—Mire —dijo el británico al tiempo que le apoyaba la mano en el hombro con ademán tranquilizador—, le prometo estar de vuelta en el hotel a las diez como máximo. Si no estoy, no dude en llamar a la policía para que me busque. Dígales que me he escabullido de la habitación o lo que le venga en gana. Pero me gustaría disponer de unas horas para explorar la ciudad solo. Le prometo que le compensaré —aseguró, alargando la mano con un billete de veinte libras enrollado entre el dedo medio y el anular—. Esta noche le daré otro igual.
El guía le estrechó la mano, se guardó el billete y asintió con rapidez.
—Si yo fuera del KGB, cogería el dinero, lo seguiría y lo detendría. Y si usted es del KGB… bueno, no quiero ni pensarlo. Despístese en el mercado y no haga nada ilegal, ¿me oye?
Clavó un dedo en el costado del joven y siguió hablando con arrogancia de subalterno cuando cambió a su lengua materna.
—Si me crea algún problema, el que sea, le garantizo que su estancia en el paraíso obrero tendrá mucho de obrero y poco de paraíso. Esta noche a las diez y media iré a su habitación, donde me esperará con otro regalito.
Los dos hombres se estrecharon de nuevo la mano. El británico se incorporó al grupo y empezó a charlar con un maestro jubilado de St. John's Wood.
Al doblar la esquina, los turistas vieron cinco hangares plateados ante sí, bulliciosamente atestados de gente, productos, colores y fragancias.
—Apreciados visitantes, bienvenidos por favor al mercado central de Riga —anunció el guía, recalcando sus palabras con pequeños golpes de paraguas—. Aquí encuentran recuerdos y regalos que necesitan de Unión Soviética. Recuerden dar regalos a inspector de aduanas en el hotel para comprobación. Punto de encuentro por favor aquí a la una y media para volver al hotel y almorzar.
El inglés aguardó hasta que el maestro jubilado se alejara en dirección a unos cuernos georgianos de madera tallada, se zafó del tártaro con un codazo certero y sacó un papel del bolsillo. Siguiendo las indicaciones escritas en él, pasó ante un grupo de vendedores de calabazas uzbekos de aspecto suspicaz, estuvo a punto de chocar contra un puñado de hombres de Kirguizistán tocados con espigados telpeks blancos y negros que charlaban mientras tomaban cuencos de té, paró un instante para admirar una exposición de dagas de Daguestán (todas ellas falsas y romas) y por fin reparó en una puertecita de madera encajada entre dos puestos al fondo del hangar. Se detuvo a probar un poco de miel de acacia; los ojos del anciano vendedor se iluminaron y su barba pareció levantarse un poco cuando el inglés le sonrió antes de rodear el puesto y colarse por la puertecita.
Dos hombres estaban sentados a una mesa redonda de madera, casi a oscuras. Uno de ellos era de tez morena y aspecto tosco, con facciones vagamente asiáticas, expresión amenazadora y un ancho bigote que se cernía sobre las comisuras de sus labios. Al abrirse la puerta frunció el ceño y deslizó la mano bajo la mesa sin apartar la mirada del inglés. Junto a él se sentaba un hombre delgado, menudo y con aspecto de pajarillo, de cabello rubio, facciones anodinas y una sonrisa cálida aunque algo perpleja en el rostro. Tanto podría haber tenido treinta años mal llevados como contar sesenta y conservarse muy bien.
—¿Es usted Voskresenyov? —preguntó el inglés.
El hombre-pájaro asintió.
—Se parece a su padre —comentó en inglés con un leve acento extranjero.
—Ya no.
—Señor Hewley, ese comentario ha sido de mal gusto y nada propio de un joven tan afortunado como usted.
Hewley se echó a reír.
—¿Con lo de afortunado se refiere a que ahora estoy endeudado hasta las orejas? ¿A que están a punto de desahuciarme? ¿A que no puedo ni tomarme una cerveza en…?
Voskresenyov alzó una mano y cerró los ojos con ademán apaciguador.
—Señor Hewley, me refiero a su posición futura, no a su situación actual. Si no supiera que la muerte desafortunada y repentina de su padre lo ha dejado, por así decirlo, en la estacada, no me habría tomado la molestia de invitarlo a venir. Siéntese, por favor —pidió al tiempo que señalaba una silla desocupada que el hombre de tez oscura empujó sin miramientos hacia él.
—Y el Charlie Chan este, ¿quién es?
—Por suerte para usted, Timur no entiende el inglés. Es kazajo, no chino, y se siente profunda y violentamente ofendido cuando lo toman por cualquier cosa que no sea kazajo. Timur es un amigo y supervisa todo lo concerniente a mi integridad física.
—Ah, el musculitos —exclamó Hewley antes de levantarse y acercarse a Timur simulando golpes y llaves, aunque procurando mantenerse fuera de su alcance—. ¿Qué es, un asesino profesional? ¿Karate, nunchakus y todo eso?
—No, señor Hewley, creo que tales artes son japonesas. ¿Por qué no toma asiento? Gracias. ¿Ha traído lo que se le indicó?
—Un momento, primero enséñeme lo suyo. De todas formas, está claro que aquí el amigo Mao Tse Tung puta mierda kazajo puede arrancarme los brazos de cuajo cuando le dé la gana.
Voskresenyov se encogió de hombros.
—No hemos venido a robarle, señor Hewley, y menos aún a hacerle daño. A fin de cuentas, ¿qué diría Serguei Kirilovich si esta noche le abriera la puerta a las diez y media con un billete de veinte libras pegado a un muñón ensangrentado?
—¿Cómo coño…?
Voskresenyov desechó la pregunta con un gesto y puso un maletín sobre la mesa. Lo abrió y lo sostuvo para que Hewley viera su contenido.
—Cien mil libras. Cuéntelas si quiere. Y más importantes aún que el dinero son estas cartas… —se sacó varios sobres del bolsillo de la americana y los dejó sobre el dinero— que aplacarán a cualquier inspector de aduanas inquisitivo tanto en mi país como en el suyo. Le conviene guardarlas como oro en paño, incluso cuando ya esté en Inglaterra. Y lo más importante es que tiene usted mi palabra, como amigo de su padre, de que en el caso de que las cartas no cumplan su cometido, me aseguraré de que regrese sano y salvo a Londres, con todo el dinero y todas las extremidades en su sitio. Y ahora, si no le importa…
Los ojos de Voskresenyov relucieron por la excitación, y sus facciones parecieron afilarse cuando se inclinó sobre la mesa hacia Hewley.
El inglés introdujo la mano en el bolsillo interior del abrigo y sacó una cajita lacada del tamaño de un paquete de cigarrillos. Se puso unos guantes de paño blanco, abrió la caja y con gran delicadeza sacó una baraja de cartas. Voskresenyov dio una palmada.
—Ah, es la primera vez que veo estas cartas. La primera vez, si no me equivoco, que salen de Inglaterra. Y a juzgar por su excelente estado de conservación, una de las primeras veces que alguien las toca desde finales del siglo XVIII. ¿Podría hacerme el favor de colocar las cuatro reinas boca arriba sobre la mesa?
Hewley extendió una gamuza granate sobre la madera, empezó a pasar cartas y fue colocando cada una de las reinas sobre ella.
—Gracias, es lo que deseaba ver. Si se siente más cómodo, vuelva a guardar las cartas en la caja y coloque la caja entre nosotros. Le prometo una vez más que ni ella ni usted sufrirán daño alguno.
—¿Cómo lo hacemos? ¿Contamos hasta tres? ¿Yo le doy las cartas y usted me pasa el maletín?
—Si quiere… Como ya le he dicho, no tengo ninguna intención de robarle, y dada la presencia de Timur y el hecho de que desconoce el lugar, usted no puede robarme a mí, de modo que efectuaremos el intercambio como usted desee.
Hewley tamborileó sobre la mesa con los dedos y miró a los otros dos hombres de hito en hito.
—Pero podría haberlo hecho. Robarle, quiero decir. En otra parte.
—Lo sé —reconoció Voskresenyov con una carcajada—. Su reputación lo precede. Desciende usted del mejor.
—Ya lo tengo —exclamó Hewley, dejando de tamborilear con los dedos para empezar a golpear la mesa con las manos en un ritmo frenético—. ¿Qué tal si jugamos una mano de póquer? Estas reinas no pueden ser vírgenes toda la vida.
—No quiero tocar estas cartas más de lo estrictamente necesario. Las reinas deben quedar intactas. Sin embargo, puesto que en sentido estricto es usted mi invitado, no puedo negarme a un deseo tan modesto como el de jugar una mano de póquer. ¿Cuál es la apuesta?
Hewley empezó a sacar la cartera, se detuvo bruscamente y miró a Voskresenyov como si acabara de ocurrírsele una idea repentina.
—¿Qué tal si nos jugamos lo que tenemos aquí? Una sola mano y el ganador se lo lleva todo.
—Desde luego, es usted un joven temerario —rió Voskresenyov—. Le ofrezco con toda honestidad una cantidad suficiente para saldar casi todas, si no todas sus deudas, pero usted ambiciona más. ¿Qué importancia tiene para usted esta baraja?
—Yo no soy el comprador, amigo mío —masculló Hewley con un guiño—. Si está usted dispuesto a pagar cien mil libras en un cuartucho como este y en secreto, imagino que podría sacar un poco más en una subasta como Dios manda. Podría llamar a Sotheby's para que echen un vistazo a las cartas, hacerlo público y todo eso…
—Creía que habíamos hecho un trato, señor Hewley, y si pretende seguir los pasos de su padre, su palabra tiene que ser tan firme como lo era la de él.
—Pues ya ve cómo acabó. ¿Sabe que ni siquiera pudimos celebrar un velatorio a féretro abierto? Lo sacaron del fondo del Severn gris como un pescado pasado e hinchado como una pelota. Esa clase de muerte no es para mí —aseguró con un estremecimiento antes de erguirse y propinar un último golpe a la mesa—. Además, hoy estoy de buen humor. Me siento afortunado, ¿sabe lo que quiero decir? Una mano de póquer, y el ganador se va con cien mil libras y esta baraja de cartas que vale… no sé… ¿el doble?
Voskresenyov se encogió de hombros.
—Como quiera. Solo le ruego que, si gana, olvide la subasta y me diga aquí mismo cuánto quiere por las cartas. Les he tomado mucho cariño a estas reinas.
—Si no le importa que se lo pregunte, ¿cómo se las ha arreglado un ruso como usted para agenciarse tanta pasta? Creía que aquí todo el mundo era igual.
—Sí, todos somos iguales, solo que algunos somos más iguales que otros. Sin ánimo de ofender, querría señalar que otra de las razones por las que su padre vivió tantos años y tuvo tanto éxito era su marcada falta de curiosidad. La curiosidad mató al gato. —Se volvió hacia Timur—. ¿Tezvadze todavía tiene un puesto en el mercado? —le preguntó en ruso, a lo que el kazajo asintió—. ¿Y sigue vendiendo las mismas cosas? —Otro gesto de asentimiento—. Muy bien, pues ve a comprar una baraja —ordenó al tiempo que le daba unos billetes—. Y tráete también a alguien para repartir —añadió, aferrándolo del brazo—. El trato de siempre. Tezvadze vende naipes georgianos —explicó Voskresenyov cuando Timur se fue—. Afirma que están pintadas a mano, pero si es así, las ha pintado el tipo con el pulso más firme del mundo. Se las vende a bálticos, rusos y turistas demasiado asustados para pasar del Cáucaso. Los palos son un poco distintos de lo habitual para usted, pero deberían servir. En cuanto a la persona para repartir… en fin, veremos a quien encuentra Timur. ¿Le apetece un trago mientras esperamos? —ofreció, sacando una botella de cerámica de debajo de la mesa.
—¿Qué es?
—Bálsamo. Rigas Melnais Balzams, una especialidad local. Algunos nunca llegan a tomarle gusto, pero debo decir que desde que lo bebo, nunca me he puesto enfermo. Resulta especialmente eficaz para ahuyentar las dolencias típicas del clima inglés.
Bebió un largo trago de la botella y la deslizó sobre la mesa.
Hewley olisqueó el contenido y retrocedió, espantado.
—Argh… ¿Qué es esta porquería?
—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Ajenjo, hisopo, piel de naranja, corteza de roble, flores… Es una receta secreta.
Hewley bebió, tragó, sufrió una arcada, cayó hacia atrás en la silla, se irguió y se mesó el cabello. Voskresenyov se echó a reír, y en aquel instante se abrió la puerta. Timur cruzó el umbral seguido de una muchacha esbelta de unos doce o trece años, ataviada con una mugrienta bata marrón y con los ojos vendados. Timur arrojó una baraja de cartas sobre la mesa.
—La he encontrado merodeando por el puesto de las teteras bashkir.
La niña temblaba en silencio, y una lágrima rodó bajo la venda hasta estrellarse contra la mano de Timur, apoyada contra la clavícula de la pequeña para guiarla hacia adelante.
—Ven aquí, niña.
La muchacha se irguió, sorbió ruidosamente por la nariz y caminó hacia Voskresenyov con tanto sentido de la orientación y seguridad como si no llevara la venda.
—¿Sabes repartir cartas? —La niña asintió—. Te doy a elegir. Dentro de media hora puedes tener más dinero del que tu padre gana en cinco años, o dentro de media hora puedes conocer al primero de miles de maridos. ¿Qué prefieres?
De repente, la niña arañó el rostro de Voskresenyov.
—¡Maldito cerdo ruso! —aulló—. ¡Hijo de puta kazajo! Reconozco vuestras voces…
Voskresenyov la abofeteó con el dorso de la mano y fuerza suficiente para derribarla. La niña profirió un jadeo, pero no lloró Timur la agarró de ambas muñecas con una sola mano y la levantó de un tirón.
—Lo único que queremos es que repartas unas cartas —explicó Voskresenyov con suavidad mientras le acariciaba el pelo, a lo que ella retrocedió como si aquella mano ardiera—. Reparte bien y sin trucos. Si lo haces, te recompensaremos generosamente y podrás irte. ¿Lo comprendes? Pero si cometes alguna estupidez, forcejeas o nos pones la mano encima a cualquiera de nosotros, tu vida se convertirá de repente en un paseo muy corto y muy doloroso. ¿Quieres a tus padres? —La niña permaneció inmóvil—. Bien. El dinero será tuyo. Puedes dárselo a ellos, quedártelo, lo que quieras. Si accedes, mi socio te soltará. Si te suelta y no haces exactamente lo que te he pedido, no volveremos a sostener una conversación como esta. ¿Queda claro?
La niña asintió. Timur la soltó, y Voskresenyov le entregó la baraja de cartas.
—Baraja y reparte estas cartas, por favor. ¡No, espera! —exclamó antes de quitarle la baraja y disponer cuatro cartas sobre la mesa—. Como le decía antes, los palos son distintos. Espadas, oros, copas y bastos, por este orden. ¿Preparado? Una mano. ¿Qué tipo de póquer prefiere?
—Pues el Texas Holdem —repuso Hewley, alterado por el incidente de la muchacha y por tanto en voz mucho más alta y estridente de lo normal.
—De acuerdo. Sin comodines. —Se volvió hacia la chica—. Reparte, por favor. Dos cartas boca abajo para cada uno… Eso es, ponías boca abajo sobre la mesa, una por una, igual que las tienes en la mano. Bien. Ahora deja una a un lado, a tu derecha, y pon tres boca arriba, eso es… al revés, delante de ti. Ahora otra a un lado y una más boca arriba. Y ahora lo mismo. Bien. Ahora apártate de la mesa. ¿Tiene alguna objeción, señor Hewley?