Tiadba cerró el libro y lo metió en la bolsa.
—Era Sangmer hablando otra vez, ¿cierto? —preguntó Frinna—. No menciona a la mujer, la de la playa plateada.
—Quizás ella forme parte del secreto —dijo Macht—. Quizá fuese esa sirvienta.
—No, se convirtió en su esposa —dijo Herza.
Shewel se tiró de las orejas y puso los ojos en blanco.
—¿Cuántas veces escribió la misma historia? —preguntó Nico.
—Los Defensores no aguantarán mucho más —dijo Polybiblios mientras los tres avanzaban a través de la inclinada y desigual zona media. La línea estropeada de los obeliscos restantes se perdía en la oscuridad a ambos lados, rotando entrecortadamente. El más cercano se inclinaba, crujía y chispeaba bajo la larga noche.
La armadura de la personificación ejecutaba intentos no muy entusiastas para ajustarse, pero había sido diseñada para un progenie y no parecía estar de humor para ajustarse. Polybiblios caminó al principio con un paso entrecortado y resoplando hasta que, frustrado, el traje aparentemente tomó el control obligándole a avanzar, y finalmente se escarranchó junto a un saliente de piedra de rojo oscuro y miró a sus compañeros a través del visor empañado con una simulación bastante convincente de la perplejidad.
—Yo los diseñé. Debería saber usarlos.
—¿Qué más no sabes? —preguntó Ghentun, sin ganas de pararse… o de ser generoso con un antiguo Eidolon.
—Oh, sin duda mucho —murmuró Polybiblios. Luego se concentró en pulsar las articulaciones del traje, empujando, tirando, murmurando algo más, y finalmente pidiéndoles ayuda—. Pulsad aquí… en ese segmento, tirad de ahí.
A ambos lados, Jebrassy y Ghentun le agarraron brazos y piernas, para luego tirar y presionar hasta que el traje resplandeció de verde en las articulaciones y se acomodó alrededor de la forma delgada de la personificación, ajustándose todo lo bien que era posible.
—Al menos ahora puedo caminar —dijo Polybiblios, poniéndose en pie y agitando brazos y pies—. Bien, alejémonos de aquí… este lugar es peligroso.
—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Jebrassy.
—¿Hasta que nos encontremos en el Caos… o hasta que el Kalpa muera inevitable y horriblemente?
—Eso último —dijo Jebrassy, tragando.
—Debería haber sucedido ya —dijo Polybiblios—. El Tifón no ha logrado construir unos cimientos de reglas. Existe sólo como una sombra nauseabunda, un catálogo de robos del antiguo cosmos. Si absorbe el último fragmento de nuestro mundo, podría simplemente hacer estallar como una burbuja, dejar de existir. Todo se anularía. Si fracasamos… bien, no se sabe lo que hace o deja de hacer la nulidad.
Ahora caminaban más rápido, atravesando lo que a Jebrassy le parecieron kilómetros, siguiendo a Polybiblios mientras atajaban a través de la acumulación bien comprimida de la Necrópolis condensada y amplificada. Jebrassy se esforzaba por ver adónde se dirigían sus pies… el suelo parecía curvarse hacia arriba para encontrarse con cada pisada. Pronto pudieron ver una enorme cúpula poliforma de arquitectura demente y deformada. A Jebrassy le recordaba muchos puentes levantados por un lado, girados, para luego caer, golpeado, y finalmente, al pensarlo mejor, decorado con largas cintas mohosas.
—¿Ése es el aspecto de Nataraja? —preguntó.
—Desconocido. Esa estructura en concreto está ahí desde antes de que se rompiese la torre, traída, creo recordar, de alguna galaxia lejana… Hay muchas así dispersas por aquí y por allá. —Señaló con un dedo—. Quizá tenga como propósito atraer a exploradores curiosos. El Tifón… —Polybiblios se miró las manos temblorosas—. Este cuerpo reacciona con revulsión. Qué interesante. Me creía más allá de esos sentimientos.
Polybiblios les guió por otro camino oscuro y costroso que daba vuelta a las ruinas.
—Por supuesto, sin los generadores, los Eidolones dejarán de existir dentro del Kalpa… o fuera, ya puestos… pero es posible que la progenie antigua y la mayoría de los Restauradores sobrevivan.
Ghentun comprendió lo que implicaba.
—¿Qué hay de otros exploradores? —preguntó.
—No puede saberse —dijo Polybiblios, agitando la cabeza. A Jebrassy le produjo un pinchazo: ya había oído antes esa expresión.
Atravesaron muchos kilómetros aparentes más. Ghentun preguntó si la personificación sabía dónde estaban.
—En los límites exteriores de la Necrópolis —dijo Polybiblios—. Todo
está
constreñido, comprimido… retraído. Avanzamos más rápido de lo que debiéramos. Y pronto… —Polybiblios se acercó, mirando al progenie—. ¿Adónde llegaremos pronto?
—Eres como un profesor —dijo Jebrassy—. Siempre examinando.
—Las casas —respondió Ghentun por él—. Diez, según el último recuento, en medio del camino más intenso de la baliza.
—¿Y más allá?
—El Valle de los Dioses Muertos. Más allá todo es conjetura.
—Que yo esté con vosotros no significa que podáis bajar la guardia —dijo Polybiblios—. Aquí se han perdido muchos grandes hombres y mujeres, con más convicciones y experiencia antigua. Muchos exploradores, pero otros también… Restauradores. Peregrinos. Muchos sacrificados mientras esperábamos.
—Enviasteis cosas —dijo Jebrassy—. Ahora regresan.
—Surgir podría ser mejor palabra, como algo que se eleva de las profundidades del océano.
—No sé qué es un «océano». —Jebrassy bajó la cabeza como si sintiese dolor—. Rocas invertidas… hielo y montañas en el cielo. Ahí van los soñadores. ¿Eso es un «océano»?
—No —murmuró Polybiblios, pero no sonaba totalmente convencido—. Mundos juntándose. Es una jugada desesperada, ¿y en cuántas ocasiones caímos en ese espléndido pantano de desesperación que sólo pueden sentir los Eidolones?
Jebrassy apretó los dientes y siguió avanzando.
Denbord y Macht comprobaron la senda con las botas.
—Es firme —dijo Denbord, volviendo con Tiadba. Herza y Frinna pisaron la superficie juntas—. Podemos cruzar por aquí.
—Por ese camino la baliza se debilita —dijo Khren—. Es más intensa por aquí. Ése es el camino que deberíamos seguir. Deberíamos seguir la senda.
—Es una senda larga y ancha —dijo Shewel—. No se quedará firme. Y delante hay una elevación… podemos ver por encima, o deberíamos, tal y como actúa la luz aquí, pero sólo hay oscuridad.
—Lo que él llama elevación parece… ¿cuál es la palabra? —preguntó Khren. Tiadba había estado leyendo otras historias de sus libros. Algunas describían rasgos de tierra y agua que los progenies jamás habían experimentado.
—Una
montaña
—dijo Tiadba—. Muchas… una
cordillera
montañosa.
—Bien, lo que sea… ahí es donde se supone que debemos ir.
—¿Qué hay al final de la senda? —le preguntó Tiadba a la armadura.
Respondió la voz de Pahtun.
—En su momento había algo llamado el Valle de los Dioses Muertos. Era una fisura de amplia base con diez casas, incluyendo la Mansión del Sueño Verde, retenida en una especie de cuenco invertido situado en su centro. Muchos exploradores se sintieron atraídos y acabaron esclavizados en un dogal crónico. La torre cambió el arco de la baliza para evitar el valle. Pero la última actualización indicó que sólo había una sombra… una ausencia de detalles.
—¿Cuánto hace de esa actualización? —preguntó Nico sagazmente.
—En tiempo del Kalpa, cien mil años —dijo la armadura—. Pero aquí fuera, en un contragiro, la forma de aproximarnos lo cambia todo. Lejos de la guía de la baliza, yendo desde otra dirección, quizás el valle siga ahí. La Mansión del Sueño Verde es o era un gran señuelo. Si el valle y la mansión han cambiado, podría haber otras trampas… o un camino libre.
—¿Mentiras del Tifón? —preguntó Nico, agachándose junto a la senda y golpeándola de nuevo con una pata de trípode. La superficie parecía tan dura como el cristal.
—Quizá —dijo la voz de Pahtun—. La senda pasa cerca del valle. Si la baliza nos guía siguiendo la ruta de la senda, puede que todavía sea segura.
Todos miraron a Tiadba. Su desánimo era mayor. Sentía una tristeza cíclica en el fondo de sus pensamientos, como si estuviese guiando a los exploradores a una trampa aún peor que los ecos, peor que los agitados vertederos de planeadores y los cementerios formados por ciénagas revueltas que ya habían visto. Pero la baliza era intensa. No podían hacer nada más; carecían de cualquier otra guía.
—Podríamos situarnos a un lado o a otro —dijo Khren—. Pero la situación se está poniendo difícil y podría haber muchas grietas. Llevaría mucho más tiempo.
Todos temían la posibilidad de que el Kalpa cayese y la baliza quedase en silencio… o peor aún, les engañase, aunque Pahtun les había asegurado que tal cosa no era posible.
—Usaremos la senda —dijo Tiadba—. Khren, quédate todo lo atrás que puedas mientras puedas vernos. Herza y Frinna, adelantaos a la misma distancia. Cualquier señal de ablandamiento…
Se dispersaron y avanzaron hacia la «elevación» que tenían delante.
Caminaron lo que les pareció mucho tiempo antes de verse obligados a abandonar la senda. A continuación se ocultaron en grietas que radiaban de la calzada y vieron pasar a los Silentes por docenas… oleada tras oleada de monstruosidades deslizándose, moviéndose todavía más rápido sobre la ancha superficie lechosa. Pasó más tiempo —tiempo largo, lento y aburrido— antes de que la superficie volviese a ponerse cristalina y pudiesen retomarla.
El rayo del Testigo se curvaba y recorría el cielo. Algo volvía a pasar en las regiones profundas del Caos… gruesas ráfagas de oscuridad saltaban y luego caían como fantasmales cabezas humeantes surgiendo del suelo.
Después de otro largo período de viaje, y otra erupción de humo, Khren vio en el cielo un cambio hacia la izquierda, muy alejado del vector de mayor intensidad de la baliza. Ninguno de los otros pudo duplicar lo que había visto, por mucho que lo intentasen.
—Mis ojos deben estar rindiéndose —dijo Khren, desmoralizado.
—Los tuyos y los míos —dijo Shewel.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Nico, interrumpiendo con tono de furia.
—Ya basta —dijo Tiadba—. Le obligaremos a inventar cosas.
—Yo no lo haría —dijo Khren, indignado.
—Pararemos un rato…
—Está ahí fuera —dijo Herza, y Frinna señaló… las dos habían visto un resplandor azul en un hueco entre dos salientes del terreno marrón y agrietado.
La armadura volvió a hablar.
—Podría ser otro Pahtun o, a esta distancia, alguien del Kalpa… más antiguo.
Lo consideraron con escepticismo.
—¿Un engaño? —preguntó Nico.
No hubo respuesta. Todo podía ser un engaño… excepto la baliza, no había nada seguro.
—Saldré yo —dijo Macht—. Estoy cansado de la monotonía. Algo de trepar y saltar es justo lo que me hace falta.
—¿Te parece diferente? —le preguntó Glaucous a Daniel. Jack avanzaba por delante atravesando calles, muros y edificios reventados y remontados. Su preocupación era evidente… no había forma de saber qué pasaría aquí, ni cómo habían cambiado las cosas desde que pasase Ginny.
O ni siquiera podían estar seguros de seguir su rastro.
—Va con una postura más recta —dijo Daniel.
—Parece
mayor
—dijo Glaucous—. Y más atrevido. Se arriesga, nos deja atrás. ¿Qué te indica la piedra?
—Sigue tirando —dijo Daniel. La remodelación urbana que les rodeaba mascullaba y gemía como hielo profundo asentándose sobre una pendiente—. Si la chica siente el tirón… y si es el mismo tirón…
—Lo es —le garantizó Glaucous—. ¿Alguna vez has visto algo así? —Indicó la escena sombría, dispuesta a cambiar de forma impredecible, como un espectáculo de linterna mágica planificado por un idiota.
—En una ocasión —dijo Daniel—. Es posible que Jack también lo haya visto.
—¿Huyendo de nuestra Señora? —preguntó Glaucous.
—Algo así.
—
Ella
ha vuelto aquí. Cerca del viejo almacén. La siento.
—¿Te usará para dar con nosotros?
—Si me pregunta si estoy doblando ramas o dando vueltas a las piedras… no. Pero la Señora siempre ha sido consciente, y siempre lo será, del temperamento de sus sirvientes. Al menos, así era en la Tierra. Aquí… quizá nuestra extrañeza se combine.
—Esto
es
la Tierra —dijo Daniel—. Trozos de la Tierra. Mira. Eres lo suficientemente mayor… quizá reconoces esos edificios.
—Asiáticos, diría yo. —Glaucous se sonó, examinó el pañuelo, más rastros de negro reluciente, y negó con la cabeza—. Jamás viajé al este. Tu ciudad la abandonamos hace kilómetros.
—Bidewell dijo que todo estaba reduciéndose.
—¿Sí? No le oí.
—Todo ha ardido o está corroído. El tiempo roto parece comportarse como el fuego o el ácido.
Silencio entre ellos mientras negociaban un montículo de ladrillos y piedras. Con un titilar adusto, las piedras se convirtieron en fragmentos de cementos y acero… parte de una pared más reciente, pero aun así una ruina revuelta.
—Igual que un campo de batalla —dijo Glaucous—. Recorrí las trincheras en los alrededores de Ypres, hace casi cien años, buscando a un caballero en concreto… un tipo robusto y poeta. Soñaba, o eso me habían hecho creer, un llamado Último Reducto. Antes de partir había escrito un libro, detallando sus sueños… Pero la guerra ya lo había volado por los aires. Malos años para los cazadores, los años de guerra.
A ambos lados, calles y edificios subían por pendientes inclinadas, como si un plan de ciudad hubiese sido colocado encima de otra región más agreste. Algunas de las estructuras parecían más intactas que cualquiera que hubiesen visto antes, a pesar de mantenerse en ángulos muy precarios.
Glaucous vio a Jack por delante. Pasaba bajo un arco inseguro formado por acero y vidrio.
Daniel agitó la cabeza y movió los ojos de un lado a otro.
—¿Hasta dónde llega?
—No lo sé —dijo Glaucous—. Me limito a acompañar.
—Haces más que eso —dijo Daniel—. Temes a Ginny. Bien podrías haberla echado aquí fuera.
—¿Eso te preocupa? —preguntó Glaucous.
—No sé por qué estás con nosotros. Jack sabe lo que hiciste.
—¿Lo sabe?
Glaucous alzó la vista al acercarse al arco, luego sintió sus hombros descender y su grueso cuello ponerse rígido al pensar en las miles de toneladas escogiendo ese preciso momento para caer.
—No hay vergüenza —dijo—. Puede que los desplazadores tengan más encanto, sean más románticos que los ventajistas… pero lo que hacemos es al final lo mismo. Aprovechamos la casualidad y nos preocupa bien poco robar la suerte a los que nos rodean.