Al otro lado de la capital británica, en Hampstead Heath, otro operador de radio del Servicio de Seguridad de Transmisiones también se preparaba para emitir. La culminación de años de pacientes y penosos esfuerzos del MI5, el contraespionaje británico, de centenares de transmisiones secretas, de muchos datos vitales, secretos aliados, dejados de forma deliberada en el regazo alemán, se hallaba al alcance de la mano: en cierto sentido, se trataba del momento para el que Juan Pujol García –Garbo– había sido preparado por su controlador, el florecimiento final de la más exótica orquídea de su invernadero de engaños.
Sus tres mejores agentes habían llegado ya a Londres. Garbo, informó su operador a Madrid, había pasado la tarde, con suma rudeza, recogiendo sus informaciones. Se trataba de un ex marino, que trabajaba como descargador de muelle en el puerto de Dover, de un oficinista shij que vivía en Brighton, en la costa del canal de la Mancha, al sur de Londres, y de otro resentido nacionalista galés de Harwich, un crítico puerto más en la conjunción de los ríos Stour y Orwell, en la zona donde se estaban reuniendo las Divisiones blindadas del FUSAG.
Como resultado de sus conversaciones con aquellos hombres, Garbo estaba dispuesto a transmitir «el informe más importante de mi trabajo». Requería a Madrid que estuviese preparado a medianoche para recibirlo. Esta vez Madrid escucharía. Nadie se perdería una emisión de su mejor espía al servicio del Tercer Reich.
Poco después de las nueve de la noche, mientras el «Skoda» de Strómelburg corría hacia el Norte a través de la noche, y los operadores de radio de Bruto y Garbo estaban en el aire, un locutor, por un micrófono en el estudio subterráneo de «Bush House», atronaba con estas palabras:
–
Salomón a sauté ses granas sabots
. Repito:
Salomón a sauté ses granas sabots
.
Fortitude
había hecho su jugada. Ahora era el turno de los alemanes de reaccionar…, o de no reaccionar.
El mariscal de campo Gerd von Rundstedt se encontraba preso de un acceso de fría cólera la noche de aquel jueves, 8 de junio. Una vez más, Rommel, su despreciado «mariscal
boy scout»
, había fracasado en desalojar a los aliados de su cabeza de playa normanda. Ni tampoco arrojaría sobre ellos las fuerzas que tenían a su disposición. El mariscal se encontraba tan preocupado aquella noche a causa de la situación, que hizo algo que casi nunca hacía: una llamada telefónica personal al hombre al que llamaba siempre «cabo bohemio».
Urgió al Fuhrer la Orden Caso III A. Aunque Normandía fuese una diversión, debía ser acabada al instante para que las fuerzas de la Wehrmacht estuviesen preparadas para un segundo asalto si éste se producía. Finalmente, aunque a regañadientes, Adolf Hitler concedió aquello al viejo mariscal de campo. Sentado ante sus mapas en su conferencia de estrategia de la noche en el Berghof, emitió una orden que hubiera debido salvar al Tercer Reich:
Inicien Caso III A
.
El rechinar metálico alteró el silencio de antes del amanecer en la cárcel de Fresnes. Era el sonido de unas ruedas de hierro oxidadas que a duras penas se abrían paso a lo largo de un corredor de la prisión. En la oscuridad de su celda, Catherine escuchó cómo se rebullía su compañera de celda.
–Llega el carrito del café –susurró–. Saldrá un convoy para Alemania.
Desde lejos del corredor, escucharon el sonido de las puertas de la prisión que se abrían y cerraban, la voz con acento del guardián alemán que pronunciaba el nombre de cada prisionera que iba a ser deportada a los campos de concentración del Reich. Ocasionalmente, se oía algún inútil grito de protesta de alguna de aquellas mujeres a las que ordenaba que saliesen de su celda para recibir una taza de
ersatz
para el viaje: aquel café que llevaba en su carrito.
Lentamente, el aullante rascar de aquellas oxidadas ruedas avanzó por el corredor hasta llegar delante de su puerta. Catherine oyó el repiqueteo de la llave del guardia en la cerradura y luego, cuando la puerta se abrió, el grito de:
–Pradier,
raus
!
Se tambaleó sobre su vendado pie y cogió el bulto que contenía las pocas pertenencias que poseía. Su compañera de celda, con la que apenas había tenido tiempo de intercambiar media docena de palabras, la abrazó.
–
Bonne chance…
Buena suerte –susurró–.
Vive la France
!
Parpadeando a causa del resplandor de las desnudas bombillas a lo largo del corredor paralelo al bloque de celdas, Catherine cojeó tras las mujeres que ya habían sacado antes que a ella de sus celdas. Afuera, en el patinillo delante de la entrada principal del edificio de la prisión, se encontraba un autobús verde y amarillo, uno de aquellos autobuses de la ciudad de París en los que tantas veces había efectuado trayectos hacia un destino más feliz. Los guardianes las alinearon en aquella húmeda mañana hasta que la última prisionera del convoy hubo salido por la puerta de la cárcel. Luego, con una tablilla en la mano, un vigilante las hizo subir una a una al autobús.
El nombre de Catherine estaba entre los últimos que pronunciaron. Para cuando abordó el autobús, los únicos sitios que quedaban se hallaban en la abierta plataforma en la parte trasera. Enfrente de ella oyó el crujir de las puertas de la cárcel al ser abiertas. El motor del vehículo tosió.
Catherine miró hacia los muros de piedra de Fresnes, a sus ventanas con barrotes y apenas entrevio los demacrados rostros de sus compañeras de una noche de cárcel. Cuando el autobús arrancó, sus manos, con los dedos alzados en el signo de la «V» de victoria, comenzaron a hacer ademanes de despedida. Desde detrás de la fachada de piedra empezó a alzarse el sonido de
La Marseillaise
, al principio en un tímido coro, y luego se hizo más alto hasta alcanzar una fuerte y desafiante vibración, un orgulloso y adecuado
adieu
a aquel convoy que partía.
En las primeras horas de la mañana del viernes, 9 de junio, en los cuarteles generales del SHAEF y luego en las Salas Subterráneas de Guerra de Churchill, comenzaron a registrar las consecuencias de la súbita decisión que Hitler había adoptado la noche anterior. En primer lugar los escuchas, los hombres que vigilaban las comunicaciones inalámbricas entre las unidades, y a continuación los buscadores de claves de «Ultra», todos captaron aquellas señales: el Ejército alemán se hallaba en movimiento.
El reconocimiento aéreo confirmó dicha lectura. El 16.° Panzer, el Primer Panzer SS, 500 tanques y 35.000 de los mejores combatientes alemanes se alejaban de sus
Lager
, apuntando hacia el Noroeste, hacia Normandía, la vanguardia de aquella vasta movilización del Caso III A. Había llegado el momento crítico, exactamente en el instante que, de modo virtual, cada uno de los agentes de Inteligencia aliados habían predicho que ocurriría. Asimismo el general George C. Marshall y los jefes de Estado Mayor estadounidenses, llegarían a Londres mediado el día y permanecerían al lado de sus colegas británicos «para hacer frente a cualquier eventualidad que se produjera»: el eufemismo del SHAEF para un suceso que se hiciese realidad probablemente a causa de la decisión de Hitler: una derrota aliada en las playas normandas.
Hans Dieter Stromelburg recorría los familiares pasillos de la Prinz Albrechtstrasse, en dirección al despacho del
Gruppenführer
Ernst Kaltenbrunner, con el aire confiado de un cesar. La noticia de su prodigiosa hazaña le había precedido. Esta vez podría haber entrado en el despacho del
Gruppenführer
con el uniforme de un granadero británico, y le hubieran saludado como a un héroe.
Rápidamente, revisó para Kaltenbrunner y Kopkow sus detalladas notas acerca de la confesión de Catherine Pradier, las investigaciones de sus hombres en la «Batería Lindemann» y en la central eléctrica de Calais.
–Las aseveraciones de nuestros expertos en defensas costeras son categóricas –declaró–. Saben por pasadas experiencias que ningún bombardeo masivo llegaría a destruir esos cañones. Y para los británicos, tratar de hacerlo desde el mar sería algo suicida. A fin de cuentas, su propio Nelson declaró: «Un marino que ataque una batería costera con un buque es un loco…» El sabotaje era la única opción que tenían porque, mientras esos cañones permaneciesen disparando, ninguna flota de invasión podría operar en el canal desde Gris-Nez hasta las cercanías de Dunkerque sin ponerse en peligro.
–No comprendo cómo alguien ha podido tramar un plan para sabotear esas baterías– suspiró Kaltenbrunner–. ¿Está del todo seguro de que la cosa hubiese funcionado?
–Positivo. Lo hemos analizado minuciosamente. La sobrecarga de energía hubiera causado estragos en los motores de las torretas y en las cabrias para los obuses. El mando hubiera tenido que cambiar los cables o reemplazarlos por completo. Quién sabe…
–¿Y cuánto hubiera durado eso?
–Por lo menos doce horas. Ésta es la base de todos sus cálculos. Y por ello habían puesto tanto énfasis en el momento de la operación. Debían mantener los cañones fuera de funcionamiento durante doce horas de luz diurna, para darles tiempo a desembarcar y destruir los cañones desde la orilla.
–¿No existen posibilidades de que se trate de algún truco de los aliados?
Era el odioso Kopkow al que Stromelburg despreciaba tanto.
–No sé cuántas personas hemos mantenido bajo interrogatorios intensivos en la Avenue Foch, pero puedo declararle esto: no existen más de uno o dos que hayan podido resistir todo lo que les hicimos. No hay la menor duda en mi mente acerca de su confesión. Y existe una última cosa que lo confirma todo. Londres ordenó que nuestro agente Gilbert, al que en último extremo debemos agradecer todo esto, fuese asesinado por haberla traicionado.
–Sí –convino Kaltenbrunner–, no podría ser más claro.
Él también había leído los informes de Von Roenne acerca de las veinticinco Divisiones del Primer Grupo de ejércitos estadounidenses de Patton, que se hallaba en el sudeste de Inglaterra.
–Efectuarán su auténtico desembarco en Calais, muy bien, y silenciarían esos cañones antes de llegar a tierra…
Se abrió la puerta de su despacho.
–Una llamada urgente para el
Obersturmbannführer
–le anunció su ayudante.
–Era de París –explicó Stromelburg cuando regresó–. La «BBC» ha emitido el mensaje de acción
«Salomón a sauté ses granas sabots»
a las nueve y cuarto de anoche.
Durante unas cuantas horas del viernes, 9 de junio, el coronel Alex von Roenne, el noble báltico que transmitía al Estado Mayor de Hitler los informes del Ejército del Oeste de la Wehrmacht, constituyó el pivote sobre el que descansó la batalla de Normandía. Era el conducto a través del que todos los engaños de
Fortitude
pasaban en su camino hasta el escritorio de Hitler, y su valoración de los mismos resultaba crítica al determinar la recepción que tendrían cuando se los colocase delante de Hitler.
El primer informe que llegó hasta él aquel viernes procedía de la Abwehr de la Tirpitzstrasse. Era el resumen del mensaje de Bruto de la noche anterior. Confirmaba lo que Von Roenne había estado diciendo a los Cuarteles Generales de Rommel, Von Rundstedt y Hitler desde el mediodía del 6 de junio. Normandía era una diversión.
Ahora esas tropas del Primer Grupo de Ejército estadounidenses de Patton, aquellas Divisiones que había imaginado a causa de la actitud de
Fortitude
, comenzaban a moverse. Pero el elemento crítico de su valoración le fue suministrado por las noticias de Kaltenbrunner respecto a aquella frase en clave,
«Salomón a sauté ses grands sabots»
, que había sido radiada por la «BBC». Ahora quedaba claro. No sólo poseía una indicación de que se produciría un asalto en Pas de Calais, sino una indicación precisa de cuándo ocurriría.
Realizó una llamada urgente al oficial personal de Inteligencia de Hitler en Berchtesgaden, el coronel Friedrich Adolf Krummacher. Acababa de recibir una información del más alto grado, le dijo a Krummacher, respecto de que un segundo desembarco aliado, a una escala mucho mayor, estaba a punto de desencadenarse desde el este de Inglaterra. Luego le contó que el Servicio de Transmisiones había interceptado un mensaje enemigo por radio sobre la «BBC» al que concedía «la mayor importancia». Indicaba que los aliados atacarían al día siguiente, 10 de junio. Alejar ahora de Calais la Infantería y los blindados del Decimoquinto Ejército del Pas de Calais, prevenía, «podría constituir una locura total». Había que decirle al Führer, rogó a Krummacher, que cancelase Caso III A.
El jefe de Estado Mayor de Hitler, el general Alfred Jodl, presentó el ruego urgente de Von Roenne ante el Führer, en su primera conferencia de estrategia del día, apenas media hora después de la llamada urgente de Von Roenne. Hitler quedó impresionado, pero no lo suficiente para cambiar de opinión… Había titubeado mucho tiempo antes de ordenar Caso III A. No estaba dispuesto a mudar de idea sin pensarlo de nuevo a fondo. A fin de cuentas, los señores de la guerra no ganan las contiendas cambiando constantemente de parecer. Consideraría el asunto y lo revisaría en su conferencia de la noche.
Durante la noche del viernes, 10 de junio, Hitler tomó su acostumbrada cena espartana y luego se retiró a la intimidad de su estudio. Desde las ventanas del Berghof veía los picos cubiertos de nieve de los Alpes que se alzaban por encima de Berchtesgaden, las montañas que habían constituido una parte importante de su vida desde que definiera sus propósitos en las páginas de
Mein Kampf
, escrito en un chalé, no muy lejos de su suntuosa residencia.
Poco antes de las diez y media de la noche, el general Jodl interrumpió sus meditaciones con un despacho que acababa de llegar de Von Roenne, un resumen del largo mensaje de Garbo de la noche anterior. Hitler sabía quién era Garbo. Se puso sus gafas de aros metálicos y estudió lo que el español describía como «mi informe más importante». Comenzaba con una revisión de todas las formaciones militares, auténticas e imaginarias, facilitadas por los tres agentes clave de Garbo en el sudeste de Inglaterra. Por primera vez, Garbo mencionaba lanchas de desembarco que aguardaban en los ríos Deben y Orwell para que aquellas formaciones subiesen a bordo. «Queda perfectamente claro –concluía Garbo– que el presente ataque, dentro de una operación a gran escala, es divergente en carácter respecto del propósito de establecer una potente cabeza de playa que atraiga el máximo de nuestras reservas hacia el área para lanzar otro golpe en alguna otra parte con un éxito asegurado.»