La ciudad al final del tiempo (54 page)

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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Lentamente, permitió que el miedo ardiese por sí solo, dejando sólo una pena hueca y, como en el caso de Macht, decepción. Si los otros buscaban un ejemplo a seguir, una líder…

Después de un rato, las ramas dejaron de crecer y todo quedó inmóvil.

—Si estamos en el estómago, no hay nada que podamos hacer —dijo Tiadba—. Mejor aquí que ahí fuera.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Denbord.

—Lo sabemos —dijo Macht—. Pero cállate y déjanos estar tristes.

—Quizá nos encontremos en un lugar para el lamento fúnebre —dijo Nico, siempre filosófico.

Tiadba miró a la izquierda, al borde del claro, a sólo unos pocos metros, entre los lisos troncos marrones que tan rápidamente habían hecho crecer las ramas. Las puntas relucientes emitían una luz amarilla y apagada. No estaba segura de que pudieran atravesar la espesura.

No había sombras, no había movimientos, no había amenazas… y no había promesas.

Luego pensó que debía estar soñando. Las ramas se apartaron, las puntas relucientes formaron un arco… y por él llegó un Alzado, vestido exclusivamente con una especie de curtus… manchado, rasgado, reparado con lo que debían ser ramitas.

El Alzado se acercó lo justo para que, bajo la escasa luz, pudiesen verle con claridad. Todos le miraron con asombro.

—¿Qué es esto? —susurró Tiadba, pero una vez más el traje no ofreció respuesta.

Se parecía mucho a su adiestrador, Pahtun, pero claro, para los progenies los Alzados tendían a ser todos iguales. Se acercó y se arrodilló, con el rostro sucio e impasible, con ojos inquisitivos pero que no manifestaban curiosidad, como si no le sorprendiese encontrárselos en este lugar pero no le preocupasen ahora mismo sus intenciones.

—¿Qué es esto? —preguntó Tiadba alzando la voz—. ¿Dónde estamos?

El Alzado agitó la cabeza. Habló a continuación.

De pronto sus cascos se dividieron y cayeron sobre sus hombros, obligando a Denbord a emitir un grito y a cubrirse ojos y boca, hasta que se dio cuenta de que no moría.

Los progenies boquearon; el aire era ralo pero más que dulce.

El Alzado dijo:

—Me reconocen y obedecen mis órdenes. Pobres. —Acarició el hombro de Tiadba… no el suyo, sino el de la armadura—. Antiguos. En realidad, obsoletos. Fallan con la tensión.

Khren dijo:

—Uno de nosotros ya ha muerto.

Se pusieron en pie y sus cabezas se encontraban a la altura de los hombros del Alzado.

—Soy Pahtun —dijo.

—Pahtun ha muerto —repuso Macht.

—Siempre habrá Pahtuns —dijo el Alzado—. ¿Dónde murió?

—En la zona de las mentiras —dijo Nico. Todos asintieron.

El Alzado asintió.

—Una gran lección práctica… ¿no os parece? Creé muchas copias y rompí muchas reglas para ayudar a los exploradores. Si los progenies llegan a mi refugio, merecen descanso, instrucción, mejores previsiones del tiempo del Caos: un conocimiento que no está disponible en el Kalpa. Y también deberíamos acondicionar y actualizar vuestras armaduras, ¿no creéis?

—Eso estaría bien —dijo Macht—. Pero no te creo… ni un poco. Pahtun nos dijo que no confiásemos en cosas como tú. —Habló razonablemente, sin furia, pero tenía el rostro tenso.

El Alzado elevó la mano, se tocó la nariz y emitió el sonido que Pahtun había hecho cuando algo le divertía: una exhalación resonante y rota, algo inquietante para un progenie.

—Buenos instintos —dijo—. Pero si yo fuese un monstruo, incluso vuestras pobres y dañadas armaduras os habrían advertido contra mí. ¿Cómo están las cosas en la ciudad? Evidentemente, desde aquí no puedo verla.

—Mal —dijo Tiadba—. Muy mal.

—Bien, así debe ser. El Tifón se inquieta y gana fuerzas, y quiere terminar con nosotros. ¿Algunos progenies más después de vosotros?

—No lo sabemos —dijo—. Quizá no.

—Entonces, una razón más para hacerlo —dijo Pahtun—. Estos arbustos durarán poco. Yo mismo los adiestré… los hice crecer a partir de antiguo terreno. Son de materia primordial, igual que vosotros… y yo. Estuvo bien que entraseis; si los hubieseis rodeado, habríais atravesado una senda, y recientemente los Silentes han estado muy ocupados. Seguidme.

Se puso en pie, alzándose sobre ellos, y extendió los brazos.

—¡Felicidades a todos! Habéis llegado hasta aquí.

75

El almacén verde

Por todo el almacén, las mujeres del grupo de lectura disponían los catres preparándose para la noche que no sería ni remotamente una noche. Porque aunque la oscuridad había caído y Ginny podía ver dos estrellas reluciendo a través del tragaluz,
eran siempre las dos mismas estrellas
. La Tierra no se movía. El sol y la luna no habían cambiado sus posiciones en el cielo.

Ginny colocó renuentemente las mantas de su catre y se sentó, rodeada por su patético cubículo de libros apilados, agotada, dispuesta a dormir… pero sabía lo que sucedería si se tendía y cerraba los ojos. Temía esa parte del sueño: la separación (aunque Jack dormía a unos pocos metros, podía oírle roncar un poco); el viaje a través de… no podía recordar qué era. Grandes muros grises y suelos polvorientos.

¡Si al menos pudiese ordenarlos en secuencia!

Minimus
pasó a través de una grieta entre las cajas y saltó al catre. Ginny dejó que el gato se tendiese en su regazo, ronroneara de satisfacción y la mirara con la preocupación real que sólo puede manifestar un gato: altanero, alerta, curioso exclusivamente por cortesía.

Con
Minimus
se sentía más segura, pero el gato no pedía acompañarla a la oscuridad tras sus párpados, el mundo indeseado que se abría a sólo una grieta y un susurro de distancia.

Finalmente, no pudo permanecer despierta más tiempo. Oyó que el gato saltaba al suelo, pero no le importó. Estaba muy cansada de intentar comprender y tomar el control de su vida.

Y por tanto, durante unos momentos que el reloj no podía medir —un interludio breve en una rodaja de mundo carente de tiempo real—, se rindió, se entregó. Permitió que esa existencia sin secuencia que tanto temía la anegase, la llenase. Cada vez que cerraba los ojos —cada vez que tenía que descansar, que dormir… hasta que sus dos vidas se combinasen y se
reconciliasen
—,
éste
sería su sacrificio, su sufrimiento.

Sí, sí… ya antes he soñado con esas cosas. ¡Adelante!

Llévame al Caos… envíame a la Falsa Ciudad… abandóname… ¡acabemos!

Las mujeres se congregaron alrededor de la estufa. No podían dormir.

—¿Cuánto nos queda? —preguntó Agazutta a Bidewell. La mujer había recuperado la dignidad, pero tenía círculos oscuros bajo los ojos y revuelto por completo el pelo pelirrojo.

Bidewell les pasó tazas de manzanilla.

Miriam fue la última en entrar en la estancia oscurecida e iluminada por la estufa, habiendo ido a comprobar el estado de Jack y Ginny, y —le susurró a Ellen— asegurándose de que Daniel y Glaucous estuviesen en su espacio.

Bidewell se reservó la respuesta hasta que todas las mujeres estuvieron reunidas. La mayoría se había sentado en las viejas sillas de madera… Agazutta se quedó de pie. Farrah se tendió en el sillón demasiado mullido, lánguida como siempre, pero sus ojos se movían ante cualquier ruido y sus manos agarraban con fuerza los brazos del sillón.

—No mucho —dijo Bidewell—. No se lo he dicho a los niños. A partir de este momento, las cosas degenerarán con rapidez. He estimado enormemente vuestra compañía.

—Pero no nuestro juicio —dijo Farrah sorbiendo la nariz—. Permitir la entrada de esos cabrones. ¿Por qué?

Bidewell miró las vigas altas y negó con la cabeza.

—Las piedras eligen.

—¿Cómo es que conoces a Glaucous? —preguntó Agazutta.

Bidewell mostró cara de desagrado.

—A él podría haberlo predicho.

—Si es un cazador, ¿por qué dejarle entrar?

—No podría dar ninguna respuesta que fuese suficiente… pero las sumadoras escogen a sus acompañantes.

—Más bien, los
crean
, ¿no es así? —preguntó Ellen. Sus manos ejecutaban pequeños movimientos perdidos en su mejilla y barbilla. Todos se sobresaltaron cuando otro restallido y chirrido llegaron desde más allá de las paredes.

—No puede saberse —dijo Agazutta con cansancio.

Bidewell bajó la vista y había lágrimas en sus mejillas agrietadas y duras, lo que las sobresaltó a todas.

—Esto lo sé. Los pastores confirmados por Mnemosina son de texto, surgen del texto… el texto es central. Las sumadoras han recorrido sus laberínticos caminos por entre todas las líneas de mundo, recorriendo todas las avenidas posibles, incluso las más improbables, y ahora han llegado, han sumado… han llamado nuestra atención… y entre ellas mismas, más vastas que cualquier cosa que podamos imaginar, han forjado guardianes. Incluso Daniel, aunque eso no es seguro.

—Quizá sea uno falso —dijo Miriam.

—No lo sabemos —dijo Bidewell—. Aunque su proximidad a Glaucous es ciertamente preocupante. Durante siglos ha habido rumores de un mal pastor… Pero nunca le he conocido.

—¿Qué es un mal pastor? —preguntó Agazutta, pasándose los dedos por el pelo.

—Un viajero que avanza a través de otros pastores. Usándolos. Trayendo algo más que una piedra… trayendo algo más, por razones propias.

—Suena encantador —dijo Farrah.

Bidewell colocó la mano sobre la estora para luego mirarse atentamente los dedos.

—Una vez más, señoras, me disculpo por mi ignorancia —musitó—. Pero como habéis dicho, el tiempo es limitado. Presiento inquietud. Os garantizo que fuera las oportunidades son muy limitadas.

—Ya se han decidido —dijo Ellen.

—¿Quién se va?

Agazutta alzó la mano.

—Los niños ya son mayores y viven fuera… Francia, Japón, muy lejos, pero quizá me hayan dejado algún mensaje en casa.

Quizá todavía haya alguna forma de hablar con ellos. Debo intentarlo.

Miriam levantó la mano.

—Debo volver a la clínica… si todavía está. Mis pacientes deben de estar muertos de miedo. Mi personal… llevan años conmigo.

Farrah se puso en pie y se estiró.

—Estoy sola —dijo—. Pero iré con Agazutta y Miriam simplemente para cuidar de ellas.

—Yo me quedo —dijo Ellen—. Se me necesite o no aquí… ahí fuera nadie me necesita.

—¿Ni siquiera nosotras? —dijo Agazutta—. ¿Así terminan las Brujas de Eastlake?

—Ha estado muy bien —dijo Ellen—. Sois las mejores amigas, las mejores aventureras que podría desearse.

—Bien, no termina…

—Hasta que yo no cante —dijo Farrah.

Las mujeres intercambiaron abrazos. Algunas lágrimas más. Luego tomaron bolsas y bolsos y Bidewell las escoltó hasta la puerta norte.

—¿Tenéis los libros? —preguntó—. No los perdáis. Llevadlos siempre con vosotras.

Le miraron con ironía.

—Libros delgados —dijo Agazutta.

—¿Qué significa 1298? —preguntó Farrah.

—Son vuestras historias, queridas damas —dijo Bidewell—, escritas en latín hace mucho tiempo, por vuestro obediente servidor, copiándolas de textos aún más antiguos… rollos de papiro que ardieron en Herculano. Siempre que tengáis cerca vuestras historias, tendréis algo de protección. No recomiendo leer por adelantado o saltar al final… todavía no.

—¿Saldremos de ésta con vida? —preguntó Farrah.

Bidewell resopló por lo bajo, pero no dio respuesta.

Miriam abrió la puerta al exterior. El aire sobre la ciudad se había aclarado un poco.

—Oh, mirad —dijo con un suspiro—. No llueve.

—¿Qué pasará con vosotros? —preguntó Agazutta, agarrando a Bidewell por el codo mientras descendían la rampa.


Eso
está más que claro —dijo Bidewell—. Yo estoy marcado. Llevo demasiado tiempo en la refriega para haber pasado desapercibido, y por tanto… Me temo que todos nuestros destinos dependen del resultado, y antes de que llegue debemos entrar en una especie de almacenamiento, junto con esta ciudad… todas las ciudades, todas las historias, todos los tiempos. El mundo de aquí fuera no es el único registro, ni tampoco la versión final de la edición.

Agazutta agitó la cabeza con melancólica irritación.

—Nunca te he comprendido, ni tampoco por qué hicimos todo esto.

—Soy un tipo seductor —dijo Bidewell.

—Sí que lo eres —dijo Miriam, y le besó la mejilla.

La puerta exterior estaba abierta y tres de las Brujas de Eastlake partieron hacia el gris, sosteniendo bolsos o bolsas, y sus libros, como defensa. Dejaron a la más joven, Ellen, de pie junto al hombre antiguo de mejillas mojadas que ahora parecía incluso más viejo.

—Deberías entrar —dijo Ellen, observando las figuras. Las enmarcaba un halo apenas visible y el parpadeo del cielo, la inclinación y el chirrido de las paredes se redujo al partir.

—Pronto no importará dónde nos encontremos —dijo Bidewell.

Ellen le agarró la cara y le miró directamente a los ojos.

—No me lo dijiste. Crees que ha salido mal.

—A corto plazo, ahora igual a cualquier largo plazo, estamos todos juntos. Sólo hay dos destinos, sólo quedan dos caminos. Todos iremos por un camino o por el otro: para ser reconciliados y ordenados en nuestras conclusiones por Mnemosina, o para que la Princesa de Caliza juegue con nosotros como considere conveniente. Y al final, serán nuestros niños visitantes los que nos llevarán por uno o por otro.

Se envaró y señaló con las manos el punto de la cortina de tinieblas por el que habían pasado las mujeres.

—Les deseo lo mejor —dijo—. Aquí hace frío. —Cerró la puerta pero no pasó el cierre—. Nos han repartido las cartas.

76

El Caos

Las ramas se apartaban a medida que este Pahtun —no tenía otro nombre— les guiaba a las profundidades del bosque. Tiadba sabía que jamás podrían dar con el camino de salida. Las ramas se habían separado renuentemente y luego habían intentado rodearles, quizá como defensa. Y las armaduras ya no respondían a las órdenes de cerrarse y sellarse. Evidentemente, el Alzado era el que mandaba y aparentemente sabía lo que hacía.

Macht mostraba un fruncimiento permanente y Denbord había congelado la cara en una expresión de insolencia, aunque no había dicho nada. Todos habían pasado por demasiado.

—¿Probasteis las sajas? —preguntó Pahtun—. ¿Fueron efectivas? —El Alzado se volvió, con los brazos extendidos, y las puntas de las ramas superiores se iluminaron casi hasta luz de vigilia.

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