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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (56 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Creyó estar en una sala grande rodeada de estantes de libros, dos o tres veces más altos que los estantes en los Niveles superiores. Vio a cuatro mujeres… para sus estándares eran mujeres grandes, pero quién era ella para juzgar. Ella era pequeña… ellas eran grandes. Se movían a su alrededor, hablando entre ellas… muy preocupadas.

Abandonó el trance con un jadeo y alzó la vista para ver a Pahtun sacando trozos de armadura de las ramas giratorias en el centro del emparrado y montando sus nuevos trajes. Los colocó de pie y unió miembros a los troncos empleando una pequeña esfera que sostenía con su dedo flor. A través de los labios expulsaba aire siguiendo una sucesión musical de notas, que Tiadba no habría considerado una tonada. Observado, terminó lo que hacía y le guiñó un ojo para luego tocarse la nariz. Pero parecía preocupado… si ella podía leer las expresiones empleadas por los Alzados.

A medida que los otros se congregaban junto a los trajes recién montados, Pahtun —tan parecido a su tocayo que decidió que no podía detectar ninguna diferencia, excepto las manchas y la apariencia harapienta— caminó alrededor del círculo y pasó sus manos de arriba abajo, haciendo que cada traje reluciese.

—Están terminados —anunció—. Renovados, mejor informados, como prometí. Ahora, ponéoslos con rapidez. No queda tiempo. La senda cambia y pronto estaremos justo en medio.

Con rapidez los exploradores se pusieron los trajes, moviéndose para encajar. Al principio sintieron pocas diferencias; el de Tiadba parecía algo más rígido, eso era todo.

El Pahtun confinó las ramas giratorias. La caja se redujo hasta que pudo cogerla y meterla en una tela que le colgaba del hombro.

—Tú no llevas traje —dijo Tiadba.

Agitó una mano.

—El emparrado es mi armadura. Cuidaos… está a punto de colapsar y yo me iré con él. Haceos a un lado. Espero que no volvamos a vernos. Si nos encontramos, es que todos hemos fracasado. Vuestras armaduras responderán mejor, serán más informativas e incluso más fuertes, pero recordad, lo que está por venir será peor. Sobre todo, creed que soy real. No penséis que nunca estuve aquí.

El emparrado ardió, exponiendo el cielo arrugado y el largo arco de fuego rojo y púrpura. El casco de Tiadba le rodeó la cabeza y el visor cambió de color, tiñendo la escena de naranja cuando por completo a su alrededor las ramas estallaron con llamas violetas, demasiado brillantes para mirarlas.

Se encontraban sobre terreno negro y ondulado y oyó a los otros contener gritos de desesperación. Habían vuelto al Caos. Durante un momento a Tiadba le pareció ver una figura alta y esbelta alejarse rápidamente, un destello de miembros blancos… un nimbo de ramas relucientes y giratorias protegiendo a un Alzado… un Restaurador solitario.

—Exploradores en alerta —les advirtieron las armaduras—. Seguid la baliza.

Ahora lo oía: un pulso musical constante, más intenso al mirar en una dirección, más débil en las otras. Y reconoció la nueva voz de la armadura.

Era la de Pahtun.

Denbord y Khren se le acercaron, y luego los otros. Formaron un círculo, mirando hacia fuera, y se dieron cuenta de que cada uno veía lo que los otros veían, lo que permitía juzgar mejor el entorno… muchos ojos combinados a la vez, una sensación extraña.

—¿El Alzado se metió en nuestros trajes o recogió y se fue? —preguntó Macht.

—Esperemos que fuese real —dijo Nico— y que no estemos tendidos sobre esta sustancia negra, desnudos, la cena de unos monstruos.

—Seguid la baliza —insistieron las armaduras—. Hay mucha distancia por cubrir y hay que hacerlo con rapidez. Toda esta región es preocupante. Los Silentes siempre buscan a los que desafían al Tifón.

—¡Marchad! —dijo Tiadba, y con mayor confianza y más alerta, siguieron los tonos cadentes, formando una línea ondulada que pronto se enderezó, con Tiadba delante y Khren al final.

Todos podían ver lo que ella veía al frente, a su alrededor: una luz verde apagada que parpadeaba y se elevaba hacia arriba, como para tocar el cielo.

El avance se ralentizó y se sintieron extrañamente pesados. A su derecha algo pasó demasiado rápido para verlo… algo enorme, ancho y plano, pasando junto a pilares altos y delgados que surgían del terreno por delante y detrás… y luego desapareció.

—Tenía cara —dijo Khren—. Una cara humana. Mayor que un prado…

—Moveos con rapidez —les indicó la armadura—. La distancia se contraerá, la luz se moverá de forma extraña y todo parecerá arder. Sobre todo, seguid la baliza.

A la izquierda, Tiadba vio una rotatoria espada gris de luz, más brillante que antes: el rayo reluciente lanzado por el Testigo.

—Estamos justo debajo —dijo Nico—. ¿Cómo nos hemos acercado tanto? ¿No estaba al otro lado?

—Deberíamos montar el generador y esperar a que se vaya —dijo Macht.

—¡No! —insistió la armadura—. Os persiguen. Aquí no hay refugio. Sólo es posible huir.

77

El almacén verde

Jack se agachó junto a la cama de Ginny y le tocó el brazo con la mano. Llevaba horas durmiendo, incluso después de que la luz peltre de lo que pasase por amanecer tocase las ventanas bajo el techo del almacén. Al sentir el contacto, Ginny se agitó en el catre, para luego abrir los ojos y mirar a la distancia. Ya se había ido la expresión de paz que había tenido después del periodo pasado en la habitación. Había regresado la preocupación constante y el miedo… sobre todo al dormir. Ahora dormía mucho. Jack, por su parte, estaba casi siempre despierto. Desde que había salido de la habitación vacía sus sueños habían sido breves y tranquilos.

—Son enormes —musitó Ginny—. Son como mantas raya, pero tienen caras por un lado. Brazos y piernas dejan marcas en el camino al pasar, como insectos zapateros en un charco. Pasan a demasiada velocidad para verlos, a menos que ellos te vean primero… y si te atrapan, se acabó.

Jack se limpió una lágrima de las mejillas, sintiendo emociones que no eran suyas, todavía no.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Estamos a kilómetros de la ciudad… no sé a qué distancia. Aquí siempre es de noche, siempre está oscuro. El sol no emite luz, no es más que un resplandor en el cielo. Ni siquiera hay sombras reales. La armadura dice que aquí el Caos está diluido, que sobreviven algunas de las antiguas reglas. Incluso podemos quitarnos los cascos y respirar el aire. Pero si lo absorbes te hiela los pulmones. Es bueno tener pelaje en la nariz. —Miro a su alrededor, como intentando localizar la cara de Jack, sin verle ni a él ni al almacén—. ¿Se aproxima algo?

—No lo sé —dijo él con el rostro retorcido—. Tú vas muy por delante de mí.

—La baliza todavía canta en nuestros cascos, tan hermosa… es lo único que nos guía. La distancia es complicada, pero seguimos caminando. Creo que sabe que estamos aquí fuera, pero simplemente no le importa. Está harto. Se lo ha comido casi todo, pero le provocamos indigestión. Ganó pero nos vigila… con ojos realmente grandes. El Testigo siempre está ahí. Dios, espero que no nos acerquemos demasiado.

—¿Qué es? —preguntó Jack.

—No hay palabra para describirlo. La otra ciudad no es… no es la misma. En este lugar hay algo horrible. Yo lo sé, pero no puedo decírselo a ella. Jack…
Ella no lo sabe
.

Jack depositó la cabeza sobre el pecho de Ginny, le colocó la mano sobre los ojos. Esa mirada escrutadora y distante…

—Allí estaré —susurró.

—Demasiado tarde —dijo Ginny—. Nos han encontrado.

Ginny se dejó caer en el catre. Jack le acarició la frente para luego ponerse en pie. No soportaba verla sufrir y tan indefensa. Golpeó las cajas al salir.

Bidewell estaba sentado en una silla cerca de la estufa, leyendo un delgado libro verde. Elrostro del anciano parecía etéreo, como si estuviese a punto de convertirse en neblina o vidrio. Ellen salió de la zona principal, cargando un bolso tricotado que en una esquina mostraba el peso de su pequeño libro.

—¿Dónde están las demás? —preguntó Jack.

—Aquí no pueden hacer nada —dijo Bidewell—. Intentan llegar a sus seres queridos.

—Creía que estaban solas —dijo Jack.

—Sólo vosotros estáis realmente solos —dijo Bidewell con un extraño tono de envidia—. Nuestro tiempo casi se ha agotado, por este ciclo. El vuestro acaba de empezar.

Ellen miró a Jack, simultáneamente esperanzada y afligida. Jack comprendió que los dos habían estado llorando y se sintió incómodo, así que siguió y se encontró a Daniel sentado bajo estantes de libros casi vacíos en la sala anexa, repasando un libro grande y grueso. Daniel parecía tan agotado como se sentía Jack. Por alguna razón, eso le hacía parecer más favorable.

Al aproximarse Jack, Daniel dejó el libro.

—Oí que la puerta se abría.

—Tres de las mujeres se han ido —dijo Jack. Analizó la expresión de Daniel, buscando cualquier señal de alteridad, pero no encontró nada que le desagradase o le hiciese sentir suspicaz. Sospechaba que era cosa de Glaucous. Reconocía los síntomas, más sutiles pero los mismos. ¿Por qué iba Glaucous a proteger a Daniel?

¿Le quería quizá como nuevo compañero?

—No oigo mucho de fuera —dijo Daniel—. Y ciertamente aquí no hay nada nuevo. Vamos arriba a echar otro vistazo.

Durante un momento, las cortinas y arrugas sobre la ciudad se habían separado, dejando una oscuridad de tinta y un cielo lleno de estrellas, pero algo estaba mal. Las estrellas, al igual que la luna, se habían difuminado, retorcido, formando anillos de los colores del arco iris… y se iban apagando.

Una a una parpadeaban antes de apagarse como luciérnagas agotadas.

—Se las comen —dijo Jack—. La luna, las estrellas.

—Has acertado —dijo Daniel—. Pero tenemos que pensarlo bien,
¿qué
está siendo devorado?
¿Cuándo
está siendo devorado? Puedo creer que la luna esté siendo consumida por lo que
eso
sea, ese feo sol arqueado… lo hemos visto casi desde el comienzo, pero las estrellas están más lejos. A menos… —se frotó la frente—… a menos que el pasado fuese consumido primero. Lo que significaría que todo lo que había detrás de nosotros ya se ha consumido, espacio
y
tiempo… Esas estrellas ya han desaparecido, la última onda de su luz rebotado en el Término… y ahora se
desvanece
. Somos como el centro de una manzana, las semillas, reservadas para el final.

—Simientes —dijo Jack—. Eso dijo Bidewell que eran las piedras.

—Nada de lo que dice tiene sentido, Jack.

Jack insistió.

—Aun así, vienen al pasado desde alguna parte.

Daniel lo meditó, con la frente arrugada, mejillas regordetas poniéndose pálidas. Le dedicó a Jack una mirada enjuta, en parte incredulidad y en parte envidia.

—Vale, chico mágico. Sabes algo.

—Es evidente. Trastean con nosotros, alguien envió las piedras al pasado, como dice Bidewell.

—Como él
da a entender
—le corrigió Daniel.

—Y lo que controla a los cazadores… la Princesa de Caliza, la Lívida Señora de Glaucous… podría venir también del futuro. Pero lo que trastea con nosotros ya no está
en
el futuro. Nos estamos dando empujones
contra
el futuro… lo que queda a él. ¿No es así?

—Te sigo hasta ahora —dijo Daniel, intrigado de que de pronto Jack se dedicase a la teoría.

—Así que sólo recibimos las últimas ondulaciones de la secuela. Lo que vaya a suceder,
ha
sucedido… aquí. Exceptuando el almacén y nosotros.

—¿Debido a las piedras o a la extraña biblioteca de Bidewell?

Los dos miraron a la ciudad fragmentada, más allá de la conmoción, incluso más allá del asombro, y luego se miraron, expresando el último resto de sorpresa: el hecho de que siguiesen vivos, todavía capaces de pensar, de hablar.

—Quizás ambas cosas —dijo Jack—. Por el momento estamos salvados. Pero ese momento será terriblemente corto. Y luego tendremos que hacer algo.

—¿El qué? —preguntó Daniel.

Jack agitó la cabeza.

El perfil de la ciudad que rodeaba el almacén había coagulado a una desolación de edificios rotos, flujos arrastrados de agua enlodada, jirones arrancados de nubes que apenas ocultaban el cielo destrozado.

El último brazo de ese odioso arco de fuego cayó bajo el horizonte y las nubes resplandecieron con rojo sangre, para luego convertirse en un marrón sombrío, las partes inferiores irregularmente iluminadas por mechones retorcidos de naranja y verde.

—Toda la ciudad es un batiburrillo de pasado y presente —dijo Daniel—. Si tienes razón, podría indicarnos que esa Princesa de Caliza sigue ahí fuera… esperando a que todo se asiente antes de venir a buscarnos. Glaucous se muestra extrañamente confiado.

—Te
está
protegiendo —dijo Jack.

—¿Sí? Qué extraño. Yo no necesito protección. —Se frotó una sien con el pulgar—. No veo ni rastro de las mujeres que se fueron. Tus amigas.

Glaucous se aseguró de que Daniel y Jack estuviesen lejos antes de acercarse al cubículo de Ginny. Con agudeza de murciélago, podía oírla moverse desde el otro lado del almacén.

Ginny parpadeó y se mostró confundida cuando Glaucous retiró la cortina fina.

—No te quiero cerca —le advirtió, con una lengua paralizada por el sueño largo y profundo—. Pediré ayuda.

—Mis más sinceras disculpas por lo tosco de mi apariencia y modales —dijo Glaucous. Miró hacia arriba—. Los jóvenes están en el tejado, satisfaciendo su curiosidad. Parece que aprenden a confiar uno en el otro.

—Jack sabe que no debe —dijo Ginny, todavía parpadeando… aunque no sabía si era por nervioso o por irritación. Todo resultaba arenoso. Todos parecían estar quedándose sin impulso… incluso su cerebro.

—Quizás. En cualquier caso, yo no soy una amenaza —dijo Glaucous en voz baja—. Es más, eliminé a los que vinieron a cazarte. El hombre de la moneda, la mujer con las llamas y el humo. Una pareja horrible. Por supuesto, tengo mis lealtades, y puede que no se correspondan con las tuyas. Pero sin líder son una amenaza tan grande como esos gatos del almacén. Tú no eres
mi
ratón. ¿A quién te entregaría? ¿Y por qué iba a hacerlo?

—Por favor, vete —dijo Ginny.

—No antes de calmar mi conciencia. Has depositado mal tu confianza, y ahora me temo lo peor. Bidewell se ha ocultado durante muchas décadas, pero nosotros, todos los cazadores, le conocemos desde hace mucho. Entre nosotros era legendario.

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