Juego mortal (Fortitude) (74 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–Estoy de acuerdo –replicó Ajax con juiciosa calma–. Dios sabe a cuántas personas más habrá entregado a los alemanes.

Sus ojos se dirigieron al tercer hombre, el segundo al mando en su red.

–Tal vez deberíamos retenerle aquí como prisionero hasta que lleguen los aliados. Permitirles que se ocupen de él.

–¿Prisionero? – ladró Ajax–. Dirigimos una Resistencia, no una administración carcelaria.

–O, por lo menos, permitirle ese contacto por radio de que nos hablaba.

–Si le perdemos de vista un solo segundo, correrá a la Avenue Foch en busca de la protección de Strómelburg –replicó Aristide–. Mira, trabaja para la Gestapo. ¿Qué más puede significar esa tarjeta? Ya sabes lo que nos sucedería a cualquiera de nosotros si nos echasen el guante. ¿Por qué vamos a permitirle una oportunidad que la Gestapo jamás nos concedería a nosotros?

–Muy bien, de acuerdo –suspiró el hombre–. Ejecutémosle.

–¿Sacamos pajitas para ver quién hace el trabajo? – preguntó Ajax.

–No –saltó Aristide–. Permitid que lo haga yo. Al que traicionó fue a mi agente.

Ajax pasó su «Colt» a Aristide. Él y su segundo volvieron a la otra habitación y se colocaron uno al lado de otro detrás de la mesa de caballete.

–Paul –le dijo–, has sido juzgado y condenado por traición. Y la pena para esto es la muerte.

–¡No! – gritó Paul–. ¡Estáis equivocados, estáis equivocados!

Aristide se había deslizado detrás de él. El «Colt» estaba a escasos centímetros de la nuca de Paul cuando apretó el gatillo. El disparo lanzó literalmente a Paul fuera de la silla, como un muñeco de trapo arrojado contra la pared por un niño malévolo.

Ajax recogió los documentos del muerto. Meticulosamente, los volvió a meter en la cartera de Paul. Su acto final fue pedir un trozo de cartón.

En él escribió:

«Por favor, entregad el cuerpo de este traidor a sus patronos de la Gestapo, Avenue Foch.»

Se volvió a sus secuaces.

–Metedle en el «Citroen» y tiradle al Bois –ordenó–. Y aseguraos de ponerle esto al cuello cuando lo hagáis.

Esta vez no llevaron a Catherine al despacho de Strómelburg sino a una de las varias salas de interrogatorio que se alineaban en el cuarto piso del 82 Avenue Foch. La estancia tenía una aterradora impersonalidad, según observó Catherine, cuando se tambaleó al atravesar la puerta. Allí sintió que un prisionero ya no era un ser humano, ni siquiera un número, sino más bien una especie de bloque de carne, al que se podía tratar con el mismo despego que un matarife respecto de un buey con su sierra para metales.

Strómelburg la aguardaba. Se levantó, casi respetuosamente, cuando la arrojaron dentro del cuarto y siguió de pie hasta que se tambaleó en la silla. Una vez más, la chica pudo oler su agua de colonia y vio lo impecablemente manicuradas que estaban sus manos y qué cuidadosamente aparecía peinado su cabello.

Strómelburg la observó con su calmosa indiferencia. Era una lástima lo que habían hecho con ella. Su rostro aparecía inflamado más allá de cualquier posible reconocimiento, una serie de protuberancias de una carne amarilla, púrpura y carmesí. Sus labios estaban hinchados fuera de toda proporción a causa de los golpes que había recibido. Tendría problemas para mantener un rígido labio superior, pensó con crueldad. Sólo los ojos, aquellos verdes y desafiantes ojos, seguían sin cambios. Continuaba aún representando su papel de valiente patriota.

Le ofreció un cigarrillo.

–No, gracias –contestó–. No he cambiado de hábitos desde ayer.

–¿Ninguno de ellos?

La mujer captó el siniestro retintín de su voz y meneó la cabeza.

–Ya lo veremos.

Los dos torturadores que la habían tratado tan brutalmente el día anterior habían entrado en el cuarto y se encontraban apoyados respetuosamente contra la pared, cual silenciosos centinelas del sadismo de la Gestapo.

–Ayer desperdicié una gran parte de mi tiempo cuando tenía otras cosas que hacer –comenzó Stromelburg en tono de reproche–. Sin embargo, hoy no tengo nada más que realizar, excepto dedicarle toda mi atención y energías.

Tosió de forma educada.

–O para ser más preciso, las energías de mis subordinados aquí presentes.

Comenzó a pasear lentamente por el cuarto.

–Ahora deseamos revisar para usted todas las cosas, Mademoiselle Pradier. Necesito que me conteste a tres preguntas. ¿Qué pretendía sabotear en Calais? ¿Dónde están los microfilmes que le dio Cavendish para la operación? Unas simples preguntas que requieren unas respuestas sencillas y directas. Así, pues, ¿qué pretendía sabotear?

–No puedo responder a eso.

–¿Dónde está el microfilme?

–No puedo responder a eso.

–¿Cuáles son sus mensajes en clave de la «BBC»?

–No puedo responder a eso.

Stromelburg suspiró. Era el resuello de un niño mal criado al que se le negaba la indulgencia de una ración extra de postre.

–Parece un disco rayado. Le daré un minuto para responder antes de que comencemos.

Catherine se derrumbó en su silla. Sintió que su corazón le latía apresuradamente, y un frío terrible pareció abrazar todo su cuerpo. Deseaba llorar de miedo, pero no le daría la satisfacción de sus lágrimas si podía evitarlo. «Por favor, Dios mío –rogó en silencio–, ayúdame…»

Los segundos fueron pasando hasta que Stromelburg suspiró de nuevo para cerrar el transcurso de su período de gracia.

–Muy bien –le dijo, asintiendo hacia sus hombres.

Uno de ellos le esposó los brazos en el respaldo de la silla. El otro avanzó hacia ella con un par de alicates en la mano. Strómelburg hirvió por dentro. Debería permanecer junto a la mujer durante toda la sesión, algo para lo que no tenía demasiado estómago.

–Estos caballeros le van a arrancar las uñas de los pies una a una –anunció–. Lentamente, porque aún es más doloroso de esa forma. Según me han dicho, se trata de una experiencia particularmente terrible. Una vez le arranquen cada uña, le repetiré mis preguntas. Puede poner fin a este salvajismo en cualquier momento en que elija responderlas.

Se pasó la mano por la frente como para suprimir de su cabeza la ordalía a la que iba a asistir.

–La mayoría de la gente se desmaya después de que la arranquen tres o cuatro uñas. No deje que eso la preocupe. Si es necesario la reanimaremos con agua fría y continuaremos nuestra tarea.

El hombre con los alicates se arrodilló a sus pies. Catherine mantuvo los ojos apretadamente cerrados y contuvo la respiración. A través de la abierta ventana oía, aunque débilmente, los gritos alegres de los niños que jugaban abajo en la calle. El hombre le cogió el pie con una mano y ella sintió el frío metal de los alicates sobre su piel. Luego comenzó a tirar, muy lentamente, tal y como Strómelburg le había prometido que haría. El dolor comenzó como un acceso repentino, que luego subió en un crescendo de un perforador calor al rojo vivo que la taladró. Se mordió sus hinchados labios para sofocar su grito tanto tiempo como pudiese. Luego chilló. Cuando la uña salió, y su torturador se la mostró, como un dentista blandiendo una muela recién extraída, se derrumbó en la silla forcejeando con las esposas, jadeando de manera incontrolable.

–¿Qué iba a sabotear?

Catherine no pudo ni siquiera encontrar fuerzas para decir «No». Todo cuanto le fue posible hacer fue sacudir salvajemente la cabeza. Strómelburg asintió hacia su torturador, que fijó las alicates en la siguiente uña del pie.

Catherine no tuvo idea de cuánto duró aquello. Su calvario fue una visión borrosa de aquellas perforadoras descargas de dolor, de unas preguntas que llegaban hasta ella desde otro mundo, del eco de sus propios gritos angustiados en sus mismos oídos. Se desmayó dos veces. En cada ocasión, un vaso de agua fría la hizo recobrar los sentidos. Tiempo después de que todo hubiese empezado, su torturador se levantó por última vez, con la uña del dedo gordo del pie izquierdo, la última que aún le quedaba, sujeta como un trofeo entre las tenacillas de sus alicates.

Strómelburg se la quedó mirando, enfurecido pero admirado.

–Es usted una mujer de un valor considerable –reconoció.

Llenó un vaso de agua en el grifo y lo acercó a los labios de Catherine. Mientras se lo bebía, se miró los pies, deformados, rodeados de un pequeño charco de sangre.

Comenzó a vomitar y a tener náuseas a causa de lo poco que retenía su famélico estómago. Estaba mareada, jadeando en busca de aire, pero regocijada. Lo había conseguido. No había revelado el prohibido tesoro de sus conocimientos. Había resistido a aquel odioso hombre y a su salvajismo.

Stromelburg dejó el vaso encima de la mesa.

–Supongo que cree que lo peor ya ha pasado, ¿verdad?

Ella le miró atontada.

–Pues no. Sólo acaba de empezar. No habrá nada que deje de hacer para conseguir esa información que deseo de usted.

Catherine dejó caer la cabeza y no respondió. ¿Qué podía decir?

–Quiere ser una heroína, ¿verdad?, una mártir para Cavendish y para los demás que la han enviado aquí, ¿no es cierto? Es una loca, una estúpida loca.

Durante un segundo, Stromelburg vio la imagen de su padre atrapado entre los cascotes de su quemada casa.

–¿Cree que me importa lo que le hago? ¿Le parece que me importa mucho lo que sufre? Pues no. Puede terminar todo esto sin decir una palabra, pero seguiré infligiéndole dolor hasta que se hielen los infiernos.

Catherine continuó derrumbada silenciosamente en su silla.

–Así –prosiguió Stromelburg tras una larga pausa– que sigue tozuda… Muy bien, pues la lavaremos. La llevarán al piso de arriba para uno de nuestros especiales pequeños baños.

Tal y como Von Rundstedt había predicho que ocurriría, el primer contraataque de Rommel contra la cabeza de playa normanda fracasó. Típicamente, el impetuoso y acalorado Rommel lanzó los regimientos del Duodécimo Panzer SS y el Panzer Lehr contra los aliados de forma poco sistemática, en lugar de reunirlas para un golpe masivo. Era como si estuviese intentando expiar su ausencia en el campo de batalla el día anterior, asegurándose una fulgurante victoria para su Führer.

Al repasar la situación a últimas horas del miércoles, 7 de junio, Von Rundstedt percibió que se trataba ahora de una carrera para ver quién podía reunir antes las fuerzas en Normandía: los aliados sobre 160 kilómetros de agua o los alemanes con sus comunicaciones internas y con base en tierra.

Los combatientes aliados, según sabía Von Rundstedt, acosarían a sus tropas sobre cada kilómetro en sus marchas a la luz del día, estorbando la Resistencia su avance con emboscadas. Pero podía hacerlas avanzar con la complicidad de la noche y elegir su propia ruta de aproximación. Estaba implicado en una carrera que tenía hasta la última posibilidad de ganar, siempre y cuando avanzase lo suficientemente de prisa. Ayer, a causa del mal tiempo, los dioses de la guerra habían favorecido a los aliados. A partir de ahora, si tomaban la recta decisión, comenzarían a hablar con acento teutón. La decisión correcta ya existía en la planificación de la contingencia de una invasión. Se llamaba «Caso III A»; se trataba de un proyecto para la reunión masiva de las fuerzas de la Wehrmacht para un golpe de almádena si el desembarco se producía en Normandía. Había llegado el momento, decretó Von Rundstedt, de ordenar la puesta en práctica de «Caso III A». En realidad, incluso quería algo más que el «Caso III A». Deseaba un «despojo implacable» de todos los demás frentes occidentales para un contraataque en Normandía. No podía haberse mostrado más decisivo, o más en lo cierto. Si Von Rundstedt se salía con la suya, virtualmente cada combatiente alemán en Francia y en los Países Bajos, excepto aquellos estáticos en las Divisiones costeras, debería dirigirse a Normandía.

Sin embargo, Rommel continuó mostrando su desacuerdo. Una curiosa indecisión se había apoderado del Zorro del Desierto. El día anterior, volviendo a toda prisa a Francia, no había cesado de repetir a su ayudante de campo, el capitán Helmuth Lang, que el destino de Alemania, por no decir nada de su propia reputación, dependía de la batalla que se iniciaba. Ahora era casi como si no desease esa batalla, sino otra donde estuviese seguro de vencer: en el Pas de Calais. La proposición de Von Rundstedt resultaba prematura. Rommel deseaba atacar de nuevo con las fuerzas que ya tenía a su disposición. En vez de una alegación conjunta en pro del «Caso III A», Rommel y Von Rundstedt pasaron su disputa al OKW para que éste la resolviese aquella noche. El OKW hizo lo que los cuarteles generales superiores realizan en tales situaciones. Es decir, nada.

Sus captores hicieron subir a Catherine el tramo de escaleras que llevaba hasta el cuarto de baño, sabiendo que cada uno de sus pasos sobre su sangrante pie constituía una prueba dolorosa. El cuarto de baño era una cámara espartana: una estancia pintada de blanco con una gran bañera a lo largo de una pared y una serie de látigos a lo largo de la otra. La ventana que daba a la calle estaba abierta de par en par. Mientras uno de sus atormentadores abría al máximo el grifo del agua fría de la bañera, el otro la desnudó, una sutileza que sus apresadores habían descuidado llevar a cabo aquel día.

–¿Qué iba a sabotear?

Stromelburg parecía casi aburrido al plantear aquella pregunta.

Catherine simplemente meneó la cabeza por respuesta. Uno de los dos hombres cogió un látigo de la pared e hizo una o dos demostraciones de su habilidad chascándolo en el aire, y luego mandó la cuerda hacia ella para que se estrellase en su pecho. Catherine gritó y vio las enrojecidas marcas que dejó el latigazo en sus pechos.

–¿Qué iba a sabotear?

Fue azotada tal vez unas doce veces antes de que oyese cómo detrás de ella cerraban el grifo de la bañera. Sus apresadores la sentaron en el borde de la bañera. Uno aferró una cadena en torno de sus tobillos. La giraron para que sus encadenados pies se sumergiesen en la gélida agua. Una vez más Strómelburg aulló su pregunta:

–¿Qué iba a sabotear?

Ante su silencio, uno de los atormentadores tiró de sus encadenados pies mientras otro la cogía por los hombros y la obligaba a sumergirse en el agua. Con las manos esposadas a la espalda se hallaba totalmente indefensa. Trató de patear y retorcerse, pero unas manos tiraron de la cadena para que sus tobillos emergiesen del agua de la bañera. Sus ojos estaban abiertos y veía las sonrientes caras de sus atormentadores por encima de ella y a través del agua que le cubría la cabeza. Sus pulmones estaban a punto de estallar, gritando en busca de un poco de aire. Finalmente, su boca se abrió en un terrible e involuntario gesto y el agua fría penetró en ella. Su visión se enturbió, se sofocó, la fuerza huyó de sus miembros. Ahogándose, se deslizó por un pozo negro hacia la muerte.

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