Siempre había envidiado la capacidad de Art de iniciar una conversación con naderías insignificantes que desembocaban sin fisuras en preguntas importantes. Me había advertido en incontables ocasiones que era crucial hacer sentirse cómodos a los entrevistados. Por supuesto, Hannah se sentía mucho más cómoda que yo; de hecho, yo tenía un nudo en el estómago y estaba empezando a sudar. No se me ocurría nada que decir a excepción de lo que quería preguntarle.
—¿Puedo hacerte unas preguntas sobre Jaan?
Su sonrisa se desvaneció de inmediato sin dejar ningún rastro de calor en su rostro aquilino. De repente parecía un ser atormentado; con la suave luz de su tez pálida y la larga melena, parecía sacada de una historia de fantasmas del siglo XIX.
—Siento tanto que muriera solo. Espero que supiera adónde iba.
—¿Y quién lo sabe?
—Yo —afirmó ella, volviéndose hacia mí.
En aquel momento estaba hermosísima, con la luz de la lámpara iluminándole el rostro y aquella expresión que me llegó al alma de tal modo que a punto estuve de levantarme de un salto y salir huyendo. Cualquiera que piense que la belleza es atractiva en lugar de aterradora es o bien un ignorante o bien una persona inusualmente valiente.
—Yo —repitió en voz baja.
—¿Crees que él lo sabía?
Hannah se retorció las manos sobre el regazo.
—Eso espero, de verdad, eso espero. Es que… Era tan mayor, ¿sabes? Tan mayor. Espero que pensara en ello —musitó para sus adentros.
Carraspeé antes de continuar.
—¿Sabes qué edad tenía?
Me miró de hito en hito, y la expresión torturada desapareció de su rostro. La luz arrancó destellos a su melena y le rodeó con fulgor fiero el rostro solemne y profundo como el de un ángel tallado en piedra.
—¿Exactamente? No. Decía que había vivido en la Estonia independiente de entreguerras, así que supongo que tendría unos ochenta años. Pero por favor —añadió al ver que tomaba notas—, no me cites como fuente fidedigna. De hecho, ¿es necesario que cites mi nombre?
Le dije que no, que no pensaba utilizar su nombre si ella no quería. Le pregunté cómo lo había conocido.
—Lo conocí cuando me instalé aquí hace un par de años. Llamé a su puerta para presentarme, y me gritó que me fuera —explicó con una risita cariñosa al rememorar el episodio—. Empecé a bajar la escalinata, pero supongo que me vio por la ventana, porque oí que abría la puerta y me dice con ese acento tan fuerte que tenía: «¿Por qué no me dices que eres chica guapa?». Me invitó a pasar, hablamos un rato y así empezó todo, como suele decirse.
—¿Sabes dónde nació, si tenía familia, en qué consistía su trabajo y demás? —inquirí, haciéndome el tonto como Art me había enseñado, porque más vale obtener demasiadas respuestas que demasiado pocas.
Hannah bajó la vista y se puso a arrancar bolitas de lana de la manta echada sobre su sillón.
—Bueno, era de Estonia, me parece que ya te lo he dicho. Hablaba mucho de Tallinn, pero también del campo y de las islas. Tema un libro de fotografías de una de las islas, creo que se llamaba Saaremaa, que le encantaba enseñarme. Creo que tenía familia, pero no sé quiénes son ni dónde vivían. Pero el verano pasado pasó tres semanas en Estonia. —Se dirigió a la librería y sacó una botella de color granate—. Me trajo esto.
VANNA TALLINN, decía la etiqueta. La abrí y husmeé el contenido. Olía a caramelo y regaliz, y el líquido tenía consistencia de jarabe, como jerez hervido durante largo rato. Hannah me echó un poco en el té. Sabía dulce, y aunque no ardía, percibí su calor al deslizarse por la garganta.
—¿Y qué me dices de su trabajo? Sé que era profesor, pero…
—Creo que estaba medio jubilado, o al menos que daba pocas clases. Desde luego, no daba clases aquí.
—No, daba clases en la Universidad de Wickenden.
—Vaya, veo que has hecho los deberes, muy bien. Escribía mucho, eso sí. Tiene cuadernos enteros llenos de escritos, pero no creo que le publicaran muchas cosas. De vez en cuando sacaba de la estantería una revista desconocida y me enseñaba su nombre. La verdad es que no sé si siempre era la misma. Pero no creo que publicara ningún libro. En cualquier caso, deberías ir a Wickenden si quieres saber más cosas de su trabajo.
—Ya he ido. Me licencié allí —alardeé como un idiota, deseoso de contarle algo acerca de mí para ver si caía en mis brazos.
—¿Ah, sí? Yo quería ir, pero no entré —confesó, golpeteándose la sien—. Demasiado poco cerebro.
—Dime a qué tutor tengo que matar.
Hannah se echó a reír.
—¿Qué te parece? —preguntó a continuación mientras señalaba los altavoces.
—Me gusta —aseguré, incapaz de pronunciar una frase más inteligente.
Sonaba a música, a música bonita.
—¿Qué instrumento tocas?
—Solo el piano y el violoncelo —repuso antes de sepultar el rostro entre las manos—. Es mi lacra como profesora de música. Soy un fraude —añadió con una sonrisa afligida.
—No eres un fraude, solo una persona entusiasta.
—Eres un encanto.
Estaba a punto de responderle que sí, que en efecto lo era, cuando me preguntó si tocaba algún instrumento.
—No. La verdad es que no sé nada de música. Oídos de hojalata, zarpas por manos y pies de paja.
Hannah se echó a reír.
—Y necesitas un corazón, un cerebro y valor, ¿verdad? Podría darte un curso intensivo.
La miré como un perrillo torpe y dócil.
—Solo tienes que decirme cuándo; me encantaría.
Sonrió, ladeó la cabeza y apoyó una mano larga y esbelta sobre el antebrazo opuesto al tiempo que señalaba mi cuaderno con la cabeza.
—¿Quieres saber algo más?
—¿Puedes contarme algo más?
—Solo que lo quería. Lo quería, de verdad —insistió como si se lo hubiera rebatido.
Era lo mismo que me había asegurado por teléfono. En aquel momento alcancé las más profundas tinieblas románticas y sentí celos de un estonio muerto.
—Le hacía la compra cuando lo necesitaba, le preparaba la comida un par de veces por semana, charlaba con él… Bueno, de hecho me sentaba con él mientras él hablaba y fumaba. Ahora desearía haberme interesado más por sus cosas. Estoy convencida de que en el lugar donde reposa hay un fuego encendido, un sillón mullido y enormes cantidades de libros, tabaco y chicas guapas dispuestas a escucharlo.
Se encogió de hombros y enarcó las cejas con ademán afligido. Nos miramos en silencio y con intensidad durante el tiempo suficiente para que no quedaran preguntas entre nosotros. La librería, el sofá y el violoncelo apoyado en un rincón empezaron a relucir y a oscurecerse. Me sentía atrapado en la ropa. La tela me escocía, y percibía los latidos de mi corazón en la base de la mandíbula. Hannah dejó la taza de té demasiado cerca del canto de la mesa, de modo que cayó y se hizo añicos contra la pata. Ambos nos levantamos de un salto.
—Vaya —jadeó—, parece que me has contagiado tu torpeza.
Examiné los fragmentos de porcelana entre los numerosos artefactos religiosos aún esparcidos por el suelo.
—¿Qué son? —quise saber.
—Oh, es mi mesa de Dios —explicó con una sonrisa que me impidió discernir si hablaba o no en serio—. Creo en todo —prosiguió—. En cualquier religión, en todas las religiones.
Asentí, incapaz de hallar una respuesta adecuada.
—¿Tú eres creyente? —preguntó.
—No, soy como un chucho sin raza —contesté, devolviéndole la sonrisa.
Hannah adoptó una expresión horrorizada.
—No digas eso. Da igual lo que seas mientras seas algo. No se me ocurre nada peor que no creer en nada. ¿Qué eres?
—Luterano, católico, griego ortodoxo, judío. De madre medio holandesa, medio irlandesa y padre griego judío. Con un abuelo en cada iglesia y doce nietos que no pertenecen a ninguna.
—Es maravilloso. Fíjate en todas las opciones que tienes. ¿En cuál te educaron?
—Dependía del lugar donde pasáramos los días señalados. Es una larga historia —comenté antes de mirar el reloj y hacer acopio de mis siempre escasas reservas de valor—. Una historia larga y a ratos interesante que mejor te cuento durante la cena. ¿Qué te parece?
—Vaya, ¿el periodista estrella invita a la pobre profesora de música a cenar?
—Me encantaría. ¿Qué tal el Longwood Inn?
—Tienes gustos caros para ser un reportero de pueblo. ¿Qué tal algún restaurante algo más alejado? Preferiría no tener que preocuparme por si nos ven mis compañeros y por las habladurías en la sala de profesores. ¿Has estado alguna vez en el Trout?
—No, no me suena.
—Eso es porque está en Pelton, a unos cuarenta y cinco minutos al norte de aquí. Justo a la orilla del río y casi en la frontera con Massachusetts. ¿Tienes coche?
—Sí. ¿Cuándo vamos?
—¿Mañana? —Asentí— Estupendo —exclamó—. Hace semanas que no salgo un viernes por la noche. Por desgracia, tengo cosas que hacer en la escuela, así que si no te importa, ve a buscarme detrás de Talcott, donde empieza la pendiente que va del centro al distrito de la estación, ¿vale? ¿Te parece bien sobre las siete?
—Perfecto —respondí mientras me abría la puerta.
Le tendí la mano. Hannah se la quedó mirando con aire compasivo antes de alzar la mirada.
—Eres un encanto —repitió.
Luego me apoyó las manos en los hombros, me besó en el pómulo, me saludó con la mano y cerró la puerta tras de mí.
Cuando me dirigía a la parte delantera de la casa, por el rabillo del ojo vi un movimiento rápido en el porche. Me volví para averiguar de qué se trataba, y un gato pasó volando junto a mí, rozándome el punto donde Hannah me había besado antes de desaparecer con un frufrú de hojas entre los arbustos. Retrocedí de un salto, y estoy seguro de que debí de gritar o cuando menos mascullar un juramento en voz embarazosamente alta, porque la puerta principal se abrió, y a ella se asomó una escuálida anciana ataviada con una informe bata de guatiné, zapatillas desparejadas y una abultada manta azul a modo de turbante. Al verme dio un respingo.
—Vaya por Dios, pero si no estoy presentable. Mi casa es un poco fría, ¿sabe? —Se inclinó hacia adelante y dobló la mano por la muñeca como si compartiera un secreto—. Y la calefacción es tan cara. ¿Qué hace merodeando detrás de la casa, joven?
—He venido a visitar a Hannah —repuse, desconcertado e intentando no reírme de su aspecto.
—Vaya, vaya, es su novio, ¿verdad? Debería haberlo adivinado. Soy una mujer anticuada y, la verdad, no apruebo que los jóvenes se pasen la vida entrando y saliendo de la cama como si tal cosa.
No sabía si ofenderme o sentirme halagado por su valoración de mi destreza sexual.
—Soy periodista, señora —tartamudeé— y he venido a hablar con ella de su difunto vecino. Le aseguro que nos hemos limitado a hablar sentados en sillones diferentes o de pie.
—Apuesto lo que sea a que lo lamenta —espetó ella, mirándome por encima del borde de las gafas, lo que la hacía parecer más baja—. No parece de aquí.
—No lo soy —repliqué con sequedad mientras echaba a andar hacia el coche.
—No se atreva a alejarse cuando hablo con usted, joven. ¿Dice que ha venido para escribir sobre ese viejo que vivía enfrente?
—Sí.
—Bueno, pues soy la señora DeSouza, y si quiere puede citarme.
—Por supuesto. ¿Lo conocía? —pregunté, el bolígrafo suspendido con gesto ostentoso sobre el cuaderno.
—Llevo setenta y dos años viviendo en esta casa. De algo tiene que servir eso.
Se arrebujó en la bata y se ajustó la manta, que empezaba a tambalearse sobre su cabeza.
—Nunca tomamos el té juntos, si es eso lo que quiere saber. Ni siquiera se molestó en presentarse cuando llegó —resopló—. Y cuando por fin fui a su casa para reprochárselo, ni siquiera me invitó a pasar. ¿Se lo imagina? Solo abrió la puerta una rendija y apenas asomó la cabeza.
—¿Y después lo conoció mejor?
—¿Después del modo en que me trató? Estará de guasa. A ese viejo roñoso no le habría dado ni la hora.
Aquello fue la gota que colmó el vaso; mis intentos de contener la risa no hicieron más que reforzar la carcajada que se me escapó. La señora DeSouza se irguió y me lanzó una mirada furiosa, pero el gesto perturbó el precario equilibrio de la enorme bola azul que llevaba en la cabeza, la cual resbaló hacia un lado y estuvo a punto de derribar a la enclenque anciana.
—Sepa que no suelo usar esa clase de lenguaje, joven. Hoy en día ya nadie se toma en serio los modales. Ese hombre debería haberse presentado.
—Por supuesto, lo sé. En fin, si no tiene nada más…
—¿Que si no tengo nada más? ¿Qué quiere decir con eso?
—Para mi artículo. Quería decir nada más sobre Jaan.
—La única persona que «tenía algo», como dice usted, de ese hombre era su amiguita la profesora de música. Nunca le vi abrir la puerta a nadie más, pero ya imagino por qué —añadió en voz baja y salaz.
—Estoy seguro de que nunca sucedió nada impropio entre ellos.
—Claro, claro. ¿Con un viejo como ese? Probablemente no se le levanta desde la guerra. Solo digo que la señorita Rowe tiene unos encantos considerables, a juego con sus artimañas. Un viejo solo sin duda se sentía halagado, a pesar de que nunca hacía ni caso a nadie más.
—Muy interesante. Gracias, señora DeSouza. Esta entrevista me ha sido de gran utilidad.
—No se ponga condescendiente conmigo. Y no quiero verlo merodeando por aquí en plena noche, ¿queda claro?
—Por supuesto.
Dicho aquello, la anciana cerró de un portazo, y yo subí al coche. El gato echó un vistazo suspicaz al porche desde la seguridad de los arbustos.
Tras muchos veranos muere el cisne, tras muchas eras perece el mito. Mi colega Lönnrot cree que los mitos no mueren, sino que son suplantados. Sin embargo, aunque esta visión no me parece incorrecta, se me antoja basada en una apreciación limitada y poco imaginativa de la materia. En plena primavera, las hojas suplantan las flores, pero es igualmente cierto que a finales de otoño, hojas que «no son» suplantan las hojas que fueron. En ese breve vacío presenciaríamos cosas maravillosas si supiéramos mirar.
OLAV GRYNZSTEIN,
La cámara de Menelik
19 de noviembre de 1979
Axum, Estado Popular Revolucionario de Etiopía
Para: Camarada coronel Virju Saarju, ejército de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, enlace especial de la Unión de Investigadores y Profesores de Etnografía Etíope, división estonia
De: Capitán Félix Armando Correa, Ejército Popular Revolucionario de Cuba
Camarada coronel:
Le transmito fraternales saludos en nombre de la continua revolución popular y la lucha socialista contra el menchevismo, la regresión, la burguesía, el pensamiento contrarrevolucionario, el formalismo y la superstición. Asimismo transmito un caluroso saludo personal a su esposa, Natasha Georgovna, y a sus hijos Grigorii y Fiodor, con la esperanza de que esta misiva llegue a sus manos y de que su familia no se encuentre en peor estado de salud que durante nuestro último encuentro en Santiago de Cuba.
Nuestras unidades siguen luchando valientemente contra los rebeldes nacionalistas, si bien nos encontramos en clara desventaja por lo que se refiere al conocimiento del terreno. Con ayuda de barricadas instaladas en puntos estratégicos de entrada a lo largo de carreteras y pasos, nuestras tropas revolucionarias controlan las ciudades principales de Etiopía. No obstante, nuestro mandato termina al ponerse el sol y no se extiende más allá de los límites de ninguna ciudad. Confío suficientemente en su amistad para no tener que avergonzarme de confesarle que será para mí un alivio abandonar Asmara.
Asumirá mi puesto César Reyes quien, siguiendo lo que imagino son sus instrucciones, ha contado a mi batallón que me he dirigido a las tierras altas en misión de reconocimiento con una pequeña avanzadilla. Ello ha dado pie a toda suerte de historias ridículas sobre mi valor y mi compromiso inamovible. Cuando partí, uno de mis sargentos, un hombre tosco llamado Juan Colón, me entregó subrepticiamente un pequeño crucifijo de caoba que, según me explicó, había pertenecido a su bisabuelo Ernesto.
Con su permiso, hablaré con franqueza, dejando las paráfrasis a nuestros apreciados camaradas de talante más militar. Tal vez pueda corresponderme usted con la misma moneda y hacerme saber cuando volvamos a vernos si Juan Colón es uno de los nuestros o bien si no es más que uno de los numerosos hombres de nuestros dos países que podrían mostrarse afines pero que hasta la fecha desconocen esta misión en particular. Sea como fuere, tomé sus buenos deseos como una señal propicia, ya sea de usted o de Algún Otro, y viajé en avión militar de Asmara a Axum sin contratiempo alguno.
Llevo unas seis semanas en Axum investigando este asunto. Ocupo una pequeña villa de estilo etíope, construida de ladrillo de arcilla, con techos bajos, estancias reducidas y mesas estrechas, y cuento con la asistencia de un intérprete (un nativo de Axum llamado Gebredan), un cocinero, un criado y un recadero. El alojamiento es ideal para mí, aunque en términos generales el recibimiento que me han dispensado no podría ser peor. La gente me odia. Odian a Mengistu, me odian a mí y lo odiarían a usted si pusiera los pies en este lugar.
Gebredan insiste en que llevar el uniforme en público pone mi vida en peligro de forma innecesaria; cada vez que un lugareño sacrifica una cabra o un pollo, grita «¡Ruso!» o «¡Cubano!» al hundir la punta del cuchillo en el cuerpo del animal. Pese a esa clase de episodios, a base de perseverancia, humildad, buena voluntad y fe, he logrado granjearme la confianza de mi intérprete. Ello ha facilitado en gran medida mi trabajo aquí, con lo que quiero decir que ahora comprendo cuan ambigua será la respuesta que acabaré proporcionándole.
¿Ha oído hablar del físico alemán Schrödinger y de su gato teórico? Al igual que ese gato, lo que buscamos se halla en superposición; está y al mismo tiempo no está.
Conseguir que Gebredan hiciera algo más aparte de repetirme una y otra vez lemas socialistas ha requerido cantidades considerables de dinero, mortificación, ron y cigarros. En un principio, Gebredan creyó que estos últimos eran productos de carne curada, error cuyas consecuencias me obligaron a permanecer encerrado en mi estudio durante casi un día entero, pero una vez aclarada la cuestión, se tornó cada vez más locuaz. Es un hombre religioso, cristiano, y cuando le enseñé el credo en español y él a mí en amhárico, empezamos a llevarnos de maravilla.
La reina de Saba, me explicó, era etíope (su supuesto palacio se halla a poca distancia del aeropuerto en el que aterricé), y durante una visita a Jerusalén, quedó embarazada del rey Salomón. Dio a luz un hijo, Menelik, quien a la edad de doce años viajo a Jerusalén, donde fue recibido con todos los honores. Una vez allí, su padre y los cortesanos reconocieron al muchacho. Después de pasar unos años en la ciudad, los consejeros de Salomón empezaron a sentir celos del muchacho y lo instaron a marcharse, lo cual hizo, llevándose consigo el Arca de la Alianza al partir.
De algún modo logró ocultar el robo a sus compañeros hasta que, como lo expresó Gebredan, «se hallaron fuera del alcance del largo brazo de Salomón». Menelik y sus compañeros razonaron que un robo tan osado, temerario y mal planeado jamás habría prosperado de no ser la voluntad de Dios. Así pues, con la gracia y la aprobación del Señor, Menelik y sus seguidores llevaron el Arca a Axum, donde erigieron un magnífico templo para ocultarla. Mi intérprete asegura que todavía se encuentra allí.
Pero por supuesto, usted ya sabe todo esto, ya que de lo contrario no me habría enviado aquí, con todos los riesgos y subterfugios que semejante misión comporta. Desea saber si la leyenda es cierta, y yo le respondo que jamás lo sabremos, que lo que sé es que esta ciudad existe para proteger un único sendero en un único edificio que tal vez conduzca a una única estancia donde quizá repose el Arca. Una combinación de fe, terror, orgullo y miedo protege el Arca. Es para no denigrar el templo ni a quienes la leyenda intimida. Se desconoce si Dios tiene algún poder más allá de la inculcación de estos sentimientos.
Solo un hombre, el Monje Guardián, tiene permiso para ver el Arca, y en el lecho de muerte elige a su sucesor. Gebredan me ha dicho que el mismo hombre ha sido guardián durante toda su vida, la de su padre y la del padre de su padre, en total unos setenta años. Cuando el guardián es elegido de entre las filas de monjes, no novicios, debe acercarse a los cien años de edad o bien rebasarlos. Cuando le pregunté qué podía hacer un hombre de cien años contra un enemigo o un batallón de enemigos armados y resueltos a apropiarse del Arca, Gebredan se echó a reír y me contestó que el Monje Guardián no protegía el Arca de los desconocidos, sino a estos del Arca. El monje elegido no es el más fuerte ni el más versado en la batalla, sino el más sutil, inteligente y persuasivo, el monje más capaz de convencer a los forasteros curiosos para que cejen en su empeño por su propia seguridad.
En caso de que tal estrategia no funcione, me contó Gebredan, Axum cuenta con numerosos hombres dispuestos a matar para proteger el Arca. Tampoco en la iglesia donde supuestamente descansa el Arca faltan trampas, vericuetos, laberintos y habitaciones secretas para entorpecer la huida o bien ocultar a aquellos para quienes la iglesia se convierta en una sepultura. Gebredan no habla de dichas trampas, tan solo menciona que superar aun la más sencilla requiere conocer a fondo el hebreo, el arameo, el amhárico y el tigrino. El templo está excavado en la ladera de una montaña; existe una sola entrada, y para acceder a ella hay que recorrer varios kilómetros por un estrecho sendero con la montaña a un lado y el vacío al otro.
Hace dos noches pedí de nuevo a Gebredan que me mostrara el interior del templo, pero una vez más rehusó. Desde entonces se comporta de un modo extraño, negándose a alejarse de la casa, insistiendo en que contrate a otro hombre para las «tareas exteriores» y encerrándose en su habitación durante casi todo el día. Solo me cabe suponer que me ha revelado demasiadas cosas, aunque no sé si teme la tradición o algo mucho más tenebroso.
Por lo que a mí respecta, mi misión aquí ha terminado. O el Arca se encuentra en ese templo o no, pero en cualquier caso, la conclusión es la misma para nosotros. Ningún lugareño, a excepción del guardián, ha visto jamás el Arca, pero creen que está allí y se comportan como si así fuera, lo cual basta para cuestionar el asunto. Por supuesto, cabría la posibilidad de presentarse en Axum con un batallón armado hasta los dientes e irrumpir en la iglesia, aunque convencer a la oficialmente atea Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas para que retire unas tropas muy valiosas del frente y las destine a buscar un artefacto religioso de autenticidad y existencia dudosas es una tarea que, con toda probabilidad, excede incluso sus poderes de persuasión. Además, considero que es lo mejor, por razones más allá de la necesidad material de luchar contra el Frente Popular de Liberación Tigrino, por motivos que un funcionario soviético denominaría «superstición regresiva», pero que usted y yo conocemos por otro nombre, dejar en paz Axum. En mi opinión, profano la ciudad con mi mera presencia, aunque me encantaría volver bajo circunstancias distintas.
Regresaré a Asmara a principios de la semana que viene y espero estar de vuelta en Santiago para el cumpleaños de Nuestro Señor (si bien entiendo que su agregado cultural, ese bufón seboso de Guenadi Stharpin, insiste en llamar la Navidad «la Celebración Invernal de la Toma Obrera de los Medios de Producción y los Crecientes Logros de la Industria Colectiva bajo la Benévola Mano de Hierro Socialista»).
Su camarada y buen amigo,
Capitán Félix Armando Correa de Todos los Santos