—Realmente estás investigando a fondo para este artículo mentó Art—. Nada que ver con las historias locales que te encargo.
Asentí con expresión neutra y sin saber adónde quería ir a parar.
—Deberíamos colocarlo en un periódico más importante que el Carrier.
—¿Como cuál?
—Para eso te he hecho venir temprano hoy —repuso él al tiempo que descolgaba el teléfono.
—¿A quién llamas?
—A Leenie —explicó Art mientras marcaba—. Eileen Coughlin, redactora adjunta del periódico más importante de Boston. Ella y yo… —Se interrumpió a media frase para escuchar—. Leenie —saludó a su interlocutora, recalcando la segunda sílaba mientras una sonrisa se insinuaba en sus labios para acabar ensanchándose.
—Sí, señora. ¿Qué tal estás? Espera un momento, que pongo el altavoz.
Al instante, una voz ronca con espeso acento de Boston surgió del teléfono de Art.
—… puto aparato para que pueda hablar contigo como una persona normal.
—Leenie, ¿recuerdas que la otra noche en Metzger's te hablé del chico que tengo trabajando conmigo, Paul Tomm?
—Sí.
—Pues lo tengo delante, y está trabajando en algo que, si no me equivoco, encajaría mejor en vuestro periódico que en el mío.
—¿Ah, sí? Si el chico lleva el sello de garantía de Art Rolen, soy todo oídos. Suéltalo.
Art me señaló con el dedo y asintió. Te toca, decía su gesto. Le conté la historia con toda la concisión de que fui capaz, exagerando los aspectos más misteriosos (enigmático profesor inmigrante que llevaba y a veces disparaba un arma, causa de la muerte en apariencia desconocida, ciudadano anónimo que informaba de la muerte desde un teléfono público, posible robo, antecedentes penales), y eludiendo la conclusión más banal (anciano estrafalario muere solo por causas naturales).
—Bueno —dijo Leenie cuando terminé—. Parece que podría ser algo, aunque por otro lado, podría no ser nada de nada. Pero en cualquier caso, es interesante. ¿Artie te dirige o te asesora?
—Lo asesoro, cariño —terció Art—. El chico sabe vestirse solo y ya no lleva pañal.
—Oye, Paul, hazme un favor, ¿quieres? —pidió Leenie, riendo—. Coge el teléfono para que no tenga que oírte gritar por esa lata. Gracias, eso está mucho mejor. Vamos a ver… Art habla muy bien de ti, y yo lo aprecio mucho. Él cree que tú crees estar sobre la pista de algo, y tú crees estar sobre la pista de algo, y si es así, entonces tiene razón en lo de no publicar el artículo en el Carrier. Si sale algo más, llámame otra vez y hablamos. Entretanto, salga algo o no, a veces publicamos artículos de interés local de toda Nueva Inglaterra. Si encuentras algo que merezca la pena, me das un toque. Y ahora pásame a Art, ¿quieres? Buena suerte y hasta pronto.
Entregué el teléfono a Art, que se despidió de su amiga, hizo planes corteses pero irrealizables para quedar con ella y colgó.
—¿Te ha dicho que te dejará un hueco?
—Si encuentro algo interesante, sí. También ha dicho que a veces publican artículos de interés local.
—Sí, deberías escribir alguno. El corresponsal que tienen ahora es extremadamente perezoso y poco fiable.
—¿Quién es?
—Yo —confesó Art con una sonrisa avergonzada—. Escribo un artículo cada pocos meses, pero la verdad es que podría escribirse uno al mes sin problema. Pagan bien, es un trabajo fácil, bueno para el curriculum y también para tener un pie dentro si alguna vez te da por ir a Boston. Y espero que te dé. A lo mejor Leenie te proporciona algo que te permita saltarte algún paso para que no tengas que pasar por… no sé, New Haven o Springfield cuando te vayas de aquí. Entretanto, tendrás que seguir indagando. —Bajó la cabeza y señaló el teléfono—. ¿Vas a llamar a la profesora de música?
Al igual que las empresas de zapatillas deportivas patrocinan a los corredores, las compañías telefónicas deberían patrocinar a los periodistas, porque nadie salvo los profesionales del telemarketing utiliza los teléfonos tanto como nosotros. Marqué el número de la escuela, y al poco contestó una voz precisa y culta.
—Escuela Talcott, soy la señora Turley. ¿En qué puedo servirle?
—Querría hablar con Hannah Rowe, por favor.
—La señorita Rowe está enferma. ¿Quiere dejar algún mensaje?
—A decir verdad, me urge bastante hablar con ella. ¿Tiene algún número donde la pueda localizar?
—¿Con quién hablo, por favor?
—Soy su primo Brett —mentí, haciendo caso omiso de la risita contenida de Art—. Llamo porque esta noche estaré de paso en Lincoln y querría pasar a saludarla. La cuestión es que me he dejado el número en Filadelfia y no consigo localizar a mi mujer. ¿Hay alguna posibilidad de ponerme en contacto con ella?
—Oh, bueno… por lo general no… pero en fin… siendo familiar suyo… Aquí tiene el número: 555-0791. Dígale de mi parte que se mejore.
—Muchísimas gracias, señora Turley, lo haré.
Por aquel entonces, no creía en el destino, la fortuna, la predestinación ni ninguna otra de las «señales de intervención divina en la tierra» que Hannah veía en todas partes. Antes de conocer a Hannah, consideraba tales creencias con cierta perplejidad, como la inofensiva imposición de un orden narrativo en un mundo fundamentalmente azaroso. Ahora las detesto de forma activa; son peligrosas, demenciales, y sé que la gente cree en esas cosas por vanidad. No puedo despreciarla a ella sin pensar igual (o peor) de mí mismo, yo que la hallé tan fascinante durante un período tan breve de tiempo.
Tampoco puedo evitar pensar en aquella conversación telefónica como algo extraordinario; la plasmé en el diario que empecé a escribir aquella misma noche, pero de hecho sus palabras permanecen grabadas a hielo en mi memoria. No cuento esta historia a modo de conmemoración, sino como medio para cubrir la emoción con una manta de palabras y así derrotarla. Haré añicos su recuerdo conservándolo, así que ahí va:
Hannah contestó al tercer timbrazo del teléfono que me había proporcionado la señora Turley.
—¿Diga?
—¿Hannah Rowe?
—Sí.
—Me llamo Paul Tomm y trabajo en el Lincoln Carrier.
De inmediato, su voz adquirió un matiz más cálido, con una sonrisa audible que aún me encoge el corazón cuando pienso en ella.
—Vaya, me encanta el Carrier, y me suena su nombre. Usted escribió aquel artículo sobre la reconstrucción del Viejo Molino, ¿verdad?
—Pues sí. Desde luego, sabe cómo halagar a un periodista.
—No es un halago, créame. El señor Relaford y yo…, es el profesor de artes visuales, llevamos a nuestros alumnos al molino después de leer el artículo. Se pusieron a dibujar mientras yo tocaba para ellos en aquella enorme estancia de piedra. Fue como tocar en una iglesia, qué acústica tan impresionante. Así que gracias, Paul Tomm.
Ya entonces, escuchar mi nombre de sus labios me hizo sentir inquieto y agradecido a un tiempo. Es lo que pasa cuando un hombre joven y sano se entierra en un pueblecito sin contacto femenino durante meses. Aunque por otro lado, creo que siempre se me ha dado mejor inventar aventuras románticas que vivirlas.
—Gracias. Como le decía, aquí todos somos unos ególatras; nos encanta ver nuestro nombre impreso. Lo único que queremos es reconocimiento, así que acaba de alegrarme la semana.
Hannah lanzó una risita aguda y tintineante.
—La llamo porque estoy trabajando en un artículo sobre Jaan Pühapäev. Tengo entendido que es vecino suyo.
—Sí.
—¿Lo ha visto últimamente?
—Vamos a ver. Hoy no, ayer tampoco, y el martes acompañé a mis jóvenes de la iglesia de excursión. Por lo general paso por su casa una vez el fin de semana y otra entre semana, pero esta semana todavía no he tenido ocasión.
—Así que la última vez que lo vio fue…
—Vamos a ver. El jueves o el viernes pasado, creo. ¿Está escribiendo un artículo sobre él? Me parece muy bien, ¿sabe? Es un hombre fascinante.
Guardé silencio un instante, pero no, aunque me avergüence admitirlo, por respeto a los difuntos, sino porque no quería estropear nuestra conversación con una noticia triste. Pero entonces me asaltó la idea de consolarla, de abrazar a aquella mujer a la que jamás había visto y con la que tan solo llevaba hablando unos minutos.
—Siento tener que decírselo, pero ha muerto. Murió el martes por la noche.
Hannah calló un momento, y por fin la oí emitir un leve gemido.
—Lo siento muchísimo —aseguré con sinceridad—. ¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —asintió ella con un sollozo contenido—. Es que me parece espantosa la idea de que muriera solo. Sin embargo, estoy convencida de que se encuentra en un lugar mejor.
—Escuche —dije, reacio a comentar aquel punto—, ¿podríamos quedar para hablar de él? Estoy intentando escribir un artículo sobre él, y por lo visto es usted la única persona de Connecticut o Rhode Island que lo conocía.
—¿Un artículo? ¿Quiere decir una necrológica?
—Sí.
Más o menos. Quizá. Técnicamente sí, supongo.
Hannah suspiró.
—De acuerdo. Oficialmente estoy enferma, así que no quiero salir. ¿Por qué no pasa por mi casa esta tarde a tomar el té?
—Estupendo. Vive cerca de casa de Jaan, ¿verdad?
—Hasta ahora sí —puntualizó ella con una risita amarga—. Vivo al otro lado de la calle y un poco más abajo. Mi casa no tiene número, pero es marrón con postigos blancos. Estoy en la planta baja.
—Muy bien, y gracias.
Hannah intentó decir algo dos veces antes de que las palabras brotaran de sus labios como un torrente.
—Lo quería, ¿sabe? Lo quería y quiero que se le recuerde. Lo hago por él. Venga esta tarde si puede.
—Puedo. Iré a las cuatro.
Nos despedimos y colgamos.
Quizá se debía a que no me había acostado con nadie ni coqueteado con nadie desde Mia. Quizá se debía al académico frustrado en mí que siempre veía promesas en el otoño, o tal vez simplemente me sentía solo. En cualquier caso, de repente me parecía haber despertado, y al colgar advertí que me temblaba la mano.
—Muy bien, a las cuatro. ¿Y ahora qué vas a hacer? —inquirió Art.
—¿Ir a casa y prepararme?
Art soltó una carcajada y se retrepó en la silla con las manos entrelazadas en la nuca.
—No te embales, que esto no es una cita. Sigues trabajando en el artículo, ¿no?
—Claro, lo siento. En fin, supongo que podría…
—Llamar al Panda para ver si tiene alguna novedad.
Marqué el número de la oficina del forense. Contestó una voz de mujer nasal y amortiguada que no esperaba.
—Oficina del forense del condado de New Kendall.
—¿El doctor Sarath… Shata… —consulté la tarjeta antes de proseguir más despacio—: Sunathipala, por favor?
—¿Es usted pariente?
—¿Cómo dice? Ah, ¿que si llamo para reclamar un cadáver? No.
—No, que si es familiar del doctor Sunathipala.
—No, y…
—¿Quién es, por favor?
—Paul Tomm, periodista y amigo suyo —medio mentí.
—Pues siento decirle —repuso en tono oficial— que el doctor Sunathipala murió anoche. Lo atropello un coche cuando volvía a casa a pie.
—¿Que ha muerto? Pero ¿qué…? Pero si hablé con él ayer. Yo no…
Art me miraba con fijeza, los ojos como platos, la boca entreabierta, la mano paralizada de camino al paquete de cigarrillos que guardaba en el bolsillo de la pechera. Meneó la cabeza sin decir nada y con una expresión a caballo entre la estupefacción, el miedo y la incredulidad.
—Lo sé, todos estamos destrozados. Era un hombre tan entrañable… Vamos a celebrar una ceremonia en memoria suya aquí en la oficina. No sé qué planes tiene la familia.
Su voz se tornaba cada vez más tensa, como si intentara contener los sollozos y estuviera a punto de perder la batalla.
¿Qué podía decir? Lo único que quería era colgar lo antes posible.
—Lo siento muchísimo.
—Gracias.
Volví a darle las gracias, colgué y se lo conté a Art. Se pinzó el puente de la nariz con los dedos durante tanto rato que creí que se había quedado dormido. Por fin, como una escultura de hielo bajo un secador de pelo, empezó a moverse, a desplomarse de hecho, como un charco sobre su escritorio. Me levanté en silencio y estaba a punto de apoyarle una mano en el hombro cuando se irguió.
—Es que… Te pasas tantos años trabajando en zonas de guerra que empiezas a conocer a más muertos que vivos —murmuró—, pero nunca aprendes a llevarlo mejor.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel arrugado y blando por el paso del tiempo.
—El obispo de Hebron me dio esto hace veinte o veinticinco años. Por entonces vivía en Beirut y cubría la guerra civil. Fue una época horrible. Aún recuerdo… —Agitó la mano y sacudió la cabeza con los ojos cerrados, como si desechara algo—. Eran otros tiempos. En fin, aquel obispo había construido una pequeña choza en una colina. El movimiento de los colonos empezaba a ganar terreno bajo el mando de Begin, y el obispo quería protestar contra la idea de que Dios había prometido tierra a personas nacidas en tales o cuales circunstancias. Así pues, abandonó su iglesia y se instaló en aquella barraca, donde tenía intención de permanecer cuarenta días y cuarenta noches, con agua pero sin comida. Sin embargo, al cabo de tres semanas, un médico que había viajado desde Brooklyn para ponerse a buenas con Dios le pegó un tiro en el costado, lo trasladó al hospital del asentamiento y lo operó… De hecho, le salvó la vida. No quería matar al sacerdote, tan solo conseguir que se largara de la colina. Así que algunos de nosotros fuimos allí para entrevistar al obispo. Nunca olvidaré esto: dijo que cada vez que su fe era puesta a prueba, lo que imagino que sucedía a menudo, no acudía a los Evangelios ni al Apocalipsis ni a las promesas celestiales ni nada por el estilo, sino a un versículo de Eclesiastés —y entonces Art empezó a leer del papel—: «Todo lo que te venga a la mano para hacer, hazlo con empeño. Porque en el Seol, adonde vas, no hay obras, ni cuentas, ni conocimiento, ni Sabiduría». —Alzó la mirada hacia mí—. Decía que le recordaba que la fe iba y venía, incluso para los sacerdotes. Ni siquiera nosotros podemos creer en todo momento, decía… Y también decía que los actos, no la creencia pura, eran lo que más importaba. Recuerdo que me miró (un católico practicante siempre reconoce a uno negligente) y dijo: «Viniste por una bala, pero jamás habrías venido a misa». Y tenía razón… No sé qué narices tiene esto que ver con Panda, pero este trozo de papel… ¿Lo ves? Está escrito en árabe por un lado y traducido al inglés para mí aquí… Lo guardaba en aquella barraca, y siempre lo leo cuando muere alguien que conozco, algo que sucederá más a menudo de lo que imaginas, te lo aseguro, aunque solo si eres afortunado y no te mueres tú.