Omar se dirigió a toda prisa hacia la proa. Cuando el barco atracó, desembarcó casi de un salto. Hombre transformado, sin nada a su nombre salvo una piedra labrada de valor dudoso en el bolsillo, respiró hondo por primera vez desde que abandonara Sicilia y con las piernas temblorosas por la travesía cruzó la pasarela de madera a la luz mortecina del crepúsculo.
Pese al recelo y las preocupaciones iniciales, Omar descubrió que Sudak era una ciudad agradable; no tan avanzada ni cosmopolita como Palermo, pero como casi todos los puertos, rebosante de intrigas, tipos estrafalarios y todos los placeres que la bolsa de un hombre pudiera comprar. Pasó varios veranos en Sudak, sin recurrir jamás al robo. Su capacidad de conversar en árabe, latín y siciliano vulgar lo convertían en un negociador de valor inusual, un empleo que no solo lo alimentaba y vestía, sino que le permitió ahorrar lo suficiente para hacerse con una esposa y un pedacito de tierra en las montañas. Cuando se marchó de Sudak, juró no volver a ver jamás el mar; plantó viñas y naranjos, y se granjeó cierto renombre como vinatero.
Se propagó el rumor de que sus caldos proporcionaban una longevidad inaudita a quienes los bebían, pues Omar sobrevivió no solo a su esposa, sino también a sus siete hijos, para morir a lo que algunos denominaron una edad antinatural. En su lecho de muerte confesó a su nieto mayor, a la sazón un abad entrado en años de reputación intachable, que había pasado más de un siglo en Sudak. El día de su muerte, a la hora callada que media entre el canto de los grillos y el trino de los pájaros, empleó sus últimas fuerzas para levantarse del lecho y arrastrarse hasta un rincón aislado y yermo entre la casa y los viñedos. Allí cavó un pequeño hoyo y, sin descuidar el ritual, sepultó el único objeto que lo había acompañado desde Sicilia, envolviéndolo en algodón virgen blanco como si de su propio yo más joven se tratara. Al alba, cuando su ayuda de cámara acudió a despertarlo para las oraciones matutinas, halló a su señor pálido y frío, con tierra incrustada bajo las largas uñas.
En cuanto al capitán genovés, Silvio Freschi, adquirió fama no solo como el marino más valeroso e intrépido de una tierra de marinos valerosos e intrépidos, sino también como el mercader más rico de una tierra de mercaderes ricos. Creó asentamientos genoveses en Qingdao, Kwangiu y Fukuoka. Supuestamente tomó esposa en Axum, donde pasó largos meses conversando con el monje guardián del Arca de la Alianza. En las raras ocasiones en que regresaba a Génova, su presencia era siempre motivo de fiesta y admiración, pues volvía con la bodega repleta de especias, frutos secos, frutas, semillas, telas, instrumentos musicales y libros. Siempre navegaba con la misma tripulación, y cuando uno de sus miembros moría, desertaba o se quedaba en una ciudad agradable, no lo sustituía. Silvio afirmaba que se retiraría cuando ya no le quedaran suficientes marineros.
Cuando llegó el momento, atracó en Génova con los últimos doce integrantes de la tripulación, y juntos hundieron el barco con ayuda de un polvo negro que habían obtenido en Qingdao a cambio de una caja de pétalos de rosa secos de Masqat. A continuación, Silvio invitó a sus hombres a su hogar para disfrutar de una última cena juntos, y allí entregó a cada uno de ellos una treceava parte de su riqueza. Luego, en un gesto que se popularizó en Génova al poner fin a la singladura de un marino, quemó ceremoniosamente un saco vacío, lo que simbolizaba el fin de sus días de viajes y comercio. El saco que quemó era de tosca arpillera siciliana; la tripulación recordó al nervioso ladronzuelo que lo había llevado a bordo atado a la cintura.
Objeto 2: Una torre tallada en cuerno de elefante. 40 centímetros de altura, 20 centímetros de anchura y 20 centímetros de fondo. Hueca y completamente ennegrecida, como si hubiera pasado largos períodos sobre el fuego. Zonas chamuscadas junto a las ventanas externas de la torre, como si de un castillo arrasado se tratara. Dibujos decorativos color bermellón y aguamarina en torno a la base, los torreones y las almenas. Diseño obtenido del delirio inducido por el hachís de
Ali Rasul Ali
(1034-1134), arquitecto y ajedrecista de Lahore. Ali talló un juego de ajedrez completo, todo él de cuerno de elefante y con piezas mucho más grandes de lo habitual. Hacia el final de su vida se volvió miope, si bien su pasión por el ajedrez nunca menguó, por lo que jugaba con piezas de mayor tamaño para descansar la vista y conservar las fuerzas.
La labor de un alquimista transcurre en el castillo, lo cual no describe en modo alguno lo que es o puede ser un castillo. Podría decirse que la labor de un alquimista transcurre dentro de un guisante si pudiera hallarse un guisante lo bastante grande y hueco. El castillo debería contener físicamente todos los utensilios y efluvios relacionados con el proceso alquímico, y por tanto sus dimensiones varían de forma considerable (este se halla entre los más pequeños; el Domesday Book menciona «la fortaleza cerca de los Greate Brizes, con un círculo ennegrecido en lo alto de sus torrecillas, toda envuelta en repulsivos vapores y excrecencias, en el que nadie afirma vivir ni efectivamente se conoce de quien lo haya hecho»). Asimismo, no responden necesariamente al diseño típico de los castillos. Por supuesto, el castillo definitivo es el mundo.
Fecha de fabricación: Finales del siglo XI de nuestra era.
Fabricante:
Ali Rasul Ali
.
Lugar de origen: Lahore.
Ultimo propietario conocido:
Yusuf Hadras ibn Azam Abd Salih Yafar Jalid Idris
. Robado de su biblioteca en 1154 por Omar Iblis, ladrón siciliano que murió convertido en un vinatero feodosio. Omar conservó la torre hasta que enfermó gravemente a una edad inusualmente avanzada, momento en que la enterró en un lugar oculto entre sus viñedos y su suntuosa morada. Allí permaneció hasta 1943, cuando una serie de explosiones achacadas a separatistas tártaros de Crimea la desenterró. De hecho, quien puso las bombas fue el agente del KGB Yuri Starpov a fin de proporcionar un pretexto para deportar y luego aniquilar a la población tártara de Crimea a instancias de Stalin. Un comandante lituano del ejército soviético encontró la torre entre un amasijo de raíces y sangre. La llevó a Svencionis, donde permaneció en el fondo de una alacena, detrás de platos de loza barata y vasos desportillados, olvidada hasta desaparecer en un robo perpetrado en 1974.
Valor aproximado: Sobre la base de las ventas de figuras de ajedrez antiguas y artesanía premogol, entre 24.000 y 70.000 dólares. Existen otras figuras de este juego, pero están diseminadas por todo el mundo. La correspondiente torre blanca se encuentra en la trastienda de un establecimiento de antigüedades en Pees, cuyo propietario ignorante pedía 400 lek por ella. Las dos torres negras, pintadas con una mezcla de sangre de cabra, tierra y vainas de cardamomo quemadas, se vendieron en una subasta de Pondichery por 65.000 dólares cada una. El jovencísimo gran maestro ajedrecista irlandés Sean Lallan, de Roscommon, ahora de edad avanzada y gran fortuna gracias a sus astutas inversiones en la industria lanera de Donegal, posee ambos caballos blancos y un alfil negro, y ha hecho público que estaría dispuesto a trocar veinte acres de tierra por el otro alfil negro. Una falsificación de la reina blanca se vendió por 54.000 dólares en una subasta de Toronto a un ortodoncista mujeriego.
Y así como todas las cosas provinieron del Uno, por mediación del Uno, así todas las cosas nacieron de esta Única Cosa, por adaptación.
Cuando el profesor Jadid se alejó, empecé a lamentar no haber aceptado su invitación a tomar una copa aquella tarde. Tal vez debería haberme preocupado más por volver a casa, pero lo cierto era que estaba intrigado. Las armas de fuego y las conspiraciones, aun cuando fueran de naturaleza académica como aquella, representaban una distracción agradable de los habituales artículos sobre reuniones del consejo escolar y disputas urbanísticas. Al contemplar el luminoso cielo azul y aspirar la inconfundible fragancia otoñal de la ciudad, mezcla de humo y mar, con alguna que otra ráfaga salada procedente del muelle, pasar hora y media deambulando por allí me resultaba de lo más atractivo.
Y la idea de ponerme al día con el profesor me atraía aún más. Era un hombre cortés, de educación clásica, porte digno, europeo en un estilo de preguerra, y como tal poseedor de diversos enemigos en el campus, que lo consideraban un auténtico dinosaurio. Una de las razones por las que me caía tan bien residía en que aquella circunstancia no lo afectaba en absoluto. Había visto a varias estudiantes negarse a cruzar las puertas que él les sostenía abiertas, pero jamás lo había visto dejar de sostenerlas abiertas para ellas. Habíamos perdido el contacto sobre todo a causa de mi desidia. Olvidaba contestar a las cartas, nunca me acordaba de coger el teléfono y llamarlo, y así había transcurrido casi un año sin tener noticias de él.
No sé si lo echaba de menos a título personal o si añoraba una figura benévola y aprobadora, algo que desapareció en cuanto me licencié y me encontré solo ante el peligro, obligado a tomar decisiones importantes. También echaba de menos la ciudad, con su aire extraño y acogedor, así como su vivacidad, al menos en comparación con Lincoln. Mientras paseaba la mirada por Roderick Street, la zona estudiantil por excelencia, se me ocurrieron mil y una historias locales, hasta el punto de que los fantasmas de las historias se evidenciaron en mi mente con mayor claridad que las personas a las que veía caminar por la calle. Al cabo de dos minutos, el entusiasmo que me inspiraba el lugar se desinfló como un globo. Dondequiera que fuese, el pasado me abrumaría sin dejar espacio al presente ni al futuro, así que decidí subir al coche y volver a la vida real.
Una hora después de cruzar la frontera de Connecticut reparé en la salida de Clougham y recordé el bar que había mencionado Crowley. Aún no eran ni las dos de la tarde; si paraba a tomar una sola cerveza, podía estar de vuelta en el periódico con tiempo de sobra. Además, tal vez Pühapäev hubiera tenido compañeros de copas o era de aquellos que se sinceraba con el camarero… o yo era de los que racionalizaba lo que fuera con tal de tomarme una cervecita en horas de servicio.
Clougham era uno de esos innumerables pueblos de una sola calle que salpican Connecticut, de esas poblaciones cada vez más escasas que todavía no se habían convertido en una extensión del Upper East Side de Nueva York. Tenía una gasolinera de dos surtidores, un solo colmado de madera blanca (a diferencia del colmado Ye Olde General Store de Lincoln, que todavía tiene una caja registradora manual, pero vende el Wall Street Journal, vino
pinot noir
y seis variedades de olivas en vasijas de barro), y junto a él una combinación de oficina de correos y licorería. Cuando me trasladé a Lincoln, pasaba los fines de semana explorando las inmediaciones y así descubrí Clougham. Pero en los últimos meses había dejado de explorar para empezar a colaborar como autónomo para un par de periódicos medianos de Connecticut y alguna que otra revista, sobre todo con artículos de interés regional, histórico y paisajístico. Art me había pasado algunos encargos que otros editores le encomendaban a él, con la justificación de que yo necesitaba el curriculum más que él. También me había dicho que si alguna vez encontraba a otro periodista en activo que se dedicara a pasar artículos bien pagados a un compañero por la cara, me compraría una revista para mí solito.
Al pasar delante de la licorería, me quedé mirando por la ventanilla a dos parejas probablemente un poco más… oh Dios mío, un poco más jóvenes que yo, que tomaban cerveza en las cabinas abiertas de dos camionetas contiguas, una de ellas con motivos de color rojo fuego y la otra, de color azul mar. Uno de los tipos se levantó cuando aminoré la velocidad y arrojó una lata de cerveza contra mi coche. Pensé que estaba vacía hasta que la oí golpear el costado con fuerza suficiente para hacerme tambalear un poco. Aminoré la velocidad aún más para comprobar los daños por el espejo retrovisor, y el tipo cogió una barra de hierro de la camioneta y se acercó a mi coche. Mi coche tenía la portezuela abollada, pero carecía de armas comparables a la suya, de modo que seguí conduciendo con las manos temblorosas y los nudillos blancos aferrando el volante. Los oí lanzar una carcajada y por el retrovisor vi que el agresor entrechocaba la mano con la de su amigo.
A pocas calles de la licorería, a la vuelta de una curva cerrada, se alzaba una achatada casa granate de dos plantas con luces navideñas enrolladas alrededor de los canalones de desagüe y encendidas pese a que era de día. El jardín delantero se había transformado en un aparcamiento, frente al cual se veía un pequeño rótulo de madera clavado en la hierba: El Lobo Solitario.
Entré en el aparcamiento y estacioné entre un Crown Victoria azul marino y un Datsun oxidado. Salvo por el rótulo luminoso de Schlitz colocado en la ventana y el aparcamiento en sustitución del jardín, el edificio no se distinguía en nada de las demás casas de la calle. Tras ella, apenas visible desde la parte delantera, había un jardín con una enorme barbacoa, algunos contenedores de basura y un columpio roto y de aspecto triste. Norman Rockwell visto desde el fondo de una botella, uno de esos paisajes bucólicos que te dan náuseas.
Entré en el bar por lo que habría sido la puerta principal de la casa, y por un instante creí encontrarme en la residencia de alguien. Tanto la barra como las paredes aparecían revestidas con la enclenque madera de imitación tan típica en sótanos y salas de juegos. Todas las sillas y mesas estaban desparejadas y parecían sacadas del trapero. En un rincón, la pantalla de un televisor en blanco y negro emitía un culebrón con el volumen al mínimo. Un camarero de cuello grueso y bigote estilo Pancho Villa alzó la vista hacia mí desde detrás de la barra, al igual que tres parroquianos de aspecto sombrío y soñoliento. Cada uno de ellos estaba sentado solo, y cuando me miraron no tuve la impresión de haber interrumpido ninguna conversación. Era un local tosco y lúgubre. No es que no me gustaran los lugares pintorescos con sabor a viejo, pero tendía a mantenerme alejado de bares como aquel. Cuando entré, las manos, que aún me temblaban por el incidente de la lata de cerveza, empezaron a sudarme.
—¿Qué hay? —gruñó el camarero con un acento que no alcancé a descifrar, aunque no era americano.
Cerré la puerta tras de mí y saludé con un ademán de cabeza.
—¿Está abierto?
—Depende. ¿Miembro?