—Mi padre defendió Ix frente a la última incursión de las máquinas y quedó atrapado en uno de los túneles subterráneos —dijo sin mirar directamente a Ticia—. Fue un milagro que sobreviviera. —De hecho, Quentin rara vez hablaba de aquello, y si alguna vez alguien sacaba el tema tenía que controlar visiblemente el escalofrío que le producía pensar en la sensación de claustrofobia. Abulurd también recordaba las historias que Vorian le había contado—. Y mi abuelo dirigió la primera flota de guerra que liberó a Ix del yugo de Omnius. Fue declarado Héroe de la Yihad.
Ticia miró al joven con el ceño fruncido.
—Pero al final Xavier Harkonnen se comportó como un necio, un cobarde, como el peor de los traidores.
Abulurd se encrespó.
—No conoce los detalles, hechicera. No se deje cegar por la propaganda. —Su voz era neutra, pero dura como el metal.
Ella lo miró fijamente con sus ojos claros.
—Sé que Xavier Harkonnen mató a mi padre biológico, el Gran Patriarca Iblis Ginjo. No hay nada que pueda justificar ese crimen.
Abulurd no insistió, desconcertado. Había oído decir que las hechiceras de Rossak se preocupaban más por la genética que por la moral. ¿O es que Ticia se estaba dejando influir por sus emociones?
La jabalina militar descendió hasta el punto de aterrizaje. Casas y otras estructuras salpicaban el paisaje relativamente desnudo que rodeaba las entradas a las cavernas y los túneles. Al enterarse de la llegada de la nave, los desesperados ixianos salieron en masa del subsuelo para rodear la zona despejada donde aterrizaron. Corrieron hacia la nave, gritando, aclamando a Abulurd y sus hombres como héroes y salvadores. Todos querían huir del planeta antes de que la plaga les alcanzara.
Abulurd sintió que el corazón se le encogía. Por la expresión esperanzada de sus rostros supo que no habían entendido lo poco que podían hacer por ellos. Los suministros de melange que llevaba a bordo solo les protegerían por un tiempo. Pero entonces pensó en la actitud de Ticia, y se convenció a sí mismo de que cualquier cosa, por pequeña que fuera, era mejor que abandonarlos a su suerte.
Manteniendo la zona superior de la nave sellada y esterilizada, Abulurd seleccionó personalmente a un grupo de guardas mercenarios. La investigación médica parecía indicar que el virus solo podía contraerse a través de las mucosas o las heridas abiertas, y aun así Abulurd ordenó a sus hombres que se pusieran trajes anticontaminación completos y se protegieran con sus escudos personales. Toda precaución era poca.
El descuido ya había hecho que una de las jabalinas de rescate cargada con refugiados de Zanbar llegara a Salusa con más de la mitad de los pasajeros y una tercera parte de la tripulación infectada. No llevaban suficiente melange para protegerse. No permitiría que a su tripulación le pasara lo mismo.
La hechicera se preparó y esperó a Abulurd. No necesitaba que la acompañara —seguramente no quería que la acompañara—, pero él estaba al mando. Ticia elegiría entre aquella gente esperanzada mientras Abulurd y sus hombres distribuían la melange y los otros suministros para ayudarles a capear el desastre inminente.
Provistos de rifles maula y pistolas chandler que disparaban agujas, el grupo salió para imponer una semblanza de orden entre la multitud. Abulurd caminó bajo el cielo dolorosamente intenso de Ix, con su traje especial. Llevaba semanas respirando el aire reciclado y aséptico del interior de la jabalina y, en otras circunstancias, habría estado deseando dar una bocanada de aire fresco. Ticia descendió por la rampa con paso grácil y ligero, a pesar de la pesadez del traje. Giró la cabeza en el interior del casco, buscando sujetos que valiera la pena salvar entre la multitud.
La gente esperaba, inquieta, gritando de alegría, hablando con gravedad entre ellos. De pronto, a Abulurd le asustó pensar que aquel puñado de hombres que le acompañaban no podría contener a la chusma si se ponían violentos; porque ese era uno de los primeros síntomas, el comportamiento irracional y agresivo. Para disparar sus armas, primero tendrían que desactivar sus escudos personales, y eso les dejaría en una posición vulnerable. Tendría que manejar la situación con cuidado.
—Cuarto —dijo Ticia, como si de pronto ella estuviera al mando—, encárguese de que los especímenes que elijo sean llevados a bordo, desinfectados y examinados. Quiero que se los mantenga aislados hasta que estemos seguros de que nos sirven. No podemos permitir que una persona contaminada contagie a las demás.
Abulurd dio la orden. Aquello era lo que la Liga quería, el motivo por el que estaban allí. Al menos salvarían a algunos. Otros diez yihadíes salieron de la nave con sus trajes especiales. Llevaban el cargamento de cortesía de melange de la Liga, pero no sería suficiente.
La hechicera avanzó entre la población inquieta, elevándose por encima de la mayoría. Y empezó a elegir a hombres, mujeres y niños que se veían sanos, inteligentes y fuertes. Aunque parecían elecciones arbitrarias, los hombres de Abulurd separaban a los candidatos de los demás y se los llevaban. Pero la inquietud de la chusma pronto se convirtió en ira. Se elegía al marido pero no a la esposa; los niños eran separados de sus padres. Los aterrados habitantes de Ix pronto comprendieron que aquello no era la misión de rescate o de ayuda que esperaban.
Empezaron a oírse gritos furiosos. Los mercenarios de Abulurd prepararon sus armas, con la esperanza de que los escudos personales bastaran para protegerles de lo que la multitud les arrojara. Una niña gritó, negándose a soltar la mano de su madre. Antes de que la cosa fuera a más, Abulurd intervino, hablando por el canal de comunicación privado.
—Hechicera, esto es absurdo, la madre también parece sana. ¿Por qué no permitir que sigan juntas?
Con expresión desdeñosa, la hechicera volvió sus ojos claros hacia Abulurd; su frente se arrugó en un gesto de impaciencia.
—¿Qué sentido tendría llevar también a la madre? Con la hija ya tenemos la información genética de la familia. Sería mucho más útil llevarnos a una persona que no tenga ningún parentesco, porque de ese modo salvaríamos otra línea genética distinta.
—¡Pero está rompiendo familias! ¡Esto no es lo que quiere la Liga!
—Para conservar una línea genética solo necesitamos un espécimen. ¿Para qué llevar duplicados? Es una forma absurda de malgastar nuestro tiempo y nuestros recursos. Sabe perfectamente que no tenemos sitio en la nave.
—¿No hay otra forma de hacerlo? No me dijo que había que hacer esto de una forma tan inhumana y terrible…
Ella le interrumpió.
—Yo no dije que tuviéramos que hacer esto, cuarto, fue usted quien insistió. Piénselo… de todos modos la epidemia destrozará a estas familias. Me preocupa más salvar a la especie que andarme con sentimentalismos. —Se apartó de Abulurd y siguió avanzando entre la gente. Sin pensar en el peligro, Ticia siguió escogiendo a los mejores candidatos entre aquella multitud de esperanzados.
Una mujer de pelo canoso y su marido medio calvo trataron de abrirse paso hasta ella.
—¡Llévenos a nosotros! Le recompensaremos bien.
La hechicera los rechazó con rudeza.
—Sois demasiado viejos. —Del mismo modo rechazó a otros, por estériles, débiles, poco inteligentes, o incluso feos. Ticia se alzaba sobre todos ellos como un juez genético.
Abulurd estaba horrorizado. ¿Y esa mujer consideraba que Xavier Harkonnen había cometido crímenes inexcusables e inhumanos? Cerró los ojos, tratando de buscar una forma de impedir que siguiera jugando a ser Dios, pero en su corazón sabía que tenía razón. Con una única jabalina no podía salvar a todo el mundo.
—Al menos busque un método de selección más justo. Podríamos sortearlo. Debe de haber un…
De nuevo, ella lo interrumpió, demostrando un interés y un respeto nulos por su rango. Seguramente habría hecho exactamente igual aunque hubiera sido un primero.
—Desde el principio ha sabido que solo podríamos llevar a unos cuantos. Deje que haga mi trabajo tranquila.
Ticia continuó con impaciencia mientras los soldados le despejaban el camino. La gente trataba de adelantarse en su afán por salvarse. Otros escapaban de la barrera y corrían hacia la jabalina, como si quisieran asaltarla y huir. Cuando una parte de la multitud trató de atacar a los vigilantes mercenarios se oyeron disparos. Abulurd se volvió para ver qué pasaba. Las pistolas chandler habían derribado a varios de los cabecillas, pero el resto seguía avanzando, entre gritos. Ni siquiera los disparos les detuvieron. Abulurd vio que algunos tenían eccemas en la piel y los ojos amarillentos: ¡claros síntomas de infección!
Los ixianos que ya habían sido elegidos esperaban cerca de la rampa de embarque, mirando con temor a los demás. Por su expresión, parecía como si algunos no quisieran marcharse y prefirieran quedarse y morir con sus familias.
Aunque Abulurd sentía pena por todos ellos, no sabía cómo suavizar la situación. Dio orden de que los guardias no dispararan a matar si no era absolutamente necesario, pero la multitud estaba desbordada.
—¡Deteneos, necios! —dijo Ticia con una voz atronadora, aumentada por los amplificadores de su traje y la potencia de sus poderes telepáticos. Aquello bastó para que la gente se detuviera—. No podemos llevaros a todos, por eso estamos escogiendo a los mejores, las líneas genéticas más puras y los mejores recursos reproductores. Es lo que estoy tratando de hacer. Vuestra rebeldía nos pone a todos en peligro.
Pero las palabras de Ticia solo consiguieron enfurecerlos más. La ira de la gente iba en aumento, se abalanzaron sobre Ticia y los guardas. Abulurd gritó una orden pero ni siquiera sus hombres respondieron.
La hechicera suprema de Rossak profirió un sonido disgustado. Cuando levantó sus manos enguantadas, Abulurd vio la luz estática que brotaba de las yemas de sus dedos. La mujer lanzó una explosión invisible que derribó a cientos de personas. Quedaron tumbadas en el suelo, como tallos de trigo aplastados por un ciclón. Algunos se quedaron tendidos, retorciéndose, con la piel quemada y cubierta de llagas. Un hombre estaba totalmente calcinado, y su piel y su pelo humeaban.
Ticia estaba rodeada de estática, un residuo de la energía mental que acababa de desatar. Por fin, los ixianos guardaron silencio. Los que aún se mantenían en pie retrocedieron asustados. La hechicera los miró enfurecida durante un largo momento, luego gritó a los soldados para que hicieran subir a los últimos candidatos a la nave.
—Salgamos de este planeta.
Abulurd se estaba poniendo malo, pero esperó junto a ella en la rampa de la jabalina. Ticia estaba furiosa.
—Gusanos egoístas. ¿Por qué nos molestamos en salvar a una gente tan inferior?
Pero Abulurd ya había tenido bastante.
—No los puede culpar. Solo estaban tratando de salvar su vida.
—Sin preocuparse por la vida de los demás. Yo actúo por el bien de la especie humana. Y está claro que tú no tienes estómago para las decisiones difíciles. Una piedad inapropiada podría condenarnos a todos. —Lo miró con ira, tratando de buscar un insulto hiriente—. En mi opinión, cuarto Butler, eres débil y poco de fiar en una situación de crisis… seguramente poco apto para el mando. Como tu abuelo.
En lugar de sentirse herido, Abulurd se mostró furioso y desafiante. Gracias a Vorian conocía los actos heroicos de Xavier Harkonnen, incluso si la historia no los recordaba.
—Mi abuelo habría demostrado más compasión que tú. —A pocas personas les importaba ya la verdad, puesto que la historia había sido aceptada y repetida durante generaciones. Pero al ver la ignorancia y arrogancia de aquella mujer, Abulurd tomó una decisión temeraria e impulsiva.
Aunque su padre y sus hermanos agacharan la cabeza avergonzados, Abulurd se prometió no renegar jamás de su verdadero apellido. Dejaría de esconderse. Si quería ser un hombre de honor no podía actuar de otro modo.
—Hechicera, mi abuelo no fue un cobarde. Los detalles se han mantenido en secreto para proteger la Yihad, pero hizo exactamente lo que tenía que hacer para evitar que el Gran Patriarca siguiera haciendo daño. Iblis Ginjo era el malo, no Xavier Harkonnen.
Ella le dedicó una mirada despectiva e incrédula, totalmente perpleja.
—Insultas a mi padre.
—La verdad es la verdad. —Alzó el mentón—. Butler es un apellido honorable, pero también lo es Harkonnen. A partir de ahora y hasta el final de mis días, es lo que seré. Reclamo mi verdadero nombre.
—¿Qué necedad es esta?
—A partir de hoy, me llamarás Abulurd Harkonnen.
La guerra es una forma violenta de negocio.
A
DRIEN
V
ENPORT
, plan para las operaciones
comerciales con la especia en Arrakis
La Liga de Nobles lo llamó «fiebre de la especia».
En cuanto se supo que la melange ayudaba en el tratamiento de la mortífera plaga, hombres y mujeres de los planetas más distantes se dirigieron hacia Arrakis para hacer fortuna. Naves y más naves llenas de exploradores y contratistas llegaban a aquel mundo desértico, en otro tiempo aislado.
Ishmael apenas daba crédito a sus ojos cuando volvió a la vertiginosa metrópoli de Arrakis City por primera vez desde hacía décadas. Le recordó a la medio olvidada ciudad de Starda, en Poritrin, de donde había huido hacía tanto tiempo.
El paisaje reseco estaba cubierto de edificaciones levantadas a toda prisa, que se extendían hasta la base de las colinas de roca, amontonadas unas encima de otras. En el puerto espacial, las naves llegaban y partían a todas horas, y los vehículos terrestres y aéreos locales iban y venían sin cesar. Los pasajeros llegaban por millares, protegiéndose los ojos del sol amarillo de Arrakis, impacientes por correr hacia las dunas, ajenos al peligro que acechaba.
Según los rumores, había tantísima melange que bastaba con salir a la arena con un morral y una pala y empezar a recoger… y en cierto sentido era así, siempre y cuando se supiera dónde buscar. En unos meses, la mayoría de aquellas personas habría muerto, por boca de los gusanos de arena, por la dureza del entorno o por su propia estupidez. No estaban preparados para los peligros que les aguardaban.
—Ishmael, podemos sacar provecho de esta situación —dijo El’hiim tratando de convencer a su padrastro—. Esta gente no sabe lo que va a encontrar en Arrakis. Podemos conseguir su dinero haciendo algo que para nosotros es normal.