La biblioteca del cartógrafo (19 page)

Read La biblioteca del cartógrafo Online

Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
4.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué pasa? ¿Quién es ese hombre?

—Ya te lo he dicho, no lo sé. ¿Podemos irnos, por favor? ¿Por favor?

—Pero si todavía te queda media cerveza. ¿Estás segura de que no…?

Sin darme tiempo para terminar, sacó el monedero, dispuesta a pagar la cuenta. Al ver aquello desistí.

—Vale, vale, no pagues. Vámonos. Pero si estás preocupada, quizá deberías llamar a la policía o…

Hannah intentó adoptar una expresión de fatigada serenidad, pero en aquellas circunstancias parecía una máscara mal ajustada.

—Es que me recuerda un poco a mi padre, a las fotos de antes.

Si aquello era cierto, su padre debía de tener unos sesenta años al nacer Hannah, lo cual resultaba extraño si no inaudito. En cualquier caso, no me imaginaba a ese tipo con pinta de lobo de mar en un bungalow junto a un campo de golf de Florida.

Pese a la sonrisa despreocupada y el paso liviano con que se dirigió hacia el coche, a Hannah le temblaban las manos cuando se abrochó la capa.

EL MARFIL DE XINJIANG (TIERRA)

Tierra: Con inusual acierto, un poeta bárbaro señaló que de ella venimos y a ella volveremos. Es el primero y el más importante de los elementos, como observaron los antiguos, de calidad y dignidad extraordinarias, caracterizada ante todo por su frialdad y sequedad, pero en realidad depósito y medio de cultivo para los otros tres. Tsun Li Bai afirmaba que el verdadero científico debía ingerir una cucharada diaria de su tierra natal y llevarla consigo cuando viajara. Huelga añadir nada más sobre su desgraciado destino…

YUN FEIYAN
,

La rueda del dragón

[El siguiente texto procede de la declaración del poeta estonio Jakob Harve, considerado enemigo del Pueblo y confinado en el campo de trabajo de Yamal en agosto de 1974. Lo escribió al fugarse de Yamal diecisiete meses más tarde. Faltan la primera o primeras páginas.]

… porque entendía que todos ellos habían sido colectivizados y convertidos en obedientes homo sovieticus. Le pregunté si no era así en realidad.

—Por regla general, sí —respondió en un ruso sospechosamente fluido, lo cual por sí solo ya debería haberme puesto en guardia, imbécil de mí—. Pero algunos grupos de nuestro pueblo siguen en libertad, como siempre ha sido y siempre será.

Bajó la mirada hacia mis pies. Llevaba las escuálidas botas de prisionero, cuyas suelas empezaban a despegarse. De hecho, tenía los pies entumecidos desde hacía varias horas y las yemas de los dedos empezaban a ennegrecerse, pero estaba tan resuelto a alejarme del infierno del que había huido que apenas si reparaba en ello.

El hombre se echó a reír y con el cuchillo cortó dos tiras de piel del dobladillo de su abrigo, indicándome que me las atara alrededor de las botas. Luego se quitó el voluminoso e informe abrigo de pieles y me lo echó sobre los hombros. Le dije que era la primera vez que conocía a un yakuto. Él explicó que los únicos rusos a los que veían él y los suyos eran prisioneros fugados. Después sacó dos tiras de carne seca (no pregunté de qué animal procedía) de las profundidades de su ropa y me las alargó. Tenía la boca tan reseca y la carne era tan dura que lo único que conseguí fue hacerla rodar sobre la lengua como si de un caramelo se tratara. El yakuto me dio una palmadita en el hombro y señaló una yurta en el horizonte al tiempo que me preguntaba si me sentía con fuerzas suficientes para andar. Por supuesto, asentí. Sin embargo, mientras caminábamos hacia su campamento, la falta de comida y la congelación pudo conmigo. En un momento dado di un traspié y caí hacia adelante con la esperanza de que la nieve amortiguara la caída. Pero lo único que recibí en aquel paraje tan septentrional fue un golpe en la mandíbula.

Desperté porque una especie de trapo caliente y mojado me surcaba el rostro en medio de un olor extrañamente dulce y bastante fétido. Al abrir los ojos descubrí que era la lengua de un reno que me lamía el sudor de la frente y las mejillas. El susto me hizo incorporarme con tal brusquedad que volqué la mesa situada junto al camastro. Pan, té y tiras de carne seca salieron despedidos al suelo y ahuyentaron a mi amigo cuadrípedo. Oí risas en distintas tonalidades y estilos. Risitas aflautadas de niña, carcajadas roncas de anciano, sonoros bufidos de hombre gordo, jadeos de edad y sexo indeterminados, así como una serie de risas indescifrables para completar el cuadro. Me senté, algo mareado, y advertí que me hallaba en una tienda pequeña y atestada de gente. Apestaba a sudor, flatulencias, tabaco, alcohol y sebo. Sin embargo, por primera vez en 947 días, despertaba en un lugar que no era mi celda, y di gracias a Dios también por primera vez en casi tres años.

Mi salvador estaba sentado en el suelo junto a mí, con la cabeza descubierta y fumando una tosca pipa de madera.

—¿Bulun? —preguntó.

Asentí.

—¿Cuánto tiempo?

—Casi tres años.

Emitió un gruñido y arqueó las cejas. Una mujer rolliza de rostro chato a la que tomé por su mujer alzó la mirada de las botas forradas de piel que estaba arreglando y chasqueó la lengua con aire compasivo.

—No está mal —prosiguió el hombre—. El último que pasó por aquí había estado quince años. Murió antes de que llegáramos a la tienda, pero la verdad es que ya era cadáver desde hacía rato. —Recogió lo que había tirado y me lo fue alargando—. Pan. Lo ha hecho mi mujer —explicó, señalando con la cabeza a la mujer rolliza, que me dedicó una sonrisa triste—. Y carne de reno. Muy saludable.

—Y té —terció una voz quebrada de mujer desde el otro lado de la tienda.

Estaba sentada junto a un hombre de edad similar. Ambos eran tan ancianos, tan curtidos e inescrutables que parecían tallas de madera.

—Bebe té —insistió, recalcando la palabra «té» como si yo fuera extranjero, lo que hasta cierto punto era verdad—. Caliente en invierno. Bueno para los huesos. Y bueno para pensar —aseguró mientras se golpeteaba la sien para enfatizar sus palabras.

—Té, madre. Tráele té a nuestro invitado —ordenó mi salvador—. Y ahora come, entrarás en calor. ¿Fumas?

Negué con la cabeza.

—Es la primera vez que conozco a un prisionero que no fuma.

—Podía comprar más cosas con los cigarrillos si no me los fumaba.

—Muy listo. ¿Eres ruso?

—Estonio.

Dijo algo a los dos ancianos, que asintieron con expresión insondable y tan al unísono que resultaba algo sobrecogedor.

—Mis padres —presentó mi salvador—. Y esas tres pequeñas son mías también —prosiguió al tiempo que señalaba a tres niñas que me observaban con recelo desde el rincón más alejado de la tienda—. Y hay un cuarto en camino —añadió con un guiño—. Ese gordo que ronca allí es el inútil del hermano de mi mujer. Pero la familia es la familia. ¿Te espera alguien en casa?

—Mi esposa. Tengo esposa.

En la cárcel había aprendido a reprimir todo pensamiento relacionado con ella, pero ahora, alentado por la posibilidad de regresar, su imagen congelada empezó a derretirse en mi mente, primero despacio y luego a borbotones. Al recordar sus manos, su voz y su olor, me puse a temblar y a llorar en presencia de aquella familia desconocida. No soportaba seguir pensando en ella.

—Por favor, ¿quién eres? ¿Y por qué me has ayudado? —inquirí en cuanto recobré la compostura.

—Me llamo Nei. Somos de Saja, ya sabes, yakutos. Los últimos yakutos libres de esta región. ¿Que por qué te he ayudado? Pues porque es mi deber.

Resulta asombrosa y desafortunada la rapidez con que la coraza carcelaria se desprende cuando te ves expuesto a la primera expresión de calor humano, máxime cuando dicho calor es una simulación, una mera chispa, no una hoguera.

—Hace años, amigo mío, que no oía a nadie hablar del deber en estos términos, no como el deber de pisotear a quienes tienes debajo y doblegarte ante los que tienes encima.

Alargué la mano hacia él y creo que lo habría abrazado si la solapa no se hubiera abierto y por ella no hubiera entrado un par de botas que me resultaban familiares, seguidas de un rostro que me resultaba aún más familiar.

—Bonito discurso, poeta —espetó el hombre con una sonrisa malévola— pero Nei se refería a su deber socialista para conmigo, no a un concepto retrógrado e infantil que lo obligaría a ayudar a enemigos del Estado.

A pesar de que había esperado no volver a ver jamás el rostro del comandante Zhenski, sabía que jamás lo olvidaría. Y ahora, a despecho de todos los esfuerzos, de los secretos, los sobornos, la excavación, las esperanzas, la espera, los peligros y el riesgo de morir o ser capturado que creía haber eludido, ahí estaba otra vez, la misma
[FRAGMENTO TACHADO]
su inventiva.

—Ha llegado más lejos que la mayoría. Burló los dos puestos de guardia y ha vivido lo suficiente para llegar hasta Nei. Estoy impresionado. Dígame, ¿dónde hizo el servicio militar?

Se sentó en un hueco desocupado junto al fuego. Era extraño que estuviera desocupado, a menos, claro está, que lo hubieran reservado para él (como así creía).

—Murmansk.

—Eso lo explica todo. Parece estar acostumbrado al frío, ¿no es así?

Guardé silencio.

—Le diré una cosa; nadie llega a acostumbrarse nunca a este frío. Si no se hubiera topado con Nei donde lo encontró, llevaría horas muerto. ¿Cree que Bulun es una prisión? Bulun es un oasis, un paraíso de calidez y buena convivencia en comparación con el resto de esta región dejada de la mano de Dios. Este desierto sí es una prisión. ¿Sabe cuánto tiempo llevo viviendo aquí? Dieciocho años. ¿Y sabe por qué? Porque me pagan por ello, y bien. Tengo una casa enorme a orillas del Lena, donde puedo pescar. Tengo privilegios para viajar al extranjero, acceso a atención sanitaria para mí, mis padres y mis hijos. Tengo coches y chóferes, y vivo mejor que el noventa por ciento de los funcionarios del partido de rango técnicamente superior al mío. Pero a cambio me veo obligado a vivir en este infierno. Nueve meses de frío insoportable y tres de mosquitos. Camarada poeta, ¿cuántas veces ha salido al aire libre desde que llegó como invitado mío? No, no me lo diga, ya lo sé. Tantas veces como se lo hemos permitido. ¿A qué le huelen las manos?

Por supuesto, olían a pescado, y creo que siempre olerán igual. Las olisqueé e intenté no mostrar expresión alguna, pero sin duda arrugué la nariz, porque Zhenski se echó a reír.

—Ya me parecía. No queremos que ninguno de ustedes llegue a librarse nunca del todo de ese olor. Y estamos incrementando la producción, ¿sabe? Cada vez nos envían a más hombres como usted, más escritores judíos, más actores maricas, más cantantes melenudos. Y tenemos espacio y trabajo para todos.

Nei y su mujer miraban el suelo con expresión afligida. Zhenski se volvió hacia ellos. De inmediato, ambos abrieron los ojos como platos sin levantar la cabeza y esbozaron sonrisitas hipócritas. El comandante ordenó a Nei que me sirviera más té y me trajera un plato de comida. Husmeó la carne, profirió una exclamación asqueada y me alargó el plato.

—Supongo que a la larga uno puede acabar acostumbrándose, pero yo nunca lo he conseguido. Carne de reno cruda, congelada y cortada en lonchas muy finas. Repugnante. Yo prefiero el caviar osetra que envían cada mes junto con una caja de vodka y otra de champán de Crimea. Lo mejor de lo mejor. Pero en fin, coma. Intente entrar en calor, que luego me gustaría mostrarle algo.

Había perdido el apetito, pero no quería que Zhenski creyera que me había trastornado, de modo que comí. Cuando hube dado cuenta de toda la carne y el pan, devolví el plato a la mujer de Nei y le di las gracias con un ademán de cabeza. Ella me sonrió de oreja a oreja, luego miró a Zhenski y regresó a toda prisa y con la cabeza gacha junto a Nei.

—Salgamos un momento —dijo Zhenski—. Quiero que vea algo.

Intenté incorporarme, pero estaba congelado. La combinación de la temperatura y la reputación sanguinaria de Zhenski inutilizaban la parte inferior de mi cuerpo.

—Poeta —murmuró, acercando su cara marcada color grasa de pollo cruda—. ¿Acaso me tiene miedo?

No dije nada, sino que me obligué a levantarme y me arrebujé en el abrigo de Nei. Retiramos la solapa de la tienda y salimos a una noche tan despejada y fría que era como estar dentro de un cristal. En el cielo brillaban más estrellas de las que había visto en mi vida; estaba atestado de ellas. A lo lejos se oía un sonido a caballo entre tintineo y crujido. Zhenski señaló a nuestra espalda, y al mirar distinguí a duras penas un débil fulgor en el horizonte.

—Bulun. La verdad es que no está tan lejos. A unos cuatro kilómetros, más o menos. Pero ¿ve este campamento? ¿La forma que tiene?

Ni siquiera había advertido que estábamos en un campamento. En aquel momento reparé en varias tiendas como la nuestra plantadas a intervalos regulares que se extendían en ambas direcciones.

—Es una línea—constaté.

—No. Venga aquí y vuelva a mirar.

Nos dirigimos al otro lado de la tienda.

—Un círculo. Las tiendas…

—Un anillo. Bulun y mi casa se encuentran en el centro. ¿Lo entiende ahora? Los yakutos son libres para campar a sus anchas. Tienen sus rebaños, sus pieles, su lengua… No están en Magnitogorsk, no extraen carbón en las minas de Vorkuta o Voronezh, y sus hijos no van a internados estatales. Lo único que les pedimos a cambio es vigilancia y un poco de información.

A mis ojos afloró una lágrima que me rodó por la mejilla y cayó al suelo con un tintineo, ya solidificada. Zhenski se inclinó y la recogió. La mejilla me escocía en el trayecto que había recorrido, pero la lágrima relucía en el guante de Zhenski como un regalo precioso.

—El susurro de las estrellas —dijo.

—¿El qué?

—Un poeta como usted debería apreciarlo. Lo llaman «el susurro de las estrellas». Escuche —ordenó, alzando un dedo en demanda de silencio.

Aún oía aquel sonido parecido a un tintineo y estiré el cuello para averiguar de dónde procedía.

—No, aquí. Mire.

Formó una gran O con la boca y exhaló. La bocanada de aire cayó al suelo en forma de gotas. Ese era el sonido que había oído, el de nuestras respiraciones al caer.

—Es una expresión yakuta. Se refiere a un período de tiempo tan frío que el aire exhalado cae al suelo antes de poder disiparse. Los yakutos dicen que durante el susurro de las estrellas no hay que contar secretos al aire libre, porque las palabras se congelan, y cuando llega la primavera, cualquier persona que pase por el lugar las oirá. En primavera, el aire se llena de chismes obsoletos, órdenes no obedecidas, las voces de niños que ya son adolescentes, retazos de conversaciones olvidadas… Su voz, camarada poeta, nuestra conversación permanecerá aquí mucho más tiempo que usted.

Other books

Outlaw by Michael Morpurgo
Further Out Than You Thought by Michaela Carter
The Maverick Prince by Catherine Mann
One to Count Cadence by James Crumley
Hopelessly Broken by Tawny Taylor
Through Waters Deep by Sarah Sundin
Nothing to Report by Abbruzzi, Patrick
The Intern Blues by Robert Marion