Una vez digerido aquel informe, Hitler puso una marca en lápiz verde en el extremo izquierdo superior del despacho, para indicar que lo había leído, y se lo devolvió a Jodl.
Unos minutos después, sonó uno de los teléfonos de encima de su escritorio, el que le proporcionaba un enlace directo con el
Reichsführer
SS Heinrich Himmler, en Prinz Albrechtstrasse. Era aquella misma línea por la que Himmler le había hecho llegar sus más jugosos fragmentos de habladurías, en su incesante persecución de su preciado puesto como zar del espionaje del Reich. Ahora proporcionó a Hitler el más importante tesoro que el RSHA había descubierto desde que asumiera aquella posición: el acertijo de la frase en clave de la «BBC»:
«Salomón a sauté ses grands sabots.»
Se trataba de la revelación final y determinante. Supremamente confiado, Hitler acudió a su conferencia de estrategia de la noche. La situación, anunció, estaba clara. Era inminente un segundo desembarco. Caso III A quedaba cancelado. No privaría al Decimoquinto Ejército de sus reservas. Lo reforzaría. Ordenó a la Primera Panzer SS y a la 16ª Panzer que se detuviesen al instante. Deberían pivotar en torno de una posición detrás del Pas de Calais. A primeras horas del día, había ordenado a la Novena y Décima Divisiones Panzer SS que se encaminasen a Francia desde Polonia. Ahora fueron asignadas al Decimoquinto Ejército. La flor más preciada de la Wehrmacht aguardaría al salvaje general George S. Patton y a sus Divisiones del Primer Grupo de Ejército estadounidense cuando se estrellasen en la orilla contra el Muro Atlántico.
Media hora después, el teletipo de alta velocidad anunció la decisión de Hitler de cancelar Caso III A al Cuartel General de Von Rundstedt en Saint-Germain-en-Laye.
Un ayudante se la llevó al jefe de Operaciones de Von Rundstedt, el general Bodo Zimmermann.
–¿Debemos despertar al mariscal de campo? – le preguntó el ayudante cuando Zimmermann hubo acabado de leer el texto.
–¿Por qué? – inquirió a su vez Zimmermann–. Alemania acaba de perder la guerra.
Ravensbrück, Alemania
2 de abril de 1945
A la distancia, podía oír el ruido de una potente marejada que se estrellaba contra las orillas del Atlántico. Estaba jugando al ajedrez con su padre en la soleada terraza de su pequeño chalé en las montañas que rodeaban San Juan de Luz, y sus ecos llegaban hasta ellos en el mismo frío viento que la hacía temblar de frío.
–Una tormenta –murmuró su padre–, está a punto de desencadenarse una tormenta.
La mujer se estremeció y luego rebulló. Al hacerlo, trozos de paja que sobresalían a través de la funda de su jergón infestado de piojos se le clavaron en la carne: pequeños y aguzados recuerdos de la realidad que la aguardaba exactamente más allá de la frontera de su sueño. Instintivamente, mantuvo los ojos fuertemente apretados para agarrarse durante unos cuantos preciosos momentos más al solaz que aquello le proporcionaba. Hacía ya mucho tiempo que aprendiera a apegarse a aquellos sueños, a permanecer en ellos hasta los últimos desesperados segundos, en el umbral del único consuelo que le quedaba: dormir. Ahora, mientras la oscuridad disminuía en su celda y flotaba hacia la plena conciencia, su mente enfocó el ruido que la había despertado, aquella dimensión compartida por el mundo ilusorio que tan a desgana abandonaba, y el representado por las oscuras paredes de cemento que la rodeaban.
No podía tratarse de una incursión aérea. Ahora Catherine distinguía el diferenciador zumbido de los aviones que pasaban hacia Berlín. Constituían unos estruendos vagos y apagados de alguna clase, tan irregulares en su cadencia como en su fuerza. Luego, tan misteriosamente como empezaran, se detuvieron y la dejaron de nuevo sola en el silencio de su celda. Catherine se puso en pie, temblando indominablemente a causa de la humedad del piso de cemento que se había infiltrado hasta la útima grieta de su ser durante la noche. Luego se acuclilló al lado de su jergón y sacó un trozo de paja del tamaño de su uña de debajo de la arpillera. A gatas, se arrastró hasta el rincón de la celda, más allá del borde del jergón y se apiñó sobre un pequeño montón de paja, el jeroglífico de su desespero, una especie de Piedra Rosetta personal de la que sólo ella poseía la clave. Hoy era 22 de abril de 1945, calculó Catherine, colocando meticulosamente la paja en su sitio: hace noventa y siete días que estoy en esta celda, faltan cuarenta y tres días para el primer aniversario de mi detención, y ciento seis días para mi vigésimo octavo cumpleaños.
Detrás de ella, escuchó el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse, luego el roce de una llave en la cerradura de la puerta de su celda, seguido por un encolerizado grito:
–
Raus
!
Parpadeando, como siempre hacía ante el resplandor de las desnudas bombillas a lo largo del corredor del bloque de celdas, Catherine se esforzó para ponerse en posición de firmes al lado del signo en la puerta de su celda. Llevaba tres pequeños retazos de información: su nombre, su número en Ravensbrück, 97.123, y dos letras mayúsculas, NN. Unas pisadas de una mujer, de apenas un metro sesenta de altura, con su desgastado uniforme y sus botas de cuero negro, resonaron lentamente por el corredor. Detrás de ella, dos
Kapo
empujaban un carro metálico que contenía la primera de las dos comidas diarias ofrecidas a las internas del búnquer: una taza de un líquido caliente, que vagamente recordaba un
ersatz
de café y un trozo de pan de molde. La visión de los demacrados esqueletos a lo largo del corredor que atrapaban, como animales hambrientos, sus escasas raciones, era algo que, por lo general, divertía a la guardiana de la SS Margaret Mewes. Sin embargo, aquella mañana no la embargaba semejante ligereza. Parecía apartada y distante, perdida en la contemplación de algún mundo propio y privado.
Cuando pasó por delante de Catherine, la muchacha francesa alzó la cabeza para dirigirse a ella. No se trataba de una acción que pudiese emprenderse a la ligera. Mewes era de aquella clase de mujeres capaces de emborracharse y cantar
Noche silenciosa
en Nochebuena y luego, al día siguiente, golpear a una prisionera hasta matarla a causa de la resaca.
–
Bitte, Frau Waterin
–murmuró Catherine.
–Ja…
Catherine notó que los ojos de la alemana se hallaban enrojecidos por el cansancio y la falta de sueño.
–¿Qué ha sido ese ruido que hemos oído por la noche?
El gruñido de un animal acosado transformó el rostro seboso de la vigilante alemana.
–¡Puta! – gritó, golpeándola con su porra de caucho–. ¡Puta! – chilló de nuevo.
Su segundo golpe arrojó la cabeza de Catherine contra el dintel de acero de la puerta de su celda. Atontada, la muchacha francesa se agarró a la puerta para no caerse antes de que llegase el siguiente golpe. Mientras lo hacía contempló, a través de su borrosa sesión, algo increíble: los ojos de su atacante SS se habían llenado de lágrimas. Su brazo, alzado para golpear de nuevo, quedó suspendido a mitad del aire. Luego, sin una palabra o un ademán de explicación, la alemana se dio la vuelta y salió del bloque de celdas.
Cuando la asombrada Catherine se quedó mirando a aquella figura que se alejaba, una voz ronca le susurró algo. Se trataba de la
Kapo
que empujaba el carro del desayuno por el corredor.
–
Sie kommen
–le murmuró–. Ya están aquí…
A pocos cientos de metros de la celda de Catherine Pradier, el
Obersturmbannführer
Hans Dieter Strómelburg recorría la
Lagerstrasse
en dirección de su despacho en el Edificio de la Administración del campo. Lo mismo que su guardiana en el búnquer, sus ojos estaban en extremo enrojecidos por la falta de sueño. Había escuchado toda la noche cómo se aproximaba el fuego de la Artillería soviética. Sabía muy bien lo que aquello presagiaba para este campo, para lo que había representado por encima de todo y lo que probablemente significaría para los hombres como él.
Al ver al guardián ucraniano hacer vigorosamente el saludo hitleriano, en la puerta del Edificio de la Administración, una amarga sonrisa apareció en el rostro de Strómelburg. Una persona más que debería empezar a preocuparse por su futuro, rió para sí al continuar hacia la oficina.
Rottenführer
Müller, su gordo y fiel Mülller, había colocado una humeante taza de
ersatz
de café sobre su escritorio antes incluso que los pantalones de Strómelburg tocasen la silla. Se lo tragó con avidez. «Es tan rico –pensó– que debe de haber un poco de auténtico café para formar esta mezcla.» El servicio en la SS todavía presentaba sus recompensas.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el repiqueteo del teleimpresor. Meneó la cabeza dubitativo. «Alemania se está hundiendo entre incendios y cenizas, el
Gótterdammerung
se halla encima de nosotros, pero la máquina del teletipo en el cuartel general de la Gestapo en la Prinz Albrechtstrasse de Berlín aún funciona a la perfección. Y –prosiguió– aún sigue transmitiéndonos órdenes, con largas listas de nombres, por duplicado, exactamente como los reglamentos prescriben: un ejemplar para mí y otro para el ayudante del campo…»
Llevó la lista de nombres a un archivador metálico de color verde que se hallaba encima de una mesa al lado de su escritorio. Las mismas dos letras, NN, que estaban marcadas en la puerta de la celda de Catherine Pradier, designaban cada uno de sus tres cajones. Con un encomiable cuidado por el orden y la eficiencia, un ejemplar del decreto que explicaba aquellas letras y regía la existencia de los prisioneros cuyos archivos se hallaban cerrados dentro del armario, aparecía pegado a su parte superior metálica. Inspirado por el mismo Himmler, se remontaba al 14 de diciembre de 1941 y al apogeo del poder nazi. Su propósito consistía en definir el tratamiento que había que aplicar a aquellos que trataban de oponerse, mediante actos violentos, a las fuerzas de ocupación del Tercer Reich en la Fortaleza Europa.
Una obsesionantemente apropiada frase, inspirada en la ópera de Wagner
Das Rheingold
, se había convertido en el sinónimo para el decreto dentro de la jerarquía de la SS y se relacionaba con las letras «NN» en el archivo:
Nacht und Nebel
(Noche y Niebla). Como el personaje de Wagner, Alberich, desaparecido mágicamente en las tinieblas del bosque primaveral, así los prisioneros NN, menos mágicamente, debían desaparecer en las fauces de los campos de la muerte de Hitler.
Sin embargo, no sin una última manifestación de la cuidada metodología con que los agentes de la SS los llevaban, invariablemente, a sus muertes. Amontonando encima de su escritorio los expedientes que correspondían a la comunicación del teletipo, Strómelburg registró con cuidado el nombre de cada prisionero y el número en el Diario secreto de Ravensbrück. Luego, antes de pasar el expediente de los reclusos a las manos que ya aguardaban del
Rottenführer
Müller, trazó la frase ritual que la SS empleaba para condenar a los prisioneros de
Nacht und Nebel
a las cámaras de gas: «He solicitado un tratamiento especial para este prisionero.
In Namen des Reichsführers SS.»
Casi había acabado cuando el nombre del descolorido expediente manila de la prisionera 97.123 le hizo enderezarse. «Naturalmente –pensó Strómelburg–. Claro que la debían enviar allí.» Se retrepó y encendió un cigarrillo, un «Lucky Strike», tomado de uno de los paquetes de la Cruz Roja para los prisioneros de guerra, que aún seguían pasando al comedor de oficiales de la SS. En algún lugar, allá en la distancia, el tamborilear de la Artillería del Ejército Rojo comenzó de nuevo.
Abrió el expediente de Catherine Pradier y hojeó sus páginas. Allí se encontraba su propia firma para la orden de deportación de aquella mujer a Alemania. La miró como un hombre anciano estudiaría la fotografía de su juventud, tan alejada parecía en aquel momento. Naturalmente había caído en desgracia por todo ello: en primer lugar se le trasladó al Frente del Este para servir en una Brigada de Infantería de una División de las Waffen SS, y luego fue traído aquí, a este asqueroso campo. Y todo porque ella y el taimado inglés que la mandase a Francia le habían engañado de una forma tan completa y total.
Aquella aproximación de los cañonazos soviéticos constituían un absoluto recordatorio de cuan total había sido su triunfo. Permaneció sentado durante un momento, manoseando el expediente de Catherine, escuchando las explosiones. La crisis se hallaba al alcance de la mano, pero, como Hans Dieter Strómelburg sabía muy bien, cada crisis tenía su valor. La mujer era, en efecto, una prisionera muy valiosa; para un hombre en sus difíciles circunstancias, Catherine podría proveer del valor de negociación que necesitaría en los tiempos que tenía por delante.
Esta vez, los sonidos parecían trompetas celestiales. Catherine se hallaba encima de su jergón, con los brazos abarcando las rodillas que había alzado hasta su mentón, meciéndose adelante y atrás, siguiendo los dictados internos de una pasión que pensara que nunca más sentiría: la esperanza. Desde la helada mañana de enero en que atravesó la puerta negra de Ravensbrück y la habían arrojado, literalmente, a esta celda, Catherine había aprendido a medir su vida en el más infinito de los términos: soportar una hora más de fiebre y disentería; sobrevivir un día más sin derrumbarse a causa de las punzadas del hambre; pasar otra noche de miedo y pavor. En el búnquer, sobrevivir resultaba impensable, y esperar, algo absurdo.
Ahora casi sentía vibrar la tierra debajo de ella con cada distante explosión. ¿Podría aquello significar que contra todo dictado de la lógica y de la voluntad de sus opresores, iba en realidad a sobrevivir? ¿Que de alguna forma saldría de nuevo viva por aquellas negras puertas que traspasase hacía ya una eternidad? ¿Le prometían que sentiría de nuevo la caricia de unos pétalos de rosa contra sus mejillas, el olor del aroma de las secas hojas entre una brisa otoñal? ¿Resultaba posible que pudiese ver el firmamento de otra primavera, sentir de nuevo el gentil calorcillo de unas arenas de estío apretarse contra su pecho, percibir la leve caricia de un amante o el húmedo abrazo de un niño?
Catherine conocía a sus captores SS lo suficientemente bien como para imaginarse que no terminarían su reinado aquí sin la espantosa explosión de un último baño de sangre. Una pálida luz que iluminaba una pared de su celda constituía un recuerdo de todo eso.