Sin embargo, de camino quería pasar por el campo de deportes de Talcott. El reverendo Makgabo me había caído muy bien, aunque no sabía por qué, pues solo habíamos charlado de trivialidades. No obstante, su actitud callada y contenida me parecía un antídoto excelente contra la jovialidad excesiva de Hampden. Y para ser sincero, me preguntaba si sabría algo más de Hannah. Supongo que intenté convencerme de que lo único que quería era averiguar algo acerca de una fuente potencial en un intento de racionalizar todo el asunto desde un punto de vista meramente periodístico, pero lo cierto era que Hannah me interesaba mucho. Era una mujer atractiva, cautivadora, pero también había en ella algo oculto e inescrutable, y no solo lo pensaba por su reacción ante el hombre del bar. No albergaba grandes esperanzas acerca de la propensión de un religioso a chismorrear, pero consideré que merecía la pena intentarlo al menos.
Al llegar al campo vi al reverendo Makgabo ataviado con pantalones cortos y camiseta de rugby a rayas verdes y blancas, de pie en el centro de un círculo de unos veinte adolescentes sentados, sosteniendo en las manos un balón de rugby con el que gesticulaba a menudo mientras hablaba.
—… y debéis dar un buen rendimiento académico. Eso significa que si queréis jugar con nosotros, nada de suspender, hacer novillos, pelearos ni provocar expulsiones. Dicen que el fútbol es un deporte de caballeros jugado por bárbaros, mientras que el rugby es un deporte de bárbaros jugado por caballeros. No espero menos de vosotros. Y ahora debéis preparar el cuerpo. Dad cuatro vueltas corriendo al campo y luego volved aquí.
Cuando los chicos se pusieron en marcha, algunos con excesiva rapidez y otros con mucha más parsimonia, el reverendo alzó la vista, me vio y me saludó.
—Un atuendo muy curioso para jugar al rugby —comentó, subiendo y bajando la mano como si yo estuviera desfilando por una pasarela—. No veía nada parecido desde la escuela primaria. Nos placábamos los unos a los otros agarrándonos por la corbata —explicó antes de arrojarme el balón con un lanzamiento bajo y curvo.
—Hoy no puedo jugar, por desgracia. Solo he venido para saludarlo y ver si puedo escribir un artículo sobre el equipo de rugby de Lincoln —dije mientras le devolvía el balón.
—No, no —negó Makgabo con una carcajada—. Se llama el Club de Rugby de Lincoln, suena más profesional. Sí, por supuesto, la idea del artículo me parece estupenda…
—De acuerdo. No llevo encima el cuaderno, pero…
—No pasa nada, de todos modos ahora no tengo tiempo para hablar. Pero jugamos cada sábado, si realmente siente curiosidad. Intentamos empezar sobre las once e intentamos que los chicos estén de vuelta en la estación a las tres y media.
—¿De dónde son los jugadores?
—Casi todos de New Haven; los conozco a través del voluntariado que hago allí. Es la primera vez que muchos de ellos salen de la ciudad, e imagino que es la primera vez que muchos habitantes de esta pequeña y encantadora ciudad ven a tantos chicos negros juntos.
Lanzó otra carcajada y yo proferí una risita con esa mezcla de embarazo, culpabilidad y deseo de agradar que surge después de un chiste con tintes raciales.
—¿Y el reverendo Hampden nunca viene?
—No. Me gustaría, pero no —repuso con una sonrisa.
—¿Y por qué? Quiero decir que por qué le gustaría.
—Mi primer entrenador me dijo que el mejor lugar para disipar las frustraciones y resolver las diferencias es el terreno de juego. Allí los problemas no pueden enquistarse ni engendrar resentimiento. Placas a alguien y luego lo ayudas a levantarse. Él te placa a ti y luego te ayuda a levantarte.
—¿Se refiere al poder humanizador de la violencia?
—Oh, no, más bien al poder humanizador del deporte. De todos modos, creo que esta concurrencia es demasiado pequeña y, digamos, demasiado insignificante para el reverendo Hampden.
—¿Está usted celoso?
—De ningún modo. Lo cierto es que estoy encantado de trabajar a mi manera. Considero que este campo también es una suerte de ministerio.
—Tenga por seguro que incluiré eso en mi artículo.
—Así lo espero. ¿Va a reunirse con su amiga?
—¿Qué amiga?
—¿Qué amiga? —repitió con una risita maliciosa—. Ya sabe a qué amiga me refiero.
—¿Hannah? —El reverendo asintió—. No, voy a Wickenden para comer con un viejo amigo.
—Ah, creía que quizá se casaba alguien al verlo tan bien vestido a estas tempranas horas de un sábado. No dude en llamar o pasar por la iglesia cuando decida escribir un artículo sobre nosotros. Espero verlo por allí.
Cuando crucé la pesada puerta de caoba y luego la puerta basculante de vidrio del Blue Point, el profesor Jadid ya estaba sentado a una pequeña mesa junto a la ventana, fumando y charlando amigablemente con una pareja de mediana edad que estaba de pie junto a la mesa. Jadid permanecía sentado muy quieto, atento y felino, mientras el humo de su cigarrillo se mezclaba con el polvo del establecimiento y relucía al surcar los rayos de sol que lo bañaban. El hombre y la mujer hablaban sin gesticular. Parecían formar un matrimonio cuyos gustos habían confluido tanto que ya vestían, se comportaban y erguían la cabeza de forma idéntica, natural y sin afectación alguna. Al verme, Jadid sonrió, se incorporó a medias y me indicó por señas que me acercara.
—Llega muy puntual, señor Tomm. Me alegro de verlo. Permítame que le presente al señor y la señora O'Sullivan, propietarios del local y buenos amigos míos.
Al acercarme a la mesa comprobé que el hombre ofrecía un aspecto más cordial y afable que su esposa, quien tenía un rictus de vaga y permanente desaprobación en la boca. El hombre se presentó como Jerry.
—Así que es usted otro licenciado por la Academia Jadid de la Buena Vida —comentó.
No entendí el chiste y alterné la mirada entre él y su mujer, a quien no parecía hacerle ninguna gracia.
—Este-hombre es uno de nuestros mejores clientes —prosiguió Jerry, propinando al profesor una incongruente palmada en el hombro—, y probablemente el mejor cocinero de Wickenden.
Calló sonriente e hizo una pausa algo demasiado larga para darnos tiempo a apreciar el chiste. Jadid se limitó a sonreír, cerró los ojos y bamboleó ligeramente la cabeza en ademán de sufrida tolerancia.
¿Les traemos la carta y algún aperitivo?
Jadid me miró. Pedí la cerveza de barril de la casa, y él una copa de Sarcerre. Ignoraba si se trataba de cerveza, vino o licor.
—No sabía que cocinaba —comenté mientras me sentaba frente a él.
—Pues sí, es un arte necesario para civilizar a las personas. La cocina no se encuentra entre las numerosísimas virtudes de mi esposa. Además, en mi familia los varones siempre han sido cocineros por afición y profesores o rabinos de profesión. Supongo que un objetivo alcanzado de dos no es una mala proporción para un inmigrante.
Jerry trajo una cerveza color ámbar para mí («Navidad Harpoon») y vino blanco («el mejor de Sakonnet») para Jadid.
—¿Rabinos? —inquirí mientras lo observaba sujetarse la servilleta en el interior del cuello almidonado de la camisa y seguía su ejemplo.
—Bueno, sí. En la mayoría de los países, mi nombre despista a casi todo el mundo. Ahora apenas practico. Sigo siendo judío por lo de la persecución, como dice mi hijo mayor. Supongo que soy lo contrario de una víctima de la Segunda Guerra Mundial.
—¿A qué se refiere?
Jadid lanzó un suspiro.
—Mire, en mi opinión no hay nada raro en mi forma de hablar, pero por el motivo que sea, la primera pregunta que me hacen todos mis antiguos alumnos en cuanto empezamos a hablar como amigos en lugar de profesor y estudiante es de dónde procede mi acento.
Me eché a reír, y él meneó la cabeza muy despacio y con los ojos cerrados, como un gato soñoliento.
—Es cierto. ¿A usted qué le parece? Tenga en cuenta que no puede ofenderme si falla y que, a menos que me equivoque con usted, no creo que acierte. Pero mientras piensa, ¿le importa que pida el almuerzo? ¿Hay algo que no coma? ¿No? Estupendo.
Levantó la mano, y la esposa de Jerry se acercó, cuaderno en mano y sonrisa desganada pintada en el rostro. Jadid pidió media docena de ostras de Wellfleet, media docena de ostras de Malpeque, una sopa de pescado para él, un cuenco de estofado de marisco para mí y una botella de Sancerre.
—Maura es la encargada de la bodega y de las finanzas del restaurante —explicó en un susurro cuando la propietaria se acercó—. Sé que parece hosca, pero lo cierto es que solo es un poco tímida y se le dan mejor los números que las personas. Pero le aseguro que tiene un paladar exquisito. En fin, ¿ya tiene la respuesta?
—Bueno, diría que alemán, pero la verdad es que no tiene aspecto de alemán. Además, de ser alemán, judío y de la edad que es, lo más probable es que hubiera sido una víctima de la guerra y no lo contrario de una víctima, signifique eso lo que signifique.
—Muy razonado y correcto en sus apreciaciones.
—También podría decir que suizo o austríaco —proseguí—, pero probablemente se aplicaría el mismo razonamiento que para el alemán. Tal vez húngaro. —Era un poco más moreno que yo, de ojos verdosos y cabello gris; en Hollywood podría haber representado papeles de una docena de etnias distintas—. ¿Español? ¿Turco? No sé, yo diría que medio húngaro, medio turco y algo más.
—Una deducción tan inteligente como esperaba de usted, señor Tomm, pero…
—Profesor, ¿podría llamarme Paul y tutearme?
—Por supuesto, Paul. Lo cierto es que nací y crecí en Tabriz.
Mis conocimientos geográficos se tambaleaban un poco al este de Cape Cod y al sur de Baltimore.
—No es que pretenda alardear de mi ignorancia, pero ¿dónde queda Tabriz?
—En Irán, aunque nosotros preferimos denominarnos persas. Cuando los judíos persas fueron convertidos a la fuerza, pasaron a llamarse Jadid al-Islam o nuevos musulmanes. Por razones que se me escapan, uno de mis antepasados adoptó ese sobrenombre como apellido. Persia, que no Irán, posee la connotación de tolerancia y sofisticación que en tiempos caracterizaron aquella parte del mundo y que espero resurjan algún día.
Alzó la copa y brindó por sus propias palabras. Me apresuré a intentar hacer lo mismo, pero lo único que conseguí fue derramar cerveza sobre la mesa.
—¿Qué quería decir con lo contrario de una víctima?
—Más o menos nos echaron del país después de 1948. A decir verdad, era una práctica común en aquellos países; una de las ironías crueles de la historia. Se suponía que Israel proporcionaría un refugio seguro a los judíos del mundo entero, una aspiración noble, máxime teniendo en cuenta los recientes acontecimientos. Sin embargo, como consecuencia de ellos, en todo Próximo Oriente, los judíos fueron desalojados de las ciudades, a veces incluso de las casas donde habían vivido durante siglos. La casa en que me crié la había construido mi tataratatarabuelo casi doscientos años antes. Nos marchamos a toda prisa, y ni siquiera sé quién queda allí ahora.
—¿Y fueron a Israel?
—No, no. Mi padre se lo pensó, pero después de vivir durante siglos en Persia, entre cristianos, musulmanes, zoroástricos, de todo, en realidad, no sé si habría sobrevivido en un ambiente puramente judío. La cuestión es que un amigo suyo holandés al que había conocido antes de la guerra y que había sobrevivido a los campos, se puso en contacto con él en 1950 para invitarlo a convertirse en el rabino de lo que quedaba de la comunidad sefardí de Leiden. Así que fuimos a parar allí, razón por la que supongo que mi acento suena algo alemán, aunque con ello no quisiera que te hirviera la sangre holandesa que corre por tus venas. Si a ello añadimos a una aguerrida mujer de Belfast, la señora McClenahan, que nos crió a mí y a mis hermanos tras la muerte de mi madre, obtenemos mi forma de hablar, que según me han dicho más de una vez, es única.
En aquel momento, Maura llegó con dos cuencos humeantes y una docena de ostras en un plato de cristal, junto con pequeños recipientes que, según nos explicó, contenían salsa cóctel, vinagreta al oporto y salsa de soja con jengibre y zumo de lima respectivamente. Por regla general huyo despavorido del marisco crudo y no había probado una sola ostra en todos los años que llevaba viviendo en el noreste del país. Sin embargo, no quería que Jadid me considerara un paleto, así que cogí una, me la tragué entera, y mientras viajaba por mi esófago como un estornudo refrigerado, me pregunté por qué la gente se empecinaba en comer aquellas cosas y si conseguiría mantener el bicho en el estómago una vez llegara allí. Maura colocó el estofado blanco ante Jadid y el rojo ante mí.
—Ya sabe por qué ha pedido estos dos platos, ¿no? —preguntó, y al ver que yo negaba con la cabeza, añadió—: Son recetas suyas.
Miré a Jadid con expresión interrogante, y Maura se echó a reír.
—Algunos lunes, cuando el restaurante está cerrado, Anton viene a hacer experimentos en nuestra cocina. Estos dos platos son inventos suyos. Creo que es responsable de… ¿Cuántos? Cuatro o cinco platos de nuestra carta.
—Cinco —puntualizó Jadid, más contento que el ganador de un concurso escolar—. El estofado de marisco, la sopa de pescado, el tagine de tiburón… ¿Qué más, qué más? El pescado a la brasa con chermoule y el martini Jadid. Ginebra con un chorrito de grapa, piel de lima y hielo.
—Ya, Anton, pero ¿quién ha pedido jamás tu martini aparte de ti? —bufó Maura.
—No soy responsable de la espeluznante falta de gusto de los demás, querida. Lo único que puedo hacer es ofrecer al público mis supremos inventos, sin imponérselos.
La propietaria se alejó riendo, un gesto que le quitó de golpe diez años de encima.
—Bueno, y ahora cuéntame tu historia —pidió el profesor, enjugándose un poco de sopa de los labios; sin duda aquel hombre era capaz de hurgarse la nariz con elegancia—. Cuéntame qué sucede en ese «mundo real» del que tanto oímos hablar los profesores. Tengo curiosidad por saber qué has averiguado acerca de Jaan.
—Poca cosa, desgraciadamente. Todavía no sé cómo murió, y el forense que le practicó la autopsia fue atropellado por un coche hace dos días.
—Dios mío, ¿qué ocurrió? ¿Está bien?
—No, ha muerto. El coche lo atropello y se dio a la fuga sin detenerse siquiera.
—Es horrible.
—Lo sé. De hecho, todavía no había terminado la autopsia, pero me dijo que había algo raro en el cadáver. La única persona que parecía conocerlo es Hannah, que…