La biblioteca del cartógrafo (18 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Apagué el motor y bajé del coche.

—¿Quiere que le eche una mano con los rótulos? —ofrecí a Makgabo.

Los rótulos anunciaban una venta de pasteles y una subasta silenciosa con el fin de recaudar fondos para la rectoría.

—Sí, gracias. La verdad es que hacen falta dos personas para clavarlos como Dios manda, y el suelo resbala mucho después de tanta lluvia. Sujete la estaca con fuerza, que yo la clavaré con el martillo. No, por arriba no, más abajo. No tengo ningunas ganas de aplastarle los dedos.

—Si no le importa que se lo pregunte, ¿de dónde es usted?

—De Uganda. He venido a Estados Unidos para un intercambio de dos años. Un sacerdote de New Haven, el reverendo Jonas, ocupa mi lugar en Gulu durante el mismo período.

—¿Y por qué Lincoln y no New Haven?

—Pues para serle sincero, no estoy seguro. Me he limitado a ir a la parroquia que me asignaron. Trabajo en New Haven tres noches por semana, pero más como voluntario que como párroco. Por lo que se ve, parece que haría más falta allí que aquí… Le ruego me perdone si mis palabras lo ofenden.

—En absoluto. ¿Qué hace en New Haven?

—Trabajo en un comedor de beneficencia que gestiona la iglesia. Cocino, limpio, escucho… —Clavó una estaca con firmeza en la tierra y cogió otra—. ¿Así que usted es periodista? —me preguntó a su vez, mirándome de hito en hito con expresión franca y cálida.

—Supongo.

—Suponer no sirve de nada. Es usted un hombre culto, con suficiente formación para elegir una profesión que quizá adore, así que no tiene necesidad de suponer. A su amiga Hannah parece encantarle su trabajo. —Se detuvo y me dirigió una sonrisa maliciosa acompañada de un brillo travieso en la mirada—. Y a usted parece encantarle ella. No ha dejado de mirarla ni un momento mientras caminaba hacia la iglesia. —Me ruboricé hasta la raíz de los cabellos, y el reverendo Makgabo se echó a reír—. ¿Lo ve? Lo sabía. Tengo esposa y la miro igual. Que sea reverendo no significa que no sea humano.

Poseía una risa profunda y contagiosa a la que no pude resistirme.

Sí, la verdad es que no está mal —admití, lo cual no hizo más que incrementar el volumen de sus carcajadas.

—Ya, ya lo veo. —Volvió a mirarme con aquella expresión traviesa—. Si no le molesta que se lo diga, sería usted un excelente hooker. 

—¿Cómo dice?

Otra mirada traviesa y más carcajadas.

—Sí, ya sé que en inglés americano esta palabra tiene un significado no demasiado… digamos, decente, pero yo me refería al rugby. ¿Sabe jugar?

—Nunca lo he probado.

—Ah, entonces debería unirse a nosotros. Un grupo de unos veinte jugamos los fines de semana cuando podemos. Aparte de mí, nadie ha jugado nunca. Pongo anuncios en New Haven y en Lincoln para convencer a mis hermanos en ambas poblaciones de que corran como demonios durante unas horas. No se imagina la cantidad de problemas que se pueden resolver en un partido de rugby. En lugar de rumiar, discutir y conspirar, te limitas a abalanzarte sobre algún oponente y descargas todas las frustraciones de golpe.

—¿El reverendo Hampden también juega?

—Ay, esa es una plegaria todavía desatendida —suspiró Makgabo con una sonrisita—. Hablando del rey de Roma…

Cual ballena borracha, Hampden se acercaba con una mano enguantada extendida para mantener el equilibrio y guiando a Hannah con la otra. La que tenía apoyada en la espalda de Hannah no llevaba guante, y la expresión que se pintaba en su rostro mientras escuchaba a la joven se encontraba a caballo entre el interés extremo y la lascivia sospechosa. De hecho, la frecuencia con que desviaba la mirada hacia el escote de Hannah inclinaba la balanza a favor de la lascivia. Al llegar junto a nosotros me dio una palmadita en el hombro.

—Bueno, Paul, he hecho toda clase de preguntas sobre ti a Hannah, pero la verdad es que no ha sabido contarme nada.

No sabía a ciencia cierta cómo reaccionar, de modo que miré a Hannah en busca de ayuda, pero no me la prestó.

—En fin, pareces buen muchacho. ¿Tú qué crees, Luke? Supongo que lo habrás sometido al tercer grado —dijo con otro de sus guiños teatrales a Hannah.

—Oh, sí. Me parece una persona honrada.

—Estupendo, entonces. Ha sido un placer conocerte, Paul. Conduce con cuidado. Como siempre, encantado de verte, Hannah.

La besó en la mejilla y le dio un innecesario y algo espeluznante abrazo.

—Hasta pronto, espero.

—Yo también lo espero.

—Genial. Paul, pásate cuando quieras para ver lo que hacemos aquí.

Miles de respuestas me surcaron la mente como barcos en una regata. Incapaz de decir nada agradable, me decanté por un silencioso apretón de manos. El reverendo Makgabo me dijo que fuera al campo de deportes de la escuela Talcott a la mañana siguiente si me apetecía jugar. Hannah me apoyó un dedo en la parte inferior de la espalda para empujarme hacia el coche y me advirtió que era hora de cenar.

El Trout se encontraba a la orilla de un riachuelo al sur de la frontera de Massachusetts, junto a un espacioso prado rodeado de pinares y colinas que se recortaban contra el cielo nocturno como fantasmas de colinas.

—Justo entre esos árboles queda la Ruta de los Apalaches —nos explicó el barbudo propietario al acompañarnos a la mesa—. Poca gente lo sabe; se suelen asociar los Apalaches con Tennessee. Pero si al acabar la cena cogen el camino que empieza detrás del aparcamiento, giran a la izquierda en la primera arboleda y siguen andando, acabarán en Tennessee. Cuando quieran pedir, vayan a la barra. Los platos están anotados en aquella pizarra. Yo de ustedes pasaría del salmón —aconsejó con un guiño.

Hannah pidió el estofado a la cerveza, mientras que yo me decidí por una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Budweiser. El propietario y Hannah me miraron con una mueca de dolor, como si acabara de pedir un bebé salteado.

—¿Estás seguro de que quieres una Budweiser? —preguntó Hannah en un tono que indicaba que estaba convencido de que no era así—. Es que el restaurante fabrica su propia cerveza.

—¿En serio?

El propietario asintió con una sonrisa y los ojos cerrados en una expresión beatífica. Supuse que tanta satisfacción no podía significar otra cosa que la perfección hecha cerveza.

—En tal caso tomaré… bueno, lo mismo que ella.

El hombre lanzó un resoplido, hizo una mueca de exagerada tolerancia y se alejó.

—Soy un ignorante, lo sé. Si tuvieran latas, habría pedido una.

—Solo espero que nadie me vea en compañía de un paleto como tú —bromeó ella con fingido enojo.

Le pregunté qué le parecía el padre Hampden.

—Oh, es un viejecito entrañable y tiene aspecto de cura de cuento, ¿no crees? ¿A ti qué te ha parecido?

Enarqué las cejas en un esfuerzo de aparentar neutralidad.

—Me ha caído muy bien el reverendo Makgabo.

—Es muy callado; la verdad es que apenas lo conozco. Pero el padre Hampden parece tan auténtico, encaja tan bien en esa iglesia…

Sus palabras no me convencían en absoluto, pero no merecía la pena discutir el asunto.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —inquirió Hannah.

Asentí.

—¿De dónde viene el nombre de Tomm? Cuando me llamaste creí que te llamabas Paul Tomm como quien se llama Billy Bob o Becky Sue.

Asentí de nuevo y me eché a reír. No era la primera vez que alguien tomaba mi apellido por una parte de un nombre de pila compuesto.

—No pretendo ser indiscreta —continuó, ladeando la cabeza y apartándose la melena de la cara.

No era justo, pensé. Habría revelado secretos de Estado con tal de volver a ver aquel gesto.

—Mi abuelo, el padre de mi padre, llegó a Brooklyn desde Polonia. La verdad es que tendría que haber ido a Liverpool, porque ahí es adonde había ido su hermano y adonde creía que iba el barco. No sabía leer ni escribir, y supongo que decidió subir al primer barco cuya tripulación hablara inglés. Así que mientras viajaba hacia el oeste decidió que tenía que anglificar su nombre. Cuestión, que habló con uno de los tripulantes…

—¿El primer oficial?

—¿El contramaestre? ¿Un grumete? No lo sé. Solo he subido a un barco una vez en mi vida, el ferry de Staten Island. En fin, que va y le pregunta al tipo cuál es el nombre más inglés que se le ocurre. Y el tío le contesta que «Tom». De ahí el apellido. No sé cómo acabó teniendo la segunda eme, pero lo creas o no, esta es la historia de mi apellido. ¿Y qué me dices del tuyo? Rowe… ¿Desciendes del Mayflower?

Se echó a reír, escupiendo sin querer un poco de cerveza en el vaso.

—Eso es lo que le gusta creer a mi padre. Mi madre, en cambio, es la típica chica del Medio Oeste, de origen escandinavo, irlandés-escocés y probablemente algo más. La clase de ascendencia étnica que no merece ni el calificativo de ascendencia étnica.

—¿Sois una familia unida?

—Me llevo muy bien con mi madre. Vive sola a las afueras de Chicago, concretamente en Schaumburg, no sé si te suena. —Negué con la cabeza—. Aparte de ella, poca cosa. A mi padre lo veo de vez en cuando, lo menos posible, a decir verdad. Se largó con otra cuando yo tenía unos seis años y al cabo de un tiempo la dejó tirada. Desde entonces ha habido muchas otras. Ahora vive en Florida, en un ridículo bungalow junto a un campo de golf donde puede pasarse la vida bebiendo 7&7 y alimentando su vanidad. Detesta el frío, así que nunca viene por aquí, otra de las ventajas de vivir en Lincoln.

Nos sirvieron la cena mientras hablaba. En cuanto acabó el resumen familiar, atacó el estofado como si llevara días sin comer. Supongo que me la quedé mirando con demasiada fijeza, porque de repente me miró con timidez y empezó a enjugarse la barbilla mientras comprobaba si se había manchado la camisa.

—Tranquila, no tienes nada. Es que me encantan las chicas que comen con ganas.

—Ah, gracias. En efecto, soy una auténtica zampabollos.

—No pretendía… Lo siento, es que…

Se echó a reír y agitó la mano para acallarme.

—Ya lo sé. Bueno, háblame más de ti. Eres como un chucho sin raza de Brooklyn. ¿Qué más?

—Bueno, mi padre vive en Indianápolis, donde se crió. Mis padres se separaron cuando yo tenía doce años. Mamá sigue viviendo en Brooklyn, de hecho en la casa donde se crió, un monstruo de tres plantas. Siempre dice que alquilará las dos primeras, pero en realidad creo que quiere cedérselas a mi hermano y su mujer.

—Vaya, un hogar de tres generaciones en Estados Unidos. Y nada menos que en Nueva York.

—Ya, bueno… Es que no viajamos mucho.

—¿No viajáis?

—No, es que a nadie de la familia le gusta viajar. Mis padres nos llevaron una vez a Londres cuando era pequeño, y mi madre va a Holanda e Irlanda de vez en cuando para visitar a sus parientes. Por su parte, mi padre dice que se pone de los nervios en cualquier parte al oeste de Cleveland o al oeste de Omaha.

—Vale, y ahora la gran pregunta —anunció Hannah antes de hacer un redoble sobre la mesa con los dedos—. ¿Cuántos años tienes?

—¿Tú qué crees?

—No sé. ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

Me hundí pesadamente en el banco rojo de cuero sintético.

—Ay, eso duele, de verdad. Acabo de cumplir veintitrés.

Hannah se cubrió la boca con la mano y abrió mucho los ojos, a los que las velas que nos rodeaban arrancaban numerosos destellos.

—Dios mío, pero si eres un crío. No me lo puedo creer. No es la primera vez que salgo con alguien más joven que yo, pero esto no tiene precedentes. Me siento como una infanticida.

Me ruboricé por enésima vez. ¿Acababa de insinuar que salíamos juntos?

—¿Por qué? ¿Te importa que te pregunte…?

—¿Yo? Digamos que se me ha pasado el arroz, que soy más vieja que Matusalén, que tengo un pie en el otro barrio… Treinta y uno.

No dije nada, lo que en retrospectiva fue peor que hacer algún comentario ingenioso. Recordaba con nitidez la fiesta del vigesimoctavo cumpleaños de mi madre. Treinta y un años eran muchos.

—Nunca había salido con nadie tan… Bueno, es que estaba en la universidad y no…

Cada vez metía más la pata. El rubor se trocó en lividez absoluta.

—Deja ya de ponerte rojo. Me consigues un andador y unas vitaminas para salir del restaurante y listos. No te preocupes.

Por lo general me cuesta hablar relajadamente con la gente, sobre todo las mujeres, y más aún las mujeres que me atraen. Pero nuestra conversación fluía con extrema facilidad, y cuanto mejor fluía, más sentía yo que había mucho en juego. El mundo se amplió y se suavizó en nuestra mesa.

Le confesé que no sabía a ciencia cierta qué quería hacer con mi vida, y ella respondió que tampoco estaba segura. Antes de trasladarse a Lincoln vivía en Boston, donde daba clases de inglés, cantaba en un par de coros y llevaba la vida ligeramente libertina propia de una mujer soltera razonablemente atractiva en una in mensa ciudad universitaria. Se había mudado a Lincoln al enterarse de la plaza vacante en Talcott y porque, según afirmaba, necesitaba alejarse de la ciudad, pero afirmaba sentirse «más contenta y satisfecha» con su vida de lo que había esperado. Se preguntaba si eso era un problema o si debía limitarse a aceptar la situación. Me encogí de hombros y respondí que no lo sabía.

—Claro que no. Pero si apenas tienes edad suficiente para invitarme a una cerveza. Hablando de eso… —Agitó el vaso vacío en la mano izquierda—. Quiero otra. Y la amenaza sigue en pie; si te atreves a volver a la mesa con una Budweiser o una lata de lo que sea, me marcho.

Charlamos durante dos horas más y otras tantas cervezas hasta que por fin me preguntó qué hora era. Me levanté para mirar el reloj colgado tras la barra y bajo él, apoyado sobre un taburete y sin hablar con nadie, vi a un hombre que me resultaba familiar. Poseía un rostro afable y curtido, ojos azules y barba blanca, y llevaba un traje de corte y color indefinidos, un atuendo holgado y de un beige marronoso. No alcanzaba a situarlo, pero estaba seguro de haberlo visto antes.

Al sentarme de nuevo se lo comenté a Hannah. Imaginaba que el hombre era de Lincoln y creí que tal vez ella lo conocería. Cuando se volvió para mirarlo, el hombre tenía la vista clavada en nuestra mesa. Hannah giró la cabeza con gesto brusco y sin poder disimular una expresión aterrorizada.

—No sé quién es; no creo haberlo visto nunca. Creo que deberíamos irnos —farfulló con una sonrisa a todas luces forzada—. Estoy cansada —añadió, apoyando la mano sobre la mía.

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