oí que tres de las mujeres se iban —dijo Glaucous—. ¿Dónde está la cuarta? —
Se quedó aquí por ti, Jack. ¿Te importa?

Other books

Dead Life Book 5 by D Harrison Schleicher
Undercover Genius by Rice, Patricia
Thinking of You by Jill Mansell
Salt by Jeremy Page
Black Widow by Nikki Turner
The Martin Duberman Reader by Martin Duberman