—No puedo ser todos nosotros a la vez —intentó reír—. ¡Me estallaría la cabeza!
Quizá no estuviese recordando lo correcto. Quizá jamás hubiese escapado de la parte posterior de la furgoneta. Todo lo sucedido entre ese momento y el ahora podría ser una mentira, una ilusión. Glaucous le torturaba… le retenían haciendo volar sus destinos con alas de avispa, quizás eso fuese el ruido, que esta habitación estrecha estaba rodeada de avispas, bloqueando la solitaria ventana. ¿Quién podría saberlo?
Jack intentó reír de nuevo, pero sólo logró emitir el ruido de un papel arrugándose.
Pero admitir que Glaucous era real significaba admitir a su vez que Jeremy Rohmer —Jack Rohmer— era especial, poseía un talento especial, soñaba con sueños especiales. Glaucous no era una explicación tan suficiente de que era, de lo que se le pedía que hiciese, de lo que era Bidewell o Mnemosina… fuese lo que fuese esta última. Quizá todos fuesen lo mismo. La locura no precisaba de secuencia, de reglas.
No le habían recordado en el espectáculo busker… al principio ni siquiera Joe-Jim le había recordado. Aquella mirada inexpresiva… y luego el recuerdo súbito.
—Me reconciliaste, ¿no es así?
Jack sudaba a mares.
—¿Cuándo fui creado? ¿En realidad?
¿Cuál es tu recuerdo más temprano?
El puerto, las grúas elevándose, la última luz del día cayendo como oro ardiente entre los almacenes grises… no muy diferentes del almacén de Bidewell, aunque no tan antiguos. Vio una carreta de asfalto llena de baches sobre los ladrillos y reparada con gravilla y cemento, rota por bandas de luz… claridad, sombra, claridad, sombra, calentando y enfriando su cara a medida que iba en bicicleta. Y todavía, en el bolsillo, junto a la piedra…
Jack sacó el puzle de origami, dejó que los dedos actuasen por los bordes, penetrasen por los pliegues, tirasen de ese saliente que no había visto antes.
La piedra a veces había llegado primero… mucho, mucho tiempo antes. La piedra ataba pasado y futuro, convocaba protectores, invocaba su número, el número que le había pedido Glaucous… probablemente escrito en el interior del puzle que todavía no había aprendido a desplegar.
Jack no era más que un libro en el estante de una biblioteca.
—Estoy con
él
… en los suyos. Estoy con el Bibliotecario. Él tiene mi número de catálogo; todos los números de todos los volúmenes de una biblioteca que se extiende por siempre. El Bibliotecario puso en marcha todo esto.
ȃl es el autor de mi ser. No es ninguna sorpresa.
Abrió el puzle sin problemas, sin ninguna rotura.
Un problema.
A medida que el puzle se desplegaba, el número recorrió el suelo y se dobló en las paredes, rodeándole con dígitos acelerados… más largo que el tiempo.
Jack rio en voz alta.
—Iba en bicicleta, ¿no? Es mi primer recuerdo real… la primera vez que aparecí. Ésa es la razón para que todos tengan tantos problemas para recordarnos… somos nuevos y justo ahora están rellenando los huecos.
Entre los que reconcilian y los que ven y juzgan, sólo existe el amor. Sin vosotros, las musas no serían necesarias. Y después de que renunciéis a ver, queda la alegría de la materia. Pero ahora esa alegría de la materia se diluye en la nada
.
Jack se secó los ojos, miró a la gota de humedad en sus dedos. No sabía qué significaban esas lágrimas. Una pérdida superior a la muerte… ¿la alegría de
qué?
El mayor secreto de todo, y pronto olvidaría haberlo oído.
Daniel permaneció sentado en la silla hasta que el silencio pareció tragárselo, y aun así no sintió nada, no oyó nada.
Se puso en pie y caminó, frotándose las manos, y durante un momento una parte de Fred regresó… una cadena de pensamiento sobre matemática y física.
La suma de todos los caminos posibles es el camino más probable y eficiente. Se emplea todo el cosmos para generar todas las cadenas posibles en una matriz de textos permutados. Una biblioteca universal ayudaría a generar el camino más probable. Es evidente
.
Daniel sonrió sombrío.
—Bien por ti. Sigues descubriendo cosas. Pero para mí nada de eso tiene sentido. Esto menos todavía.
Los pensamientos de Fred se desvanecieron.
—¡Soy Daniel! —le gritó al alto techo—. ¡Desde el comienzo de los tiempos he protegido estas piedras, en
todos
los mundos!
¡Tienes que saber de mí!
Silencio.
—Tuve una familia. Tuve un hermano. Muchos hermanos. Les recuerdo… a algunos. Creo que uno se llamaba John o Sean. No me limité a saltar de la nada. Puedo hablarte de lo que está por venir… va a ser todavía peor, si realmente estás aquí. Pero
no
estás aquí, ¿estás?
En el exterior, polvo cayendo, en todas partes.
Se dejó caer en la silla. Probablemente los otros mintiesen y dijesen que habían mantenido una charla agradable con algo o alguien. Una patraña. Bidewell les timaba para controlar sus piedras. Quizás el viejo les hubiese encerrado y fuese a dejarles morir de hambre.
En un murmullo le dijo al aire inmóvil y frío:
—Sé quién soy, incluso si
tú
no lo sabes.
Pero ya no estaba tan seguro.
En las esquinas cambió algo. Daniel se envaró y se sentó recto, mirando ansiosamente a las sombras.
Recuerda. Muy lejos… más lejos que nadie. Desde las regiones exteriores, ocultas a todos los buscadores, hasta que fuiste traído al cordón principal
.
Recuerda
.
Sus párpados se agitaron, sus ojos se cerraron y apretó los dientes. Vio un lugar, una construcción inmensa levantada en algo parecido a la piedra y que se alzaba en el interior de un cráter situado en una vasta planicie lisa, silenciosa… silenciosa durante millones de años, si allí el tiempo tenía algún sentido. Se vio a sí mismo pasando de una estancia a otra sin caminar… primero como niño, luego como adolescente, sintiéndose muy solitario y vacío. Su crecimiento no era continuo, sino que se realizaba desvaneciéndose a una edad, reapareciendo mayor y más completo en otro lugar.
Y fuera de la casa —bordeando las lejanas colinas erosionadas— seres inmensos sin cara o rasgos, retenidos, sin moverse jamás. Esperando a ser convocados.
El Valle de los Dioses Muertos.
A Daniel se le obligaba a recordar lo imposible. Había sido recreado y luego escondido tan lejos de cualquier secuencia principal de realidad que sus recuerdos más tempranos eran una agonía. Para llegar aquí había pasado por tanta destrucción… pero lo que más le dolía era su origen.
Dos
piedras. ¿Por qué?
La habitación volvió a cambiar y la confrontación que había temido —que había creído imposible— llegó y se fue, con tal rapidez que tuvo que volver atrás con precisa disciplina para recuperarla.
Daniel se iba paralizando. Lo que no deseaba recordar —lo que empañaba su voluntad, su intencionalidad— se alzó durante un instante de entre sus recuerdos y dictó sus respuestas.
Me conoces
.
—Sí —dijo.
Pero no como soy
.
—No.
Estoy cambiando
.
—Sí.
Estoy perdida
.
—Te mueres. Pero nos volveremos a encontrar. Nos encontraremos en la orilla de un mar de plata. Eso es todo lo que recuerdo.
El frío penetró en sus huesos.
Daniel se sentó en la silla. Sentía tanto frío que no podía ni estremecerse.
A su lado, en el suelo de madera, encontró un trozo redondeado de cristal. Primero verde, luego azul. Empañado por la edad, como si hubiese estado en una playa, pulido por batidas sin fin de arena y agua. Quizá no fuese cristal. En realidad, no sabía qué era. Alargó la mano y lo sostuvo un momento, haciéndolo girar entre los dedos, para luego guardárselo en el bolsillo junto a las cajas.
Daniel miró a la habitación silenciosa y vacía.
—Adiós —dijo.
Bidewell recorrió el pasillo alto y estrecho y abrió, una a una, las puertas. Y primero salió Ginny, más tranquila de lo que la había visto nunca. Luego Jack, pensativo, pero con una nueva mirada en los ojos.
Bidewell vaciló frente a la puerta de en medio, para luego acercarse a la silla de Daniel, donde agitó el hombro caído del hombre. Daniel se movió y abrió los ojos. Eran tan afilados como cuchillos; no eran los ojos adecuados para esa cara.
—Me quedé dormido —confesó, y luego se estiró.
El tercer pastor seguía siendo un enigma.
—Dentro de un rato nos reuniremos —dijo Bidewell.
—Muy interesante… una pregunta —dijo Daniel, pero Bidewell alzó la mano.
—No es necesario. Todo es privado. —Bidewell asintió tres veces, moviendo los ojos a tres puntos aleatorios y diferentes de la alta habitación, antes de cruzar la puerta.
Ya ha pasado el momento, pensó Bidewell, para el que me he preparado durante mil años.
El Caos
No tenían elección. Otra oleada de exploradores oscuros —muertos, moribundos o repitiéndose para siempre— descendió desde la cresta.
—Son demasiados y demasiado fuertes —les dijeron las armaduras—. El generador no os protegerá.
Tiadba recogió el dispositivo. El campo volvió a ser un ovoide que chisporroteó y siseó antes de quedar a oscuras.
—¡A los árboles! —gritó.
—¡No son
árboles!
—protestó Denbord—. Nos matarán… ¡oíste a las armaduras!
Pero no había elección. Tiadba obligó a avanzar al grupo. Denbord tomó el generador, se lo cargó al hombro y tiró el carro a un lado, para luego sacar la saja del cinto; la primera vez que intentaban usar esa arma. Tiadba hizo lo mismo. Las negras hojas, veteadas y con muescas, se extendieron, giraron y casi desaparecieron. Dos muros de fuerza destellaron hacia delante, definidos por los ángulos de las hojas… translúcidos en un momento dado, pero plateados como un espejo allí donde coincidían. En el espejo, que se curvaba y agitaba, el suelo que quedaba detrás pareció aclararse y los exploradores oscuros se retiraron, cayeron.
—¡Podemos matarlos! —gritó Denbord, triunfante. Siguió agitando su hoja. Su campo se agitó sobre sus cabezas. Los trajes emitían un verde pálido y fluorescente al estar tan cerca.
—¡Mantenlos lejos! —gritó Macht.
Los progenies instintivamente fueron hacia los árboles titilantes; la cuestión era simple: había demasiados ecos elevándose y derramándose desde la cresta, miles de años de exploradores perdidos congregándose contra
los
que seguían vivos. Cuantos más cortaban las sajas, más había. Tiadba dudó de pronto que sus armas fuesen muy efectivas. Vio que las sajas sólo repelían temporalmente a los exploradores oscuros; se rompían, desaparecían para luego aparentemente alzarse de nuevo contra el fondo negro.
Khren fue el primero en situarse entre los árboles. Al rozarlas, las bolas de luz color perla de las ramas estallaban y se rompían. Sin embargo, los árboles no devoraron sus armaduras. De hecho, a su paso los envolvían con ramas y troncos, provocando gran miedo… hasta que vieron las ramas cerrarse tras ellos, proyectando una cortina de centelleantes gotas tan delicadas como el rocío. Los exploradores oscuros no les siguieron. Era algo completamente diferente al campo-burbuja del generador, pero aparentemente era más efectivo.
Tiadba, Khren y Denbord guiaron a los otros a las profundidades del bosque, hasta llegar a un claro. Tiadba cayó contra Khren cuando éste se detuvo y Macht sobre los dos. Mientras se separaban, los otros se hincaron de rodillas, diciendo sus oraciones o llorando, para luego rendirse a la blanda superficie gris, mientras a su alrededor los árboles se elevaban a dos veces la altura de sus cabezas, fronda creciendo por encima y por los alrededores, formando un emparrado y ofreciéndole protección mientras recuperaban el aliento.
Tiadba se tiró de espaldas, todavía esperando morir, o algo peor. Tenía la impresión de que ninguno de sus instintos y adiestramientos de exploradora eran de fiar, bloqueada por un miedo que llegaba hasta lo más profundo de la vieja materia que la formaba. ¿En qué se habían metido? ¿A cuántos horrores más se enfrentarían, mucho peores que éste?
¿Estaban realmente seguros aquí, aparentemente protegidos, con el Caos a raya, frustrado?
Macht lloraba por Perf.
—Se fue igual que el Alzado. Como una chispa que se apaga.
—Fue lento —dijo Denbord.
Macht se ofendió y fue hacia él con los puños preparados, pero Herza y Frinna le retuvieron, y una vez más cayeron todos juntos al suelo, emitiendo aulliditos de sufrimiento.
Tiadba se sentó aparte, demasiado agotada para unirse a los demás. Nico fue el primero en recuperarse y miró a los que les rodeaba, incapaz de creer que ya no les siguiesen.
—¿Qué es este lugar? —le preguntó Tiadba a la armadura. No hubo respuesta.
—Las armaduras no nos quieren ayudar —dijo Macht—. Son inútiles.
—Quizá no puedan hablar sobre lo que no saben —dijo Shewel.
—La armadura no salvó a Perf, ¡no le dijo qué hacer!
—Aquí todo cambia —dijo Nico—. El adiestrador dijo…
—Entonces, ¿para qué hablan? —gritó Macht—. ¿De qué nos sirven? —Dio patadas y golpeó el suelo gris con brazos y manos, un gesto de los nacidos en inclusa para la furia y la irritación, que los demás conocían demasiado bien.
Denbord se arrastró y se tiró junto a Tiadba.
—No sé si estamos a salvo o en el estómago de algo diferente.
Tiadba palpó la superficie gris y comprobó que sus dedos protegidos no producían el tenue resplandor de ajuste que había observado en el Caos.
—Los trajes no se están esforzando demasiado —dijo—. Quizás haya un generador cerca de aquí.
—No veo nada —dijo Nico—. Sólo púrpura y esas ramas. No me gusta cómo refulgen.
Shewel se les unió y se tendió de espaldas. Todos parecían querer permanecer agachados y no tocar las ramas, que cada vez eran más densas.
Un aspecto positivo: ya no podían ver el creciente ardiente.
—Nadie dijo que sería fácil —dijo Denbord, con una voz estremecida, no del todo convencido de que lo más apropiado fuese mostrar valor, sobre todo si se trataba de falso valor. Macht los miró a todos con grandes ojos redondos. Herza y Frinna se sentaron juntas, agarrándose las manos.
Respiraron.
Lo mejor parecía ser el silencio… nada de palabras. Tiadba examinó los dedos enguantados, sintió cómo el traje secaba y relajaba su piel resentida y hormigueante, la ropa más cómoda que hubiese llevado nunca. Por tanto, la armadura seguía funcionando.