A pesar de su extraña forma de andar, la figura se movía muy rápido.
—He pasado por una experiencia terrible —gritó la personificación, y se les unió en el arenoso fondo del canal—. Me convertí en primordial. Creo que aun así no estoy del todo asentado. —Alzó una pequeña mano pálida y la giró de un lado a otro, como si la examinase por primera vez—. Las limitaciones tienen sus limitaciones, eso está cada vez más claro —dijo, para luego mirar con envidia al dedo flor de Ghentun—. ¿Es realmente útil? Tiene pinta de útil.
Ghentun hizo una mueca al recordar su propio regreso a la masa primordial… para luego cerrar la mano avergonzado. No era cortés referirse abiertamente a los dedos flor.
—Me habré templado en unas horas —dijo la personificación—. Ahí fuera… podré sobrevivir durante un tiempo. Pero precisaré de algún tipo de protección, igual que vosotros. Qué maravilloso.
—¿Cómo debemos dirigirnos a ti, Eidolon? —preguntó Ghentun, con la confusión haciendo brotar una perversa cortesía. Definitivamente las viejas formas se estaban fragmentando. Ningún Gran Eidolon se había convertido jamás en primordial, por lo que sabía. Parecía una afrenta… tanto un sacrilegio como una imposición en los privilegios de los inferiores.
—Por favor, llamadme Polybiblios —dijo la personificación—. Seré macho, tradición, y se me conocerá como «él» en lugar de alguna forma neutra más aproximada. Aunque la sexualidad real parece perdida en nosotros… con la posible excepción del joven progenie aquí presente.
Ahora le tocó a Jebrassy sentirse avergonzado.
—En cierta forma, yo probablemente sea la mejor parte del Bibliotecario… o al menos, mantendré esa fantasía hasta que se me demuestre lo contrario. ¿Puedo unirme a vosotros, jóvenes exploradores? A mi modo prometo ser humilde. Y posiblemente incluso útil… como ese dedo maravilloso.
Ghentun selló los guantes y puso la mano a la espalda.
La personificación se sentó en la arena y con expresión de deleite levantó un puñado de la arenilla gris, para luego dejarla caer entre sus gruesos dedos de regreso al fondo del canal.
Jebrassy había acabado apreciando extrañamente al fragmento del Bibliotecario que en la torre le había ofrecido compañía y enseñanzas. Pero verle sólidamente encarnado, de tamaño similar, y
aquí
fuera… muy confuso.
—¿Cómo
podrías
ser útil? —preguntó.
—He traído esto —dijo Polybiblios. Levantó una caja gris—. Sin ella no sucederá nada. Al menos, nada importante. Las cosas simplemente acabarán. Lo que sería una pena, después de tanto tiempo.
El Caos
Era posible que llevasen años de marcha. Muchas vidas.
Los exploradores se adaptaban al Caos poco a poco horrible. Manifestando una novedosa sofisticación al romper las reglas, se habían convertido en expertos en cruzar y en ocasiones en seguir sendas. Aparentemente, las sendas poseían una especie de previsibilidad. Cuando no había viajeros —porque había otros usuarios incluso más extraños que los Silentes deslizantes— las sendas eran duras y lisas, como el vidrio. Cuando se acercaban viajeros, y mucho antes de que se pudiese ver a los exploradores, las sendas se volvían pegajosas y chupaban sus botas. Habitualmente había tiempo de sobra para pasar a un lado u otro y ocultarse entre los escombros.
Todo el Caos era como un montón de basura. Cuando salían, las cosas habían quedado trastocadas, alteradas, desechadas… y lo más habitual, dejadas en un estado desmoronado y ennegrecido, perdida toda vitalidad. Había muchos lugares para que los progenies se ocultasen.
No habían perdido a nadie desde Perf… pero simplemente porque habían tenido suerte. Habían visto pruebas de sobra de lo destruido, lo transformado.
Durante los cortos periodos de descanso, si el Caos no estaba excesivamente deformado y las antiguas reglas seguían valiendo —y si la armadura les aconsejaba que era segura— retiraban los cascos y respiraban lo que quedaba de la antigua atmósfera de la Tierra.
No era agradable, pero sí lo suficiente para aliviar el terrible aburrimiento de lo siempre cambiante, impredecible y a menudo indescriptible.
Sus viajes les habían llevado alrededor de algunas de las mayores montañas de la demencia del Tifón. Los exploradores bautizaban con sus nombres lo que veían: Horribles Trompicones, Enorme Montón Ardiente, Zanja de la Última Oportunidad, Vertedero de Deslizadores. Éste había sido una especie de cementerio de kilómetros de ancho para Silentes gastados y desechados, ojos nublados y probablemente ciegos.
Pero todavía con vida.
Sin finalidad, sin misericordia, sin sentido.
¿Cuántas veces a los exploradores les habían perseguido cosas que no podían ver? Incontables. Sus armaduras —y la baliza del Kalpa, todavía parpadeando y cantando— les guiaban por zanjas y alrededor de abismos repletos de líquido lento y batido. En esa masa oleosa había cosas que parecían nadar o ahogarse. Caminaron por los márgenes planos de lagos de fuego azul, proyectando largas sombras contra acantilados amarronados como muñecos iluminados contra una pantalla. La enervación que se había apoderado de ellos no era tanto física como mental.
Estaban formados por materia antigua y normal. Tal materia —configurada para formar un progenie— no podía absorber demasiadas rarezas sin eliminarlas de la memoria o detenerse para descansar. Pero no había ninguna posibilidad de parar.
Y por tanto, gran parte de lo que veían lo olvidaban con rapidez. Otra misericordia.
Glaucous agarró a Jack y Daniel y los llevó hasta las sombras bordeadas de rojo.
—Perseguidores —dijo.
Sobre los adoquines y las calles se deslizaron largas formas sinuosas. Jack entrecerró los ojos para ver, distinguiendo inicialmente lo que parecían varios escarabajos arrastrando un largo gusano hinchado. Parpadeando, vio algo más: serpientes agitando cabezas como palas, de ojos negros y profundos, moviéndose sobre un grupo de apéndices y arrastrando cuerpos largos e hinchados. Los cuerpos se agitaron y retorcieron hasta que esos monstruos se perdieron más allá de una esquina erosionada, pero aun así, las imágenes persistentes siguieron bailando en sus ojos, siendo tal la naturaleza de la luz exterior.
Daniel abrazó la pared, los dedos rozando en carne viva contra el ladrillo y el cemento.
—¿Qué son?
Glaucous negó con la cabeza.
—Nunca he visto nada así.
—Desagradables —dijo Jack.
—Después de todo, Jack, no huimos —dijo Daniel—. El mal lugar ha venido a por nosotros.
Estaban a punto de ponerse de nuevo en movimiento cuando en otra dirección, sobre los muros rotos, vieron siete enormes criaturas con forma humana que iban de procesión, con las cabezas gachas, vestidas con túnica que caían hacia atrás en remolinos de tela color sangre… pero las formas que rellenaban las telas no podían tener piernas, al menos no dos piernas. Tenían los rostros oscuros, lisos, con largas rayas verticales de color rojo haciendo de ojos, y resbaladizo pelo negro y filamentoso agitándose sobre sus hombros.
Glaucous dedicó a sus compañeros una mirada de curiosidad, casi alocada, como un hombre hambriento que mirase un banquete que sabe a ciencia cierta envenenado, o como alguien a punto de ser ahorcado miraría a sus ejecutores.
—Donde pueden buscar en las ruinas de las viejas ciudades —dijo—. Puedes que estos lugares todavía no sean agradables para ellos… no están totalmente digeridos.
Daniel reprimió una tos de asco. Jack espero a que la calle quedase libre, para luego meter las manos en los bolsillos de la chaqueta y seguir adelante por la carretera vieja y retorcida.
Le siguieron.
—¿De dónde vienen? —le preguntó a Glaucous.
—Soy tan ignorante como vosotros. La Señora emplea a la Polilla, y asumo que la Polilla emplea a fantasmas y demás que yo no he visto jamás… ni siquiera durante un Ansia. Si son los mismos que reunieron a los pastores, los niños llevados a nuestra Señora, nunca se revelaron, nunca se mostraron abiertamente.
Daniel preguntó:
—¿Te reconocerían… aceptarían tus órdenes?
Glaucous rio en el puño y negó con la cabeza, un no muy marcado por la diversión.
—Yo soy de baja jerarquía, de muy baja jerarquía. Si cazan, cazan todo lo que sobrevive y se mueve. Asumo que están buscando y limpiando antes de que la Señora dé otro paseo.
El Caos
Surgiendo hacia lo alto cientos de metros desde una hendidura que se extendía de horizonte a horizonte, el edificio con diferencia mucho mayor que cualquier cosa que los progenies hubiesen podido considerar una morada, una casa: una pila cristalina de formas y ángulos, recubierta de lo que podrían ser derrubios de otros edificios, y esas partes decoradas con los restos petrificados de personas y animales. Ese horrible conjunto resplandecía con una luz mortecina y pútrida que les engañaba incluso a través de los visores, doblando y deformando, haciendo que sus compañeros pareciesen muy lejanos, o que se alzasen muy cerca, enormes y amenazadores… y luego les arrullaba el deseo de la inconsciencia, el aislamiento, correr y estar solos, encontrar una senda, sentarse y esperar.
La seductora emanación verde incluso parecía penetrar las protecciones más fuertes de sus armaduras.
Mientras se movían en dos grupos, cercanos, siguiendo el borde de la hendidura —evitando una senda especialmente ancha y esponjosa—, Macht y Shewel no podían evitar el feo montón anguloso, como si intentasen dar sentido a su locura.
—¿Esas
personas
lo cubren por completo? —preguntó Shewel, entrecerrando los ojos, mientras sus ojos reflejaban esa imagen retorcida y atestada.
—Puede que sean tallas —dijo Macht sin mucha convicción—. Demasiado grandes para ser personas como las que conocemos.
—Bien, entonces, ¿qué
son?
—preguntó Shewel bruscamente, como si le enfureciese el silencio de la armadura.
La voz de Pahtun resonó en todos los cascos.
—Es la Mansión del Sueño Verde. Si queréis saberlo, son los cascarones de víctimas reunidas en galaxias muertas hace tiempo, llevadas en oleadas de espacio y tiempo en reducción, luego transportados con descuido y odiados hasta este su último lugar, para ser mostradas sin patrón o pensamiento.
Macht rezongó.
—Tenías que preguntar.
—Oh —dijo Shewel—. Bien, ahora lo sé.
Nico miró atrás desde la distancia, caminando con Herza y Frinna.
—No más preguntas tontas —dijo.
—La ignorancia es una bendición —estuvo de acuerdo Frinna.
Encontraron un pequeño pozo seco lo suficientemente profundo para ocultarles a todos de la senda y de la luz enfermiza de la casa, y se detuvieron el tiempo suficiente para descansar y activar el generador portátil. Se quitaron los cascos y se acercaron todo lo posible mientras Tiadba sacaba un libro de su morral.
—Lee —insistió Herza. De los exploradores, las hermanas eran las menos críticas, las que se mostraban más entusiasmadas con los extraños fragmentos erráticos de historia que Tiadba encontraba o descifraba.
—Sí, lee —dijo Macht—. Distráenos de todo lo que pasa ahí.
—Preferiría historias más fáciles —dijo Khren. Había desarrollado una aversión a esas historias difíciles y todas sus palabras extrañas.
—Esto es lo que he podido encontrar —dijo Tiadba.
—Lee
lo que sea
—dijo Nico, y cerró los ojos, acostándose en la tierra oscura dentro de la protección del generador.
Tiadba abrió el libro.
Escogimos nuestra nave, la Intensidad, de entre las últimas grandes flotas aparcadas en los inmensos astilleros por todas las doce ciudades. Se decía que había sido el transporte más rápido, más rápido incluso que los portales repartidos por todo el cosmos a mediados del Bilenio, pero estaba en mal estado. No volaba desde hacía cien mil años.
Durante la Reducción, todas esas naves habían traído refugiados a la Tierra y sus planetas hermanos, así como a las redes orbitales, cintas y hojas espirales que se retorcían y giraban alrededor del sol renovado. Habían traído de vuelta a la Tierra a los supervivientes de la desolación del Caos, una lamentable fracción de la antigua gloria de nuestro cosmos.
En mi juventud el trato con una diversidad de clanes Restauradores dedicados a las naves y los más asentados clanes de portales me había enseñado los distintos métodos de transporte, algunos atrasados e incluso entonces imposibles en la medida que el Caos alteraba la anatomía profunda del cosmos… los rápidos caminos por los que volaban los viajeros.
Encontré mi tripulación entre los jóvenes rebeldes, Modeladores y Restauradores desafiantes. Seleccioné mediante pruebas de entre los miles que se habían ofrecido voluntarios.
Escogí a mis veinticinco, que estaban a punto de convertirse todos en filósofos aventureros.
Toda ciencia del pasado tuvo que ser adaptada, o abandonada, para esquivar las perversiones tifónicas. Casi todos los hiperdéticos y medios de comunicación y transporte estaban bloqueados. Superluminosidad, reensamblado transfata, portales de masa oscura… las tecnologías de casi cien billones de años ya no nos llevaban al otro lado del cosmos. Sólo quedaba un motor de movimiento espacial: la plieguefibra bosónica, que se rumoreaba tenía origen Shen.
Convertimos la Intensidad a plieguefibra. En sí mismo, el método castiga severamente a cualquier tripulación, porque no llegas siendo lo que eras al empezar… independientemente de tu materia. Los destinos se repliegan sobre sí mismos, características y vidas se mezclan… durante un tiempo, la tripulación se convierte en la nave, y luego en el viaje, y más tarde, es difícil reconstruir lo que habías sido.
Alcanzaríamos una intimidad que ninguno podría prever. Lo aceptamos. Era mejor —según nuestra forma de pensar, una unanimidad entre los perversamente ingratos— que convertirse en noötico.
Y así abandonamos los puertos de la Tierra.
Conocido por todos es nuestra travesía por la región de los Espectrales, que fueron los primeros en aprender a recargar, entrenar y criar galaxias.
Expuestos siguiendo el interior de la membrana del Caos, Tifón había esclavizado a los últimos de los Espectrales, los había estudiado —si tal es la palabra adecuada— y luego los había vitrificado: atrapados en un lento y constreñido centelleo bosónico a lo largo de millones de años luz mientras sus fronteras se disolvían… un final horrible para los que fueron amos del cosmos, a los que el Bilenio debe su existencia.
Menos conocido, porque es más difícil de explicar con claridad, incluso para aquellos de nosotros que allí estábamos, fue nuestro encuentro con los enigmacronos, donde destinos en cinco dimensiones se extendían como delgados huesos bajo la carne en descomposición del espaciotiempo. La Intensidad acabó atrapada en una tormenta intensa de futuros muertos, diminutos remolinos de desesperación y repetición, y cuatro miembros de nuestra tripulación vivieron ante nuestros ojos, en escasas horas, vidas horribles, envejecieron entre sufrimientos y murieron misericordiosamente… y no pudieron ser revividos por ningún recuerdo almacenado en la memoria de la nave. Algunos de sus nombres siguen olvidados… sus destinos borrados incluso en la Tierra.
Los Shen, parece, habían aceptado su destino con calma desquiciante. Mientras nos daban la bienvenida a los sesenta soles verdes y mientras nos depuraban de nuestra contaminación Caótica, y nos hacían renacer de formas simultáneamente agónicas y refrescantes —en las viejas, simples y frías habitaciones de piedra de la Escuela Final—, conocimos a Polybiblios, una figura simple, creada con sencillez, extrañamente pequeña para ser un Deva.
Entre los Shen había acabado siendo conocido como la Curiosidad encarnada.
Los Shen ejemplificaban en todas sus costumbres e historias la exaltada humildad de corregir el error, y seguían todos sus días el camino espinosamente liso de conocer la propia y cegadora estupidez.
Polybiblios llevaba un millón de años con ellos, les había visto reaccionar —o no reaccionar— a los horrores del Caos. Cuando le presentamos nuestra situación, lo consultó con sus maestros Shen, y sin ceremonia se prepararon para expulsarle, después de una explicación breve y enigmática. «Crearás más error y más confusión», le dijeron. «No podemos permitirte permanecer en los mundos collar, bajo los Soles Verdes. Todo debería acabar pronto, pero por ti no será así. Los cosmos seguirán a otros cosmos, el desafío a otros desafíos, en cualquier secuencia concebible, pero aun así por siempre y para siempre… porque malemplearás lo que te hemos enseñado. Y así debe ser. Por una vez más nos equivocamos. La perfección es la muerte. Para nosotros, así está bien… pero tú rechazas nuestra pureza». Aun así, permitieron a Polybiblios conservar lo que él había buscado durante tanto tiempo, el último y más impresionante descubrimiento de los Shen: los secretos para mini-cosmos incipientes a partir de la espuma cuántica, conjuntos-simiente finitos pero incomprensiblemente vastos de nuevos universos.
—Ahora puedo irme —dijo Polybiblios, y brevemente inclinó la cabeza y rio a la manera Shen, aceptando su alegre pena.
Nuestro viaje de retorno nos llevó por regiones brevemente desveladas por la cruel recesión del Caos, el Tifón retirando orgullosamente su manto, dejando desnudamente visibles y dispersas sobre las geodésicas marchitas esos sistemas y civilizaciones que no se habían retirado eones antes. Miles de millones de soles retorcidos —los grandes campos humanos del Bilenio— salpicaban la oscuridad como ascuas de encaje ardiente. A la Intensidad llegaban señales de esas regiones, difíciles de traducir, pero cuando Polybiblios —en contra de nuestra recomendación experimentada— las analizó, comprobó una vez la profundidad y perversidad de las ruinas del Tifón. A las pobres monstruosidades que sobrevivían en esas regiones corruptas, las raíces y leyes de la naturaleza anterior todavía parecían consistentes. Todavía creían tener el futuro por delante y razonaban que nosotros éramos los monstruos que debían ser cazados y destruidos.
Quizá lo fuésemos.
Dudábamos de todo.
Nuestros motores plieguefibra fallaron… el Caos dio un mordisco a la última técnica que podíamos emplear para pasar menos de una eternidad en nuestro regreso a la Tierra. Polybiblios aplicó todos sus conocimientos Shen, y avanzamos en una burbuja onírica extraída de la carne necrótica del cosmos, desafiando jirones depredadores que saltaban hacia nosotros, provocando locura y mutación incluso con nuestro aislamiento… y obligándonos a matar a otros nueve miembros de nuestra tripulación.
El pasillo retorcido de nuestro paso, la última geodética del viejo cosmos, constreñida al máximo.
Renunciamos a la esperanza que pudiese quedarnos.
Yo penetré en una oscuridad propia, derrotado, dañado en el alma.
Pero Polybiblios, con su actitud tranquila y constante, nos salvó. Cuidó incesantemente de la Intensidad y lo logramos. Nos despertamos atravesando espacio limpio, vivo, más cuerdos de lo que habíamos estado en muchos largos años… rodeados por los susurros reglares de nuestra nave.
Nos acercamos al sol de la Tierra.
Nuestro Deva rescatado, que a su vez nos había rescatado a nosotros, conmemoró la desaparición de sus amos y maestros, los Shen. Le acompañamos y escuchamos sus palabras, aunque en ese momento para nosotros no significaban casi nada e incluso parecían contradecir lo que habíamos aprendido antes.
—No se rendirán al Tifón —nos explicó—. Tampoco cometerán suicidio. Invertirán su génesis y regresarán a las bibliotecas en las que fueron formados… para no ser recuperados jamás por ninguna inteligencia, en este o en cualquier cosmos subsecuente.
»Porque han llegado a un acuerdo con la sirvienta de la creación, la que todo lo reconcilia.
Quizás hablase más de sí mismo que de los Shen. ¡Pobres Shen!
Después, Polybiblios se dedicó a la contemplación, mientras entrábamos en la última puerta abierta de nuestro sistema legado, regresando a los puertos de la antigua Tierra… y nosotros llorábamos a los muertos que podíamos recordar.