La biblioteca del cartógrafo (17 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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Objeto 5: Un tríptico de madera tallada, con un panel principal cuadrado de unos ocho centímetros por lado, oculto a su vez por dos paneles rectangulares. En el anverso de las solapas se ve la talla de un cofre de madera coronado por dos figuras aladas, querubines, encaradas entre sí. El análisis detenido de la talla revela vestigios de pintura dorada en los querubines.

Al abrir las solapas queda al descubierto un icono donde se ve a un hombre delgado, de tez oscura, barba y cabeza descubierta de pie en primer plano, con los brazos levantados y las palmas hacia afuera, señalando las escenas plasmadas a ambos lados de él (es decir, en el interior de cada una de las solapas). A su izquierda se ve una representación a todo color del cofre del anverso, esta vez con dos conos delgados de color amarillo que simbolizan el fuego celestial y manan hacia el exterior desde ambos querubines. A la derecha, los conos convergen en tres obeliscos altos que parecen generados por el fuego. La mirada firme, los ojos grandes y los labios apretados de la figura situada en primer término le confieren un aire preocupado y desafiante.

Muchos alquimistas europeos utilizaban la figura de un hombre negro (o para los que se consideraban más mundanos, un etíope) para representar la fase inicial del proceso alquímico, en el que la sustancia que se va a transformar debe primero descomponerse y ennegrecerse a fin de poder renacer. Los alquimistas del Cuerno de África, sin embargo, que aprendieron el oficio de científicos árabes que conducían caravanas comerciales por el mar Rojo, recurrían al autorretrato para representar no la descomposición, sino el poder y las posibilidades de una sustancia liberada de una forma inferior; la libertad presente en comparación con la esclavitud pasada, en lugar del amorfismo presente en comparación con la perfección futura.

Fecha de fabricación: El hombre en primer término, con su cabeza desproporcionadamente grande y estrecha, así como los labios apretados y el estilo del tríptico (madera tallada, una sola imagen en el anverso que ocupa ambas solapas, lo cual presagia la escena revelada en el interior), son característicos de la escuela tereyu de iconografía etíope, por lo que la fecha de fabricación se situaría a finales del siglo XI o principios del XII.

Fabricante: Se desconoce el fabricante, pero sin duda pertenecía a las filas de los monjes tereyu, famosos como artistas desde Lübeck hasta Constantinopla y aún más lejos, así como por sus innovaciones estratégicas en la batalla contra los Hijos del Imán Ali Rashid cuando durante siete años y siete meses defendieron la fortaleza del Sueño del Pastor contra los árabes invasores.

Lugar de origen: Con toda probabilidad, entre las actuales ciudades de Massawa y Zula, en Eritrea. La región situada entre ambas fue un enclave comercial importante entre los siglos VIII y XVIII. Casi todas las mercancías que abandonaban Etiopía rumbo a Europa o Asia pasaban por aquella región.

Ultimo propietario conocido: El Centro de Etnografía y Cultura Africanas, Universidad de La Habana, Cuba. Este icono se encontraba en uno de los cuatro baúles atestados de «curiosidades orientales» que Félix Armando Correa, antaño capitán del ejército cubano y más tarde experto en cristianismo africano, llevó a Santiago de Cuba. En 1980, tras ser licenciado del ejército en circunstancias dudosas, Correa dedicó ocho años a investigar los viajes del monje itinerante del siglo vi Cosmas Indicopleustes. A su regreso en 1988, se retiró a la plantación de tabaco de su familia, donde pasó los últimos años de su vida en ayuno, estudio y plegaria.

Tras un huracán en agosto de 1989, fue necesario pintar y cambiar la instalación eléctrica del museo. A fin de acabar el trabajo con la mayor rapidez posible, un grupo de electricistas uzbeko-rusos que se encontraban de «retiro obrero» fueron reclutados para participar en la reforma. El icono fue dado por desaparecido un día después de que la electricidad volviera a funcionar y cuando los electricistas ya habían regresado a Chirchik.

Un año exacto después de la desaparición de la figura tereyu, el nieto de Correa encontró a su abuelo en el cobertizo de secado, el cerebro esparcido por la pared y una escopeta en las manos.

Valor aproximado: Los optimistas calcularían su valor en unos 70.000 dólares, los vendedores realistas, en unos 55.000, y los compradores más avezados no pagarían menos de 45.000. Los iconos tereyu, escasos y antiguos, suelen situarse entre los 15.000 y los 45.000 dólares, según su estado, cuando se componen de un solo panel, y entre los 30.000 y los 70.000 cuando se trata de un díptico o tríptico tallado en buen estado. Este tríptico, integrante de una serie que, según ciertos expertos, demuestra que el Arca se halla, o cuando menos se hallaba, en Etiopía, está en perfectas condiciones.

El Padre de toda la Perfección de todo el Mundo está aquí.

Cuando el viernes entré en la oficina más tarde de lo debido, me encontré con Austell, pluma en mano y folio sobre la mesa, con libros de grabados y fotografías de hongos esparcidos en el suelo ante él.

—Ah, buenos días, Paul. ¿O quizá debería decir tristes días? —puntualizó mientras señalaba la puerta de Art—. Ha ido al velatorio de aquel médico, ese del nombre…

—Panda —lo atajé.

—Exacto, Panda. Qué nombre tan magnífico. No llegué a conocerlo. Bueno, supongo que lo vi alguna vez en una de esas maravillosas veladas bohemias en casa de Art y Donna. Era un caballero de tez oscura, ¿verdad?

Me encogí de hombros sin mojarme; nunca había visto al Panda.

—Eso pensaba yo —prosiguió Austell, ajeno a mi gesto—. Hum… un hombre simpático, desde luego. Tengo entendido que murió de repente.

—Lo atropello un coche que se dio a la fuga sin detenerse siquiera.

Austell se quitó las gafas y me miró como si me viera por primera vez.

—¿En serio? ¿En serio? Es terrible. Vaya, es absolutamente… ¿Alguien ha ido a la policía?

Su forma de recalcar la palabra «policía» indicaba que se trataba de un concepto exótico para él, hombres violentos de americana barata que derribaban puertas armas en ristre. Me pregunté si habría conocido a algún policía (sin incluir a los Olafsson).

—Sí, alguien llamó a la policía justo después del accidente. Todavía no hay sospechosos; los testigos no se ponen de acuerdo en el tipo de coche ni la descripción del conductor.

—¿Has hablado tú con la policía?

—Sí, pero no averigüé gran cosa.

—Qué lástima. ¿Y qué tal el resto de tu trabajo? —inquirió en tono casi paternal.

—Bien, no puedo quejarme, gracias.

—Estupendo, estupendo. Tengo entendido que Verrill va a incluir una sección de verduras. Te aseguro que está levantando mucha expectación. ¿Tienes que volver a Clougham?

—No, de momento no. Parece que todo se concentra aquí o en Wickenden.

—Una idea excelente. Ya te dije que Clougham siempre ha sido un lugar extraño. Yo no iría si pudiera evitarlo.

Asentí con gesto amigable y me volví hacia mi mesa. Durante el resto de la mañana trabajamos en medio de un silencio quebrado tan solo por el murmullo de Austell al pronunciar una frase para sí y por el golpeteo de mis dedos sobre las teclas del ordenador mientras transcribía la conversación del día anterior con Hannah. Su imagen me asaltaba cada dos por tres sin previo aviso. Empecé a contar primero las horas y luego los minutos que quedaban para pasar a buscarla, y cada vez me resultaba más difícil concentrarme. Austell había tomado por costumbre tararear mientras trabajaba, con la afinación de un avispón drogado. Al final de la mañana estaba tan nervioso por la perspectiva de una cita real con una mujer de carne y hueso que apenas podía quedarme sentado. Le dije a Austell que salía a hablar con los Verrill acerca de la expansión, y me fui antes de que tuviera ocasión de pedirme que le comprara algo.

A las siete menos veinte, el sol ya se había puesto, el aire soplaba fresco y fragante por el humo, y yo ya me había marcado una maratón entera paseándome por el piso como un oso enjaulado. No se me había ocurrido ninguna forma productiva de pasar la tarde, de modo que recurrí a la tradicional práctica de arrojar una pelota de tenis contra la pared hasta que la casera me regañó con unos golpes en la suya. Luego miré las noticias. Las noticias de las televisiones locales parecían diseñadas adrede para refutar la afirmación de que el periodismo da fe de un mundo cambiante. Tras pasar dos meses en Lincoln y alrededores, las noticias de la tarde se habían convertido para mí en un ejercicio de combinatoria. Incendio, concejal en apuros, victoria del equipo de fútbol del instituto, el tiempo; jugador del equipo de fútbol del instituto en apuros, concejal propone un nuevo sistema para pagar los impuestos municipales, incendio, el tiempo; tormenta de nieve, reportaje sobre el equipo de hockey del instituto, juez destituido por meter mano a su secretaria, incendio, el tiempo. Aquella tarde, el principal titular era la inauguración de un supermercado pijo a dos pueblos de distancia, lo que significaba que los veraneantes ya no tendrían que llevar consigo la quinoa, la achicoria y la cerveza al aroma de café-chocolate-mirto. Cuando explicaron que el equipo de baloncesto del instituto había pasado a cuartos de final en el campeonato estatal, apagué el televisor, me puse una americana por primera vez desde la ceremonia de graduación (por lo visto había encogido a la altura de la barriga por pasar demasiado tiempo sola en el armario), me cepillé el incepillable cabello hasta disponerlo en mechones castaños semidóciles, salí de casa, arrojé las llaves con una mano para cazarlas con la otra, fallé y tuve que pescarlas de un charco.

El sendero de entrada en forma de herradura de la escuela Talcott brillaba a la luz de sus lunas particulares, farolas amarillas que lo flanqueaban desde la suntuosa puerta principal, pasando por los campos de deporte intensamente iluminados y los edificios de la residencia de estudiantes, de distintos estilos (rústico de Nueva Inglaterra, ladrillo rojo cubierto de hiedra y bloque de hormigón tipo años setenta) hasta alcanzar la sencilla puerta trasera de vidrio y acero. Hannah me esperaba junto a ella y salió cuando la saludé con la mano y le hice luces (¿Por qué le haría luces? Nunca lo hago, no es un gesto propio de mí; parecía que la velada empezaba a llenarse de reproches procedentes de mí y dirigidos contra mí). A la cálida luz de las farolas, con la capa de lana verde, el cabello color miel y los largos pendientes de plata, parecía una figura intemporal, hechizada, una especie de gacela líquida.

—Qué puntual —dijo al subir al coche—. Me alegro; hace solo cinco minutos que he terminado de corregir trabajos.

—¿Sobre qué?

—Oh, lo típico, música. He intentado que los mayores hagan contrapunto. Les puse la primera Suite Francesa y luego Cuando tenga sesenta y cuatro años por el solo de clarinete del final, ¿sabes a qué me refiero?

No tenía ni idea.

—Sí.

—A juzgar por los trabajos, parece que no se han enterado de gran cosa. —Se miró en el espejo retrovisor y se mesó la melena—. En fin… Por cierto, ¿sabes cómo se va?

—No, y tengo un sentido de la orientación pésimo. Me pierdo hasta en los aparcamientos.

Hannah soltó una risita. Uno a cero para el equipo local.

—Soy todo oídos.

—Vale, tienes que girar en la 87, que está en… —De repente se interrumpió y me apoyó una mano en el brazo—. ¡Para! ¡Para un momento delante de St. Stephen's!

A nuestra derecha se alzaba una gran iglesia de piedra. Ante ella, dos hombres ataviados con sotana y parka clavaban unos rótulos sobre estacas en la tierra. Los hombres eran polos opuestos en casi todos los sentidos. Uno de ellos era grueso, rubicundo, de aspecto jovial y blanco, mientras que el otro era delgado, musculoso, pulcro, austero y negro. El párroco negro sujetaba la estaca mientras el otro la clavaba en la tierra, resoplando por el esfuerzo. Cuando detuve el coche, ambos interrumpieron su trabajo y alzaron la mirada. Al ver a Hannah, el blanco corpulento dejó caer el martillo con aire despreocupado y se acercó al coche.

—Vaya, mira quién ha venido. Hola, Hannah, qué sorpresa tan agradable. ¿Adónde vas? Luke, mira quién está aquí —llamó al otro párroco—. Es la señorita Rowe.

El segundo párroco se aproximó y dedicó una sonrisa cortés y una inclinación de cabeza a Hannah, quien le devolvió el saludo pero se puso a hablar con el otro.

—Vamos a cenar. Este es mi amigo Paul —me presentó—. Este es el reverendo Hampden.

El hombre se quitó el guante y me tendió una mano gordezuela y fláccida como una carpa muerta. Sin estrechar siquiera la mía, la retiró a toda prisa y volvió a ponerse el guante.

—Y este es el reverendo Makgabo —prosiguió Hannah.

El párroco negro me estrechó la mano con firmeza e incluso aseguró que estaba encantado de conocerme. No alcancé a discernir su acento.

—Bueno, bueno, ¿y adonde os dirigís, chicos? —inquirió Hampden.

—Al Trout.

—Ah, magnífico, magnífico. Una elección estupenda. Y dime, Paul, ¿eres de por aquí?

—No, pero ahora vivo en Lincoln.

—¿Ah, sí? ¿Y a qué te dedicas? ¿A qué iglesia asistes?

—A decir verdad, voy poco a la iglesia, pero trabajo en el Carrier.

—¡Periodista! Supongo que eso lo explica todo —dijo al tiempo que dedicaba a Hannah un exagerado guiño—. Los miembros de la atareada prensa no tienen tiempo para ir a la iglesia. No, ni siquiera Art y Donna vienen por Navidad. Claro que Art es católico, así que quizá… —Dejó la frase sin terminar y levantó las manos enguantadas como si me hubiera abalanzado sobre él—. Sin ánimo de ofender, créame, si es que es usted católico o cualquier otra cosa. En cualquier caso, Hannah es una de las pocas personas jóvenes de por aquí que participa activamente en los asuntos de la iglesia, ¿verdad, Luke?

Makgabo asintió, pero Hampden ni siquiera se volvió hacia él en busca de confirmación.

—De hecho, hace poco acompañó a nuestro grupo de jóvenes, ¿no es cierto?

Hannah asintió.

—Por cierto —continuó Hampden, levantando una de sus enormes manos para ajustarse la panza bajo el abrigo y la sotana—, ¿te importaría entrar un momento para que podamos hablar de eso? Paul, si quieres puedes acompañarnos; solo será un momento. Luke, ¿puedes terminar los rótulos, por favor? —Hampden se volvió hacia mí y de nuevo alzó las manos—. Es que con estos guantes no sirvo para nada. ¿Vienes, Hannah?

Hannah se apeó, Hampden le rodeó los hombros con el brazo, y juntos se dirigieron hacia la iglesia. Hannah me miró por encima del hombro, levantó un dedo y moviendo los labios me prometió en silencio que solo tardaría un minuto.

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