Con mochilas de 40 kilos, con agua hasta el pecho, el resto avanzó con agonizante lentitud como muñecos en un tiro al blanco para las ametralladoras alemanas. Resultaron tan devastadoras las descargas de dichas armas, que algunos hombres retrocedieron desde el borde de la playa y se dejaron arrastrar por las olas, como si de algún modo el manto verde del mar pudiese protegerlos de la muerte. Otros trataron de auxiliar a los camaradas heridos, ahogándose al hacerlo. Muchos se encontraban tan agotados y aterrados que se dejaron caer sobre el agua poco profunda, para que la fuerza de las olas los arrastrase hasta la playa.
Cuando la segunda oleada llegó, acabó de completarse el desastre. Los vehículos se arracimaron al borde del agua; los cadáveres se amontonaron delante de las plazas fuertes alemanas. Los hombres sin líderes se agruparon a lo largo de los rompeolas mientras detrás de ellos sus camaradas heridos, que gritaban pidiendo auxilio, se ahogaban en la siguiente marejada. A las 11.00, Playa Omaha era poco más que unos centenares de metros de arena sembrada de cadáveres. La pesadilla recurrente de Winston Churchill se había convertido al fin en una realidad. La resaca que azotó las arenas de Omaha espumeó de un rosa brillante con la sangre de los centenares de jóvenes norteamericanos que habían muerto allí desde el alba.
La celda de Catherine era un poco mayor que un armario ropero de dimensiones fuera de lo normal. Su cama era un catre de hierro oxidado con unos travesaños de madera donde habían arrojado un colchón de algodón. Había dormido, no sabía durante cuánto tiempo, sobre una quejumbrosa marea de dolor. Ahora se despertó lentamente, a su pesar. Muy alto por encima de su cabeza, un sol mortecino se filtraba por una desnuda ventana. Dedujo que sería ya mediodía.
Afuera sólo escuchaba un sonido: la monótona y metronométrica caída de las botas del guardia de la SS, mientras caminaba lentamente arriba y abajo por el pasillo en el ático del 82 Avenue Foch. Periódicamente, el guardián efectuaba una pausa para mirarla a través de la mirilla que se hallaba en la puerta metálica de la celda. Al principio, aquellos burlones ojos que devoraban su tullida desnudez, la humillaban y encolerizaban. Luego aprendió a ignorarlos: la modestia, se dijo a sí misma, era un estado de la mente, y no sólo el vestido.
Alguien había arrojado sus zapatos y ropas formando un montón en un rincón de la celda. Ocasionalmente, sus ojos se dirigían al mismo, a la dorada borla de su zapato con su promesa de una eterna liberación de su sufrimiento. Sin embargo, comenzaba ya a mirarlo con desapego. Ya no se arrastraría hasta él y lo agarraría para la liberación que le ofrecía. Lo había soportado. Y continuaría soportándolo.
Durante lo que le pareció una hora o poco más, permaneció despierta sobre su catre, realizando un inventario, miembro por miembro, de las heridas y magulladuras que los látigos de sus torturadores habían desgarrado en su carne. Al otro lado de la celda, en el ángulo de la pared, había un grifo de agua y un cuenco. Con un esfuerzo supremo de voluntad, Catherine consiguió ponerse en pie y recorrer dando bandazos el suelo de la celda hasta el grifo. Si debía sobrevivir, comenzaría la lucha para esa supervivencia aquí, en esta celda. Como mejor pudo, se lavó sus heridas con el agua fría del grifo. Cada aplicación del líquido a sus abiertas laceraciones constituyó algo doloroso; sin embargo, lentamente, la conmoción producida por el agua en su piel la fue reviviendo.
Se secó de la mejor forma posible con la funda del colchón y luego se vistió. Se obligó a sentarse encima del catre para mirar hacia la apertura en la puerta, por lo que ahora podía contestar con las suyas a las miradas inquisitivas del guardián, comprobando por primera vez la emoción estimulante que llegaba a constituir el odio.
De repente, a la distancia, oyó el ruido de unos pies que subían corriendo la escalera desde los despachos de abajo. Volvían a por ella. Los pies golpearon imperiosos por el corredor de madera del ático hasta la celda contigua a la suya.
Escuchó el crujido de la puerta metálica de la celda al abrirse, luego una mezcla de pisadas y un grito. A aquello siguió el terrible golpe sordo de un objeto pesado aporreando en la carne. Un aullido de dolor resonó en el ático. Mientras continuaban aquellos horribles golpes, el ruido se redujo a un quejido y a la voz desesperada del hombre que imploraba:
–Por favor, por favor…
Los intrusos se detuvieron tan súbitamente como habían comenzado. La puerta de la celda se cerró con un fuerte golpe y sus enfurecidas pisadas recorrieron el pasillo y descendieron por las escaleras. Sólo el angustiado sollozo de un alma quebrantada siguió llenando el vacío de silencio que habían dejado detrás de sí.
Catherine se cubrió aterrada con los brazos su golpeado pecho, al pensar en la agonía que inspiraba aquel hombre apaleado. ¿Cómo podría socorrer a aquel compañero resistente sin rostro de la puerta de al lado? El hablarle a través de la mirilla podría aportar la misma furia golpeadora, esta vez contra ella. Tal vez conociese el código Morse. Se sacó un zapato y se acercó a la pared. En Morse, pulsó las letras QRK IMI: «¿Cómo me recibes?»
Apretó las orejas contra la pared hasta que escuchó un leve golpe en respuesta. Luego, lentamente, transmitió el único consuelo que podía ofrecer a aquel hombre:
–Valor –le indicó–. Resiste. Están a punto de llegar.
En Berchtesgaden, Hitler durmió hasta mediodía. Recibió su primer informe del desembarco después de desayunar, en bata, de un par de ayudantes que le trajeron un mapa de situación a su dormitorio en el Berghof. Con qué satisfacción debió contemplar aquellos contornos… Los aliados habían desembarcado en Normandía, exactamente como predijera en marzo a sus generales y mariscales de campo que harían en los mismos lugares de desembarco sobre los que había llamado la atención de Rommel y Von Rundstedt desde mayo.
–Ahora –pronunció– los tenemos donde podemos destruirles…
Su conferencia de estrategia de mediodía tuvo lugar en el castillo de Klessheim, a una hora de coche del Berghof, donde ofrecía al nuevo Primer Ministro húngaro, Dome Szojoay, una comida oficial. Reía y se hallaba despreocupado. Luego, exactamente como los oficiales de Inteligencia de Eisenhower habían apostado y predicho que haría, previno a su entorno de que era aún prematuro comprometer sus fuerzas en un curso de acción. Por la razón que fuese, aún no estaba dispuesto a seguir lo que su famosa intuición le señalaba. Normandía podría ser una diversión, declaró, una trampa diseñada por los aliados para engañarle y lograr que se comprometiera. El silencio a lo largo de la costa del canal resultaba ominoso. Tal vez era allí donde se produciría el verdadero asalto en cuanto el tiempo se despejase. Aquel momento requería de una calma olímpica, el sereno desapego del comandante por encima del estrépito de la batalla, que deja desarrollarse la situación antes de comprometerse, sin dar una rápida e instantánea respuesta al desafío de los aliados.
¿Por qué titubeaba? ¿Sería porque desde Stalingrado, había quedado conmocionada la fe en la infalibilidad de su intuición? ¿O porque las envenenadas insinuaciones de
Fortitude
comenzaban a influir en su pensamiento? En cualquier caso, no fue hasta terminar el almuerzo cuando Hitler convino, finalmente, en otorgar a Von Rundstedt las dos Divisiones Panzer que el comandante en el Oeste había pedido antes del amanecer. Para entonces, las fuertes neblinas de la mañana habían desaparecido; los cielos normandos pertenecían al sol y a los cazas aliados. Los invasores, que luchaban por seguir manteniendo el pie en las orillas de Francia, quedaron libres del asalto que hubiese puesto punto final a la invasión de Europa. En lugar de enfrentarse a las Divisiones Panzer el Día D, sólo deberían hacer frente a un regimiento.
Como correspondía a un servicio de espionaje cuyos orígenes se retrotraían a Sir Francis Walsingham y al reinado de la reina Isabel I, el cuartel general del MI6 en el «Broadway Building», en el 52 Broadway, enfrente de la estación de Metro de Saint Jame's Park, contemplaba los tumultuosos acontecimientos de Normandía con aire de serena indiferencia. Los criados y guardias del servicio, inválidos y brigadas de las guerras anteriores, iban y venían con sus uniformes azules, con voces apenas levantadas para comentar lo que sucedía al otro lado del canal. Los oficiales que se disponían a entrar al trabajo y subían en el viejo ascensor del edificio de ocho plantas, comentaban el desembarco con una o dos frases elípticas, un reconocimiento suficiente en un servicio en que los triunfos merecían sólo un susurro y los desastres una mirada.
«C», Sir Stewart Menzies, había tenido una conferencia al mediodía con Sir Winston Churchill, en Storey's Gate, acerca del desarrollo de la invasión. Luego almorzó ligera y rápidamente en «White's», antes de regresar a Broadway a la hora en que Adolf Hitler estaba entregando tardíamente dos de sus Divisiones Panzer a Von Rundstedt. Su primer visitante de la tarde fue el joven oficial que servía como su Jefe de Estado Mayor personal, particularmente en aquellas materias que «C» deseaba, o bien controlar él mismo o reservar para un círculo muy restringido. Al igual que «C», D. J. Whatley Serrel era un antiguo etoniano, ex servidor en la Guardia, un hombre tan de confianza como su linaje resultaba impecable.
Aquella tarde aportó tres carpetas secretas. El primer informe se refería a los contactos del MI6 con la Resistencia alemana, la
Schwarze Kapelle
. Una vez tratado esto, Whatley Serrel abrió su segunda carpeta que llevaba la etiqueta de
Fortitude
.
–Hemos recibido confirmación de que la mujer fue arrestada a su llegada a Calais, señor –le dijo–. Sus contactos allí comunicaron con Sevenoaks, vía el transmisor en Lila, que la Gestapo cree que han convertido.
«C» asintió.
–¿Y dónde se la han llevado?
–Creemos que a París, puesto que la orden de trasladarla allí procedía de Stromelburg y fueron sus hombres quienes la siguieron hasta Calais. Éste –prosiguió mostrando un pliego a su superior– es el mensaje que Lila envió anoche a Aristide, el hombre del SOE.
«C» lo leyó. Sus cejas se alzaron en una fina línea.
–Así que van tras la cabeza de Paul, ¿verdad? Supongo que es difícil sorprenderse en las actuales circunstancias.
Whatley Serrel emitió embarazado una tosecilla.
–Así es. Desgraciadamente, señor, tenemos un problema a este respecto.
–Hum…
–En la sucesión de tantos asuntos de esta mañana, Cavendish ha mandado una réplica por cable desde Sevenoaks sin que nuestros contactos lo hayan revisado.
–Comprendo.
–Ha autorizado una
carte blanche
.
–¡Maldita sea!
«C» parpadeó varias veces bajo el impacto de aquellas noticias.
–¿Y por qué ha sido así? Deberíamos haber realizado un cortocircuito al respecto cuando llegó anoche.
–Señor…
–Y ahora, ¿qué podemos hacer para salvar a Paul?
–¿El SOE?
–El SOE no sabe absolutamente nada acerca de nuestras relaciones con Paul, y desearía que continuasen desarrollándose en su estado de ignorancia total. Además…
«C» había cerrado los ojos para concentrar mejor su mente.
–El único canal de Cavendish con Aristide es vía aquella radio de Lila. Cualesquiera nuevas instrucciones que le envíe deberían pasar por manos alemanas, lo cual comprometería las cosas mucho más de lo que yo quisiera.
–Si la gente del SOE le captura…, ¿qué les dirá Paul para salvar el pescuezo? Siempre y cuando demos por supuesto que le den tiempo para explicaciones. Sí «C» hizo una mueca.
–Lo más probable es que le abatan a tiros, ¿no es verdad? Aunque supongo que si le dan una oportunidad, les contará, naturalmente, que trabajaba para nosotros.
–¿Y le creerán?
–Buena pregunta… Les dirá que le pedimos que se pusiese en contacto con Stromelburg. Eso, naturalmente, fue idea de Claude. Había realizado un estudio a fondo de nuestro amigo alemán y llegó a la conclusión de que quedaría más que impresionado por el ligero anticomunismo de Paul, lo cual era en realidad cierto.
–¿Cree que será capaz de convencer a alguien de todo esto?
–Tal vez. Puede ser muy persuasivo cuando se lo propone. Comprenda, cree que lo enviamos a Stromelburg sólo porque estábamos convencidos de que la reacción de Stromelburg sería proteger sus operaciones. A fin de cuentas, un buen maestro de espías siempre prefiere mantener una operación del enemigo como ésta en funcionamiento, si se encuentra en posición de vigilarla y controlarla. Naturalmente, la realidad fue que Claude esperaba que Stromelburg cubriese la operación para un acceso regular a los paquetes del correo, que era precisamente lo que deseábamos que él viese.
El jefe de los servicios de Inteligencia ofreció a su subordinado una fría sonrisa.
–Y así fue exactamente como reaccionó nuestro amigo alemán. Tal y como fueron las cosas, pudimos emplear esos paquetes para el uso que pretendíamos; pero esas cosas nunca se desenvuelven exactamente como uno las planea. Lo cual nos lleva a nuestro problema de tratar de proteger a Paul. ¿Se ha puesto en contacto con él esa chica del «Uno Dos Dos»?
–No, señor. Dispusimos esto sólo en una dirección por razones de seguridad.
«C» suspiró.
–Envíele urgentemente un mensaje. Déle instrucciones para que le explique a Paul que sus compañeros resistentes se hallan ahora a la caza y que desean su cabeza. Dígale que se oculte o que se ponga abiertamente al lado de Stromelburg, lo que considere más cómodo.
–Sí, señor.
–Es una lástima que esa chica no tenga un contacto. Las exigencias del servicio secreto, por desgracia, son a veces muy estrictas…
Una llamada telefónica desde Berlín despertó a Hans Dieter Stromelburg del sueño, provocado por las drogas, en el que había caído tras terminar la sesión de tortura de Catherine Pradier. Quien llamaba era su superior Ernst Kaltenbrunner, y se hallaba en un estado de gran furia. Le gritó que la Wehrmacht había dejado por completo de lado el inestimable servicio de espionaje llevado a cabo por el juego de radio del doctor. El Séptimo Ejército, en cuya costa se había producido la invasión, no había llegado a ponerse en estado de alerta.
Aquello no fue todo lo que le dijo Kaltenbrunner. Se había producido una ominosa pauta de ausencias en el Frente occidental: Meyer Detring, el jefe de Inteligencia de Von Rundstedt, en Berlín; el general Feuchtinger del Vigésimo primer Panzer, en París; los oficiales de alta graduación del Séptimo Ejército, que jugaban a la guerra en Rennes; el mismo Rommel en Alemania. Himmler se había preguntado si detrás de todo ello podía existir una conspiración, un oscuro esfuerzo por abrir las puertas de Europa occidental a los aliados. Ordenó que Strómelburg comenzase una investigación inmediata acerca de tal posibilidad siniestra.