–Y ahora no te preocupes por nada.
Una mano roja y encallecida se alargó hacia su desteñida bata de franela color lavanda y dio un apretón tranquilizador al antebrazo de Catherine.
–Nada cambia nunca, todo es siempre lo mismo, como ya te dije. Lo que necesitas está en el cuarto donde tienen todas esas cosas eléctricas: la lavadora, llena de jabón en el antepecho del saliente. Si cuelgas las cosas en el cable que está a la derecha de la máquina, no puedes pasarlo por alto. Si te dejan coser, tráetelo para hacerlo aquí.
Una indicación de su cabeza señaló un bien doblado montón de ropas encima de la mesilla de noche.
–El único problema consistirá en decirles por qué no quieres cenar con ellos.
La chica emitió un triste y dificultoso suspiro y repuso:
–Nunca he tenido ese problema. Nadie me ha pedido que salga a cenar, excepto el seboso cabo que conduce la motocicleta. Dicen que tienen muy buena comida en esos restaurantes para oficiales adonde van. Lenguado fresco… ¡Incluso ostras!
La nostalgia por aquellas exquisiteces olvidadas desde hacía tanto tiempo invadió el rostro de la muchacha.
–«Pobrecita –se burló Catherine–, es exactamente como Aristide la describía: gorda, con manchones de piel exhibiéndose a través de las zonas calvas de su fibroso cabello castaño, una tez tan tosca que sus mejillas parecían de papel de lija. No es de extrañar que nadie le proponga salir a cenar.»
–Todo corazón –había dicho Aristide– y nada de cabeza hasta donde he sido capaz de descubrir.
Durante tres años había estado haciendo la colada de los oficiales de la «Batería Lindemann». Su padre, un vago simpatizante comunista de preguerra, había sido deportado a Alemania en alguna lejana redada y ella era la única ayuda para su anciana madre alcohólica. Incluso a los ojos del más ardiente antinazi ningún estigma se atribuía a su trabajo para los alemanes. De todos modos, se había mostrado más que contenta al simular su accidente de bicicleta y dejar su puesto a Catherine como una forma de reasegurarse para el mundo de la posguerra.
En el exterior, Catherine escuchó el jadeo de la moto y luego el retumbar de las botas en el piso de madera de la vivienda.
–
Achí
¿Qué es eso? – preguntó el sorprendido cabo al entrar en el cuarto.
La chica se frotó de una forma muy poco atractiva en la manga de su bata y emitió un gemido.
–Karli,
mein Schatz
–dijo–, pobre de mí… Me he caído de la bici y me he roto el tobillo. El doctor me ha dicho que debo permanecer en cama durante seis semanas. Denise, mi amiga, se cuidará de la lavandería hasta que esté mejor.
Cualquier sorpresa o recelo que este súbito cambio en el programa pudiese haber suscitado en el cabo, quedó al instante compensado por la comedida pero prometedora sonrisa que Catherine le dedicó. El cabo cogió el paquete de costura de la chica y una vez fuera, acomodó a Catherine en el sidecar de su moto como si llevara haciéndolo durante meses. Recorrieron la carretera paralela a la costa del canal, en la parte occidental de Calais. Sólo les separaban unos 100 metros de la línea de las mareas altas, en el lado de sotavento de la hilera de dunas que se alzaban detrás de las playas. Numerosos bunkeres, cañoneras, fortines y emplazamientos de ametralladoras habían sido empotrados entre las dunas, de modo que a Catherine le pareció que se habían convertido en una especie de maciza espina dorsal de hormigón, sobre la que los alemanes habían esparcido un manto de césped y algas. Cuando, a través de alguna brecha ocasional entre las dunas, Catherine veía ia playa, lo único que divisaba era un recio alambre espinoso y estacas de cemento, los famosos obstáculos hacia el mar que Rommel había ordenado plantar en el límite de las aguas. La faja de tierra que corría entre las dunas hacia la carretera, según sabía Catherine, se hallaba llena de minas. A su izquierda, se había inundado la llanura tierra adentro.
Pasaron ante unos
bungalows
de madera de un piso en la aldea de Sangatte que acababa en una barricada donde servían de guarnición una docena de
feldgendarmes
. Al ver a la familiar motocicleta, uno de ellos alzó la puerta y les hizo un ademán para que pasasen. La carretera formaba un embudo en el tráfico en este punto de control. ¿Cómo, se preguntó, con minas y campos inundados a cada lado de la carretera, podía un equipo del SOE llegar a la batería sin abrirse el paso a tiros a través del bloqueo de la carretera y sembrar de esta manera la alarma?
Pasado el control, la carretera costera comenzaba a trepar. A la derecha, los pliegues del terreno se alzaban de una manera cada vez más abrupta y dramática desde el nivel del mar, fundiéndose mientras lo hacían en los acantilados que se extendían hasta el cabo Gris Nez. A su izquierda, Catherine veía ahora los tres emplazamientos de hormigón de los cañones de la batería. Parecían los macizos cimientos de una torre aún no construida y diseñada para alzarse por encima de la costa del canal. Oscuros cañones sobresalían de cada torreta con sus extremos apuntando hacia las delgadas paredes calizas de Dover, apenas visibles al otro lado del canal. El cabo dejó la carretera costera y comenzó a subir por una senda polvorienta de gravilla que corría en amplio semicírculo por detrás de las baterías. No obstante, según observó Catherine, otro control marcaba su entrada. Trató de registrar en la fumadora de su mente todas las cosas que veía, calculando las distancias y los ángulos. A cincuenta metros de la senda, sobre una loma que se alzaba de la falda de la colina, se encontraba lo que parecía un puesto de observación, un gran hongo de cemento que sobresalía de la tierra y rodeado por una abierta trinchera en la que se veía a hombres moviéndose. ¿El centro de control de tiro, se preguntó, o el puesto de mando?
Más allá había un trío de cañones antiaéreos en unos emplazamientos de hormigón. Sus servidores se hallaban esparcidos por allá, medio dormidos bajo el sol primaveral. Obviamente, confiaban en el radar y no en sus prismáticos para prevenirse de un ataque aéreo. En la cima de la cumbre de una colina, detrás del emplazamiento del cañón de en medio, el cabo dejó la senda para entrar en una zona de aparcamiento. Allí se veía otro hongo de cemento, éste coronado por un bosque de antenas que avistaban por encima de la torreta del cañón central en dirección del mar. En el extremo más alejado de la pista desde la torreta, el terreno descendía levemente hacia una expansión herbosa de terreno abierto desfigurado por docenas de bostezantes cráteres, dejados por la incursión aérea de 1943 sobre la batería. Catherine se percató de que resultaba imposible aterrizar allí con un planeador. «¿Y al otro lado de la pendiente?», se preguntó.
El cabo la ayudó a salir del sidecar. Mientras lo hacía, la muchacha le apretó tiernamente su peludo antebrazo.
–¡Karli, mira! – le dijo haciendo un ademán hacia las amapolas escarlata y las anémonas que surgían entre los cráteres de la cumbre de la colina, más allá de la pista–. ¿Verdad que son encantadoras? Vamos, me gustaría ir a coger algunas y llevárselas a la pobre Danielle que está en cama.
–¿Estás loca? – preguntó Karli–. No puedes hacerlo.
–¿Por qué?
–Porque hay instaladas muchas minas y ni siquiera un perro podría ir allí a mear, sin resultar muerto.
–Oh, Karli… –insistió–, no me engañes. Siempre tienen un mapa que indica cómo caminar a través de las minas. Podrías guiarnos y las cogeríamos por el otro lado.
–Escucha,
Schatz
–le contestó Karli, al tiempo que le cogía el montón de ropa–, esto no es un mercado de flores. No hay ningún camino. Y al otro lado nos encontraríamos con tantas minas que ni siquiera un ratoncito pasaría entre ellas.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado, a las aguas abiertas del canal.
–Los paracaidistas de Churchill –gruñó– se quedarían sin piernas si intentasen saltar ahí.
Para llegar a la entrada de la torreta anduvieron a lo largo de una carretera que, según observó, tenía los bordes alineados con matojos de caléndulas. Alzando la mirada desde las flores hasta la fachada de la torreta, vio un par de ametralladoras que cubrían amenazadoramente la parte de atrás del emplazamiento de los cañones. Una puerta de acero llevaba a la torreta. Se abrió eléctricamente como respuesta a la consigna que el cabo pronunció ante un tubo acústico. Tras pasar por ella, Catherine tomó nota mental de la localización de sus goznes. Un comando podía volarlos con cargas de plástico si alguno de ellos quedaba con vida para hacerlo, pensó, tras los campos minados y las ametralladoras. ¿En Londres estaban locos? Comprendía muy bien que aquella idea jamás funcionaría.
Traspasaron una segunda puerta de acero, ésta abierta, hasta donde Catherine comprendió al instante que estaría la sala de control de tiro de los cañones. Una docena de nombres se encontraban en la estancia, algunos de ellos con auriculares y megáfonos, otros leyendo, fumando, hablando unos con otros. Se divisaban dos mesas cubiertas de mapas y varios tipos de compases. En la pared de enfrente, a través de la que entrevio la boca del cañón, se encontraba pintada la palabra «BRUNO» y debajo, en alemán, la frase: «Nosotros, Jos alemanes, no tememos a nada en el mundo, excepto a Dios.» Una serie de obuses con aletas, y lo que parecían fechas debajo de ellos, se extendían a lo largo de las paredes; resultaba claro que era un anexo de la actividad del cañón.
Catherine no tuvo tiempo de observar más porque su cabo ya había cruzado el cuarto y empezado a descender por una escalera circular de acero. «Esto debe representar cómo es el aspecto de un submarino», pensó mientras le seguía. El sistema de apoyo de la batería tenía cinco pisos subterráneos de extensión. Era un pequeño mundo autónomo, todo dispuesto y bien compartimentado. Mientras seguía bajando por las escaleras vio talleres de construcción y reparación, un pequeño hospital, alojamientos para los servidores del cañón, cocinas, una sala de juegos donde una docena de soldados se hallaban repantigados. Una cabria, indudablemente para los obuses, corría al lado de la escalera. Por todas partes escuchaba el zumbido opresivo de los sistemas de ventilación, que hacían circular el aire sin textura del mundo subterráneo de la batería. Al llegar al descansillo del fondo, el cabo la condujo hacia el comedor de oficiales. A su izquierda se encontraba la sala de la instalación eléctrica, una pared cubierta de fusibles, interruptores, contadores y, al lado, lo que probablemente sería un par de generadores independientes para proporcionar a la batería electricidad en caso de que se cortase el suministro desde el exterior. En la parte de atrás del cuarto, localizó la máquina de lavar.
Un camarero del comedor les recibió en el alojamiento de los oficiales y ofreció a Catherine una humeante taza de café de su hornillo. En la pared, por encima de una serie de sillones, y exactamente como Danielle las había descrito, se encontraban una hilera de siete cajas de madera, una por cada oficial de la batería. Abrió su hato de ropa y comenzó a distribuir su contenido en las cajas, tomando de cada una, mientras lo hacía, el montón de ropa sucia que la estaba aguardando. Detrás de ella, escuchó a dos de sus clientes entrar en busca de una taza de té. Cuando se dio la vuelta para coger otro paquete, entrevio a uno de ellos por el rabillo del ojo. En sus oscuros rasgos había algo vagamente familiar, una perturbadora sugerencia de que le había visto antes en alguna parte. Al meter la ropa de la colada en su caja, supo que la estaba mirando, haciéndose seguramente la misma intrigada pregunta que ella.
–
Mademoiselle
?
Catherine se dio la vuelta. Por primera vez desde que había entrado en la batería, fue perturbadoramente consciente de dónde se encontraba. El alemán sonreía.
–Espero que su colada no sea tan pesada como su maleta en el tren de París. La busqué en la posada de «Trois Suisses» muchos días, y durante todo el tiempo estaba aquí…
París
Media hora después de su cita con Stromelburg, Paul se hallaba ante la cabina telefónica del «Café Sporting», en la Porte Maillot. Dio a la telefonista, una mujer que parecía una gárgola, su propio número de teléfono y se dirigió a la cabina. Mientras el aparato sonaba sin que nadie respondiese, en el estante que estaba debajo del aparato abrió el listín telefónico por la página setenta y cinco, colocando su mensaje en el interior. Era breve. Simplemente confirmaba, tal como Londres había requerido, que la «Operación Foxtrot» se llevaría a cabo a la noche siguiente.
Cuando colgó, el operador de radio que había estado sentado en la parte de arriba del café, se hallaba esperando ya su turno para usar el teléfono. Sin hacerle la menor señal de reconocimiento, Paul subió las escaleras, llegó a la calle y luego anduvo hasta la estación de Metro que se hallaba en la esquina de la calle del café. Esta vez su destino era una de las más celebradas instituciones de París, una empresa que, por lo general, no se asociaba con los rigores de la vida clandestina. Se trataba de un burdel conocido como el «Uno dos dos», por su dirección, 122 Rué de Provence, y que tenía la ventaja de ser uno de los pocos prostíbulos de París que aún seguía abierto, tanto para los civiles franceses como para los soldados alemanes.
Paul entregó su abrigo al inválido jubilado de la casa, encargado del guardarropía y se dirigió al salón raídamente elegante y de alto techo. La madama le recibió cálidamente y luego hizo un ademán a la docena de chicas que se hallaban allí, con el orgullo de una directora que mostrase su mejor aula a un inspector de la jefatura de Educación.
–Elija, Monsieur –le pidió.
Luego se inclinó hacia Paul y le dijo en un susurro:
–Todas están estupendas y frescas. Aún es muy temprano.
Paul observó a las pupilas.
–Me parece que me tomaré algo primero –declaró y se encaminó a la pequeña barra que se encontraba en el extremo de la estancia.
Estuvo sentado allí durante quince minutos tomándose un vaso de vino y estudiando a las muchachas. Todas ellas llevaban trajes de noche, de seda, ajustados o unas falditas cortas, con sujetadores de seda a juego. Efectivamente era temprano y el único cliente aparte de Paul era un cabo medio borracho de la Wehrmacht, que tenía considerables dificultades para mantenerse en su taburete de la barra.
Las chicas realizaron el obligado esfuerzo de captar la mirada de Paul desde sus bancos de terciopelo o cruzaron ante él en la barra, ondulando sus caderas tratando de representar con la mirada un interés que no sentían, murmurando la frase ritual.