Juego mortal (Fortitude) (75 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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Cuando recobró la conciencia, el dolor en el pecho resultaba insoportable, mucho peor que cualquier otra cosa que hubiese sufrido en manos de sus verdugos. Sintió cómo aquellas manos le oprimían el pecho y cómo el agua le salía por la boca. Estaba en el suelo boca arriba. Imágenes, retazos de oscuridad y de luz, de sombra y de definición se movieron ante sus ojos. Gradualmente, se fundieron en círculos móviles, luego en rostros y, por encima de todo, vio a Strómelburg que la contemplaba.

–¿Qué iba a sabotear?

La pregunta le llegó desde otro mundo, desde otra existencia que había dejado atrás cuando aquel agua fría invadiera el santuario de sus pulmones. Escupió y jadeó. El esfuerzo de hablar resultaba demasiado para ella. Una vez más, todo cuanto pudo hacer fue menear la cabeza.

–Metedla de nuevo… –oyó que decía Strómelburg.

Una vez más la arrastraron hasta la bañera, la incorporaron, luego le tiraron de los pies por debajo de ella y sumergieron su cabeza y hombros en el agua. De nuevo trató de forcejear. Una vez más vio cómo se cerraba la oscuridad, sintió explotar sus pulmones y que el agua entraba en ella.

Como hicieron la vez anterior, la sacaron de la bañera justo en el instante en que iba a ahogarse, y se esforzaron por extraerle el agua que la habían forzado a entrar en su cuerpo. Se trataba de un procedimiento metódicamente calculado: llevarla hasta el mismo umbral de la muerte y luego hacerla regresar.

Tras cuatro o cinco inmersiones –Catherine no tenía idea de cuántas habían sido–, deseó desesperadamente morir, con su precioso secreto ahogado junto a su cadáver. Ya no luchó más. Ahora, cuando arrojaban al agua su inerte forma, se iba al fondo. Llevaba a cabo una carrera con sus captores para traspasar las puertas de la muerte antes de que la hiciesen volver de las mismas.

A través de las trémulas visiones, la pregunta «¿Qué iba a sabotear?» llegaba hasta ella desde algún vacío en sombras. Luego comprendió algo. Cada resucitación costaba más tiempo. Afuera de la ventana, aumentaba la oscuridad. El tiempo pasaba. En su sufrimiento, les estaba privando de una cosa que ella poseía junto con su secreto: tiempo.

Y estaba en lo cierto. Fue cerca de las diez de la noche cuando Stromelburg, agotado por la prueba de su prisionera, se percató de que aquello carecía de utilidad. Su corazón se le pararía antes de que el baño la hiciese derrumbarse y hablar.

Debería encontrar alguna otra cosa por la mañana.

T. F. y Deirdre se agarraban a sus tazas de té en el comedor del cuartel general subterráneo de Churchill, como si su calor pudiese aliviar la fatiga que los abrumaba. Deirdre se inclinó hacia T. F. para que sólo él pudiese escuchar sus palabras.

–La oficina de Ismay acaba de traer al coronel una copia del mensaje que Montgomery ha enviado esta mañana a Churchill. ¿Sabes lo que dice?

T. F. meneó la cabeza.

–Que vosotros los americanos os sostenéis en Omaha sólo por los pelos…

–¡Cristo! – exclamó T. F.–. Sabía que la cosa iba mal pero no que fuese tan mala…

Deirdre se echó hacia atrás un mechón de su por lo general bien cuidado cabello.

–No tienes la menor idea de lo que significará para este país si esa invasión fracasa. Será el fin para nosotros, un final sangriento por completo.

–Supongo que no crees eso, querida, exageras.

–Creo hasta la última palabra. No dejes que nuestra apariencia te engañe. Estamos ya al final de nuestras fuerzas. Nos hallamos agotados. Te digo que si la cosa fracasa, acabaremos por derrumbarnos.

Bebió un poco de té.

–Hablemos de algo más alegre. ¿Dónde vas al salir a las seis y media? No estarás flirteando a mis espaldas con alguna de esas bonitas paisanas tuyas, ¿verdad?

T. F. se echó a reír. Las muchachas del cuartel principal del general Donovan, en Londres, eran una especie de leyenda en la capital británica.

–Hago algunos recados para el coronel. Me envía a la «BBC» con esos mensajes que radian a la Resistencia. Sospecho que hay unos cuantos engaños en marcha. Un tal comandante Cavendish del SOE ordenó el mensaje cancelado esta mañana. He tenido que mandar de nuevo que se emita:
«Nous avons un message pour petite Berthe»
–pronunció en un horrible francés–. Me pregunto de qué Berthe se tratará.

Dierdre bajó la vista hacia su taza de té, en parte para ocultar su turbación, y en parte para poner un poco de orden en las confusas asociaciones que la frase tenía para ella. Involuntariamente, su mano derecha subió al lóbulo de su oreja. Llevaba, como cada día, los pendientes de oro que Cavendish había dado a T. F. cuando hicieron juntos su viaje a Tangmere.

–Es muy extraño –replicó a media voz.

–¿Qué es lo extraño?

–¿Recuerdas aquel día en que trajiste a Catherine aquí por primera vez? Yo estaba sola. Poco antes de que llegarais, el coronel me pidió que mecanografiase nuestras dos frases francesas en clave para él. El momento exacto para una operación de sabotaje. Aquélla fue la primera vez. Se las llevó exactamente cuando tú y ella entrasteis.

–¿Crees que eran para Catherine?

–Sí.

–¿Pero, por qué se han tomado tantas molestias para radiar el mensaje esta noche cuando ya sabían que la Gestapo la ha detenido?

–Exactamente…

T. F. tuvo que apuntalarse como si el espíritu se estuviese preparando para la intrusión de un pensamiento no deseado. Algo le había estado turbando desde la noche anterior: la clase de sospecha suscitada por la presunta mentira de un amante, la clase de duda que tranquiliza las mentes que no quieren reconocer las cosas. ¿Por qué el jefe de la Inteligencia británica había llamado a Ridley para contarle el arresto de Catherine? ¿Por qué era su detención lo suficientemente importante como para justificar que Menzies lo supiese? ¿Y cómo sabía que la habían detenido?

Otro pensamiento, éste aportado por los pendientes de Catherine, se apoderó de él. Se trataba de algo que ella había dicho en el coche mientras se dirigían al aeródromo; si la atrapaban, sus pendientes lucirían en una puta de la Gestapo en Calais. Aquello significaba que se encaminaba a Calais. Donde Ridley deseaba que los alemanes esperasen un desembarco.

–¡Jesucristo! – susurró–. No creerás que la mandaron de forma deliberada, ¿verdad?

–No sé lo que pienso…

–No. – T. F. meneó la cabeza en una búsqueda de la incredulidad–. El coronel no haría eso. Siempre existe un límite…

–¿De veras?

–No puedo creerlo. No llego a creer que haya podido hacer algo así…

Deirdre, con ojos tristes y abiertos de par en par, alzó la vista hacia él.

–Eres tan ingenuo, T. F… Tal vez sea eso lo que me gusta de ti. Créeme, el coronel vendería su madre a un chulo de putas turco si pensase que eso nos ayudaría a ganar la guerra…

–Tal vez. Pero no esto.

–Cambiemos de tema. Este asqueroso asunto me pone enferma. ¿Vendrás al piso esta noche?

–No puedo –suspiró T. F.–. Estoy de servicio esta noche…

–¿Lo ves? – puso mala cara Deirdre–. Sé que tienes un lío con una de esas guapas chicas del OSS…

Sus captores, de forma deliberada, habían dejado una bombilla encendida en su celda para que a Catherine le resultase difícil dormir. Se acurrucó en su catre en una posición fetal, tratando desesperadamente de penetrar en el útero del sueño. Pero no pudo. Se quedó mirando sus hinchados y ensangrentados pies. Incluso el pensamiento de tener que sostenerse sobre ellos casi la hacía gritar…, si es que hubiese tenido fuerzas suficientes.

Sabía que se encontraba en estado de colapso. Cada respiración a través de sus pulmones constituía una auténtica prueba. La piel del pecho estaba en carne viva a causa de los latigazos de los torturadores de Strómelburg. Esta vez no tuvo ni las ganas ni la fuerza para arrastrarse hasta el grifo del agua para limpiarse sus heridas. Mientras permanecía tumbada en el silencio de su celda, la aferró una terrible realidad: había llegado al fin. Lo había soportado, pero ya no podría seguir. Una mano más de sus torturadores sobre su llagado cuerpo, una inmersión más en las relucientes aguas de la bañera y se derrumbaría. En aquel silencio comenzó a llorar, unos quedos y tristes sollozos aportados por la desesperación y por el terrible conocimiento de que ya no podía seguir. De repente, se enderezó boquiabierta de terror. Afuera, en las escaleras, escuchó el distante retumbar de unos pasos que se aproximaban. Todo había acabado. Volvían a por ella, para llevarla de nuevo a sus cámaras de torturas. Se derrumbaría y les diría todo lo que quisiesen saber. Los sonoros pasos avanzaron por el pasillo de madera y se detuvieron delante de la puerta de su celda. Se estremeció de miedo al oír el retiñir metálico de la llave y observó aterrada cómo la puerta se abría.

Su visitante no era uno de los hombres de Strómelburg, sino una mujer, una de aquellas desaliñadas matronas alemanas que cuidaban de la limpieza del edificio. Llevaba colgando en la mano un par de zapatos. Se quedó mirando a Catherine, acurrucada como una muñeca rota en su catre, y luego rió roncamente.

–Mira –le dijo avanzando hacia ella–, te has olvidado esto…

Al llegar junto a Catherine, vio su mutilado pie y gruñó.

–¿Por qué desperdiciarlos contigo? – le dijo–. Durante algún tiempo no podrás ponértelos, ¿verdad,
Schatz"
?

–Por favor –le rogó Catherine–, son míos…

La matrona dio una admirada caricia a las borlas que adornaban sus zapatos, luego suspiró mientras contemplaba sus propios pies, planos y estólidos. Nunca podría meterse en ellos aquellos zapatos que llevaba en la mano. Con un bufido, arrojó los zapatos al suelo al lado del catre de Catherine y salió de la celda. Cuando la puerta se cerró, Catherine saltó del catre, con los ojos fijos en los zapatos, en aquellos adornos de latón que brillaban a la luz proyectada por la desnuda bombilla que tenía encima de la cabeza.

El picaporte de la puerta del despacho privado de Ridley se abrió con tan elaborada lentitud, pensó T. F., como si su superior británico no acabase de permitirse a sí mismo abandonar el refugio de su santa-sanctórum. El inglés le miró con el leve aire de perplejidad de alguien que se encontrase con un viejo conocido en una situación totalmente inesperada.

–¿Aún está aquí? ¿Es el último?

–Sí, señor, soy el que tiene que cerrar…

–Está bien, pues cierre y crucemos el parque juntos.

–Echemos un último vistazo a la sala de mapas, ¿no le parece? – sugirió Ridley cuando T. F. hubo completado las comprobaciones de seguridad que debía llevar a cabo cada noche el último oficial que saliese de la Sección de Control de Londres.

Permaneció al lado de Ridley, mientras éste examinaba el mapa de Francia con sus minúsculas manchas rojas que indicaban la zona en poder de los aliados, los oscuros símbolos que representaban a las diecinueve Divisiones del Quinto Ejército alemán, la reserva central de los Panzer de Von Rundstedt. El inglés sabía mucho mejor que T. F. lo precario que era su asidero en aquellas distantes orillas. Hizo aquel gesto nervioso que T. F. había observado tan a menudo, pinzándose las ventanillas de la nariz con sus dedos pulgar e índice, como un nadador que trata de sacarse el agua de los oídos.

–Gracias a Dios aún no han llegado. Si se presentan en los próximos días, nos desbordarán…

Ridley efectuó una pausa, con los ojos mirando los 250 kilómetros que separaban el Pas de Calais de las playas de desembarco.

–Aquí es donde ganaremos o perderemos esta guerra: en las próximas cuarenta y ocho horas.

Suspiró.

–Bueno, bueno… Pensar en todo esto no cambiará ya nada, ¿no cree? Por lo menos, eso es lo que me digo a mí mismo.

Giró sobre sus talones y T. F. le siguió los pasos, cruzaron ante loscentinelas de la Royal Marine en el húmedo aire nocturno. Durante unos momentos anduvieron por la senda del Saint James's Park en silencio. Ridley fumaba su omnipresente «Players», escrutando el cielo, con los oídos tratando de escuchar el canto de una de sus amadas aves.

–Trabajaba ya para el Gobierno antes de la guerra, ¿verdad, T. F.?

–Para una de las administraciones del New Deal. Supongo que era una especie de trabajo gubernamental…

–¿Y volverá a entrar al servicio del Gobierno cuando esto acabe?

–Realmente no he pensado demasiado en estas cosas.

–Pues debería hacerlo. Necesitarán gente como usted en Washington cuando se conviertan en los nuevos romanos del mundo.

–¿Y qué me dice de usted, coronel? – preguntó T. F.–. ¿Regresará a ejercer el Derecho o bien…

No supo cómo plantear la segunda parte de su pregunta.

–… continuará haciendo este tipo de cosas?

Ridley se enlazó las manos a la espalda.

–Esta clase de cosas es algo que tiene estancias con puertas en una sola dirección. Una vez has entrado, ya no se puede salir. Por lo menos, no oficialmente. Pero mi llama vital se habrá apagado después de lo que he hecho aquí, me temo… Supongo que regresaré oficialmente a mis juicios y que haré de una forma no oficial mi antiguo trabajo cuando me llamen.

Permanecieron silenciosos durante unos minutos hasta llegar al puente de peatones sobre el estanque.

–Coronel –le dijo T. F.–, ¿podría preguntarle algo extraoficialmente?
¿Ex cathedra
?

–Claro que sí…

–Se trata de la chica francesa. De Catherine Pradier. La que acompañé a Tangmere.

T. F. notó una perceptible tensión en aquel hombre que se hallaba a su lado.

–¿La que apresó la Gestapo?

–Sí…

–¿Y qué pasa con ella?

Ridley se había detenido y se apoyaba ahora en la barandilla del puente para peatones contemplando el agua, como un tácito reconocimiento de que la pregunta de T. F. no era en absoluto casual.

–Iba camino de Calais para organizar un acto importante de sabotaje, ¿verdad?

Ridley asintió.

–En apoyo de una invasión que nunca tendrá lugar…

Ridley no respondió.

–La palabra en clave que esta noche he llevado a la «BBC» se suponía que era para ella.

Una vez más, Ridley no replicó.

–Lo cual significa, dado que se encuentra en manos de la Gestapo, que usted deseaba que oyesen eso y no ella. Y también significa que fue entregada de forma deliberada a la Gestapo.

–¿Y si fue así?

El tono de Ridley era triste y suave.

–¿Lo fue?

La pregunta de T. F. era colérica y retórica.

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