–Doctor, consiga una ampliación de esto –ordenó.
Luego siguió hablando a su prisionera.
–Muy bien –comenzó casi cariñosamente, dirigiéndose a Catherine–, ha cumplido su parte del acuerdo y yo haré honor a la mía.
Hizo salir a sus torturadores de la estancia con un movimiento de la cabeza, y luego sirvió dos vasos de whisky de la botella que se hallaba encima de su escritorio y que alegaba que le había enviado Cavendish.
–Me parece que ahora sí se lo tomará…
Agradecida, Catherine sorbió un poco de aquel licor ambarino. Según la luz del sol, conjeturó que era mediada la mañana. «¿Habrían puesto en su falsa píldora "L" un somnífero en lugar de cianuro?», se preguntó. Se dio cuenta de que, probablemente, no viviría lo suficiente para saber la respuesta.
–¿Cómo han llegado a imaginar que podrían sabotear esa batería? – le preguntó Stromelburg.
Ahora ya no era el interrogador, sino una persona amistosa, como si se tratase de un abogado defensor que revisase un caso con un cliente.
–Por medio del sistema eléctrico. Realmente no sé cómo iba a funcionar. Simplemente, me limité a cambiar los fusibles del panel de control.
–¿Que cambió los fusibles? ¿En el panel de control de la «Batería Lindemann»?
Stromelburg se ahogó un poco a causa de la sorpresa al realizar aquella pregunta. La mujer asintió.
–¿Y cómo pudo entrar en esa batería? ¿Algún novio alemán le puso un uniforme y la hizo entrar allí a hurtadillas?
–Yo era la lavandera…
–¡La lavandera!
–De los oficiales.
–¿Y entró allí una buena mañana y cambió los fusibles en el panel de control, en vez de lavar los calzoncillos del
Oberleutnant
.
–Sí, más o menos.
–¿Y no estaba cerrado?
Catherine se ruborizó levemente. Luego se encogió de hombros y le contó toda la historia de Metz.
–Confieso que me he quedado sin habla –prosiguió Stromelburg–. Simplemente parece increíble.
Alzó su copa.
–Es usted mi enemiga, Mademoiselle, pero brindo por usted.
Se bebió su whisky.
–Y doy gracias a Dios por haberla encontrado a tiempo. Obviamente, tenía algunos colegas que trabajaban para usted.
–Eran dos, pero, gracias a Dios, ya habrán huido. Uno de ellos me aguardaba en la estación. Vio cómo me detenían.
–Sin duda… –reconoció Stromelburg–. De todos modos tengo su descripción.
Sonó el teléfono.
–Hay alguien en el piso de abajo que creo será mejor que vea –le dijo el doctor.
Un inspector de Policía francés saludó enérgicamente al jefe de la Gestapo cuando Strómelburg entró en el vestíbulo del 82 Avenue Foch; luego le entregó su documento de identidad para que lo inspeccionase.
–¿Qué desea? –le ladró Strómelburg.
Odiaba a los policías franceses.
–Señor, mis hombres han encontrado un cadáver esta mañana en Bagatelle, en el Bois. Un hombre que ha sido asesinado por esos terroristas de la Resistencia, supongo…
El francés sacó una bolsa de lona del bolsillo de su gabardina y comenzó a extraer su contenido, como si fuese un viejo lúbrico que buscase un caramelo para ofrecérselo a una niñita.
–Hemos registrado el cadáver, señor, según la rutina que se observa, incluso en estos días, en cualquier caso de asesinato.
Aún seguía hurgando en su bolsa.
–Terrible, ¿verdad? ¿Cuándo acabará todo esto? ¡Ah, aquí está!
Pasó a Strómelburg la cartulina blanca manuscrita que el alemán le había dado a Gilbert.
–Encontramos esto, lo llevaba encima.
–¡Jesús!
Así que aquélla era la razón de que Konrad no consiguiese dar con Paul.
–¿Dónde está el cadáver?
–En el depósito, señor.
Entregó a Strómelburg el resto de los documentos de Gilbert.
–¿Está seguro…, absolutamente seguro, de que el rostro del muerto encontrado es el mismo que aparece en estas fotos del documento de identidad?
–Oh, sí, sí, señor, no cabe la menor duda al respecto. En lo que ha quedado de su cara, como es natural.
El francés vio cómo el alemán hacía una mueca. Aquello valía el que elaborase aún más la cosa en su beneficio.
–Me refiero a que tenía un aspecto como si le hubiesen apoyado un obús en la nuca. Debe de haber lanzado sus sesos hasta más allá del Sena.
Rió entre dientes, horrorizado.
–Sí, realmente le destrozaron, eso es… Alguien deseaba de veras ajustar las cuentas a ese…
Iba a decir «bastardo» pero se contuvo a tiempo:
–…a ese pobre sujeto…
–Envíeme una copia de su informe –suspiró Strómelburg.
Se giró en redondo y subió a la oficina del doctor en el piso de arriba. Durante un buen rato estuvo sentado allí solo, con la cabeza entre las manos, medio llorando. De una forma extraña en él, Strómelburg profesaba a Gilbert un afecto similar al que hubiera tenido por el hijo que nunca engendró. Le vio entrar en su apartamento antes de la guerra, con un desgastado chaquetón de vuelo, fanfarroneando, riendo. Un truhán, un truhán aventurero, y ahora estaba muerto porque Stromelburg había permitido que aquel telegrama llegase a Lila. Y ni él ni Berlín serían nunca capaces de reconocer oficialmente lo que Henri Le Maíre, su inapreciable Gilbert, había hecho por Alemania.
Aún conmocionado, regresó a su despacho. «Esta mujer –pensó– estuvo cenando con Gilbert aquella noche en el "Chapón Rouge". Probablemente estaba enamorada de él…, muchísimas lo estaban. Y esta perra sólo es una más de esa pandilla de asesinos.» De repente la odió como no la había odiado durante las sesiones de interrogatorio que se había visto obligado a soportar.
–Tengo malas noticias –le dijo.
Como había esperado, aquellos ojos verdes le dijeron lo mucho que le complacía oír aquello.
–¿Se acuerda de Paul, el oficial de las Operaciones Aéreas que la recibió? ¿Con el que fue a cenar aquella noche?
Pretendió sonreír, pero en lugar de eso le salió una mueca.
–¿El día en que nos conocimos?
Se produjo el gratificante pequeño parpadeo de aprensión en sus ojos, lo cual le dijo que, en efecto, estaba enamorada de él.
–Ha muerto.
La mujer suspiró.
–Asesinado por sus compañeros terroristas…
–¡Asesinado!
Su hinchada y herida boca quedó abierta en señal de consternación.
–¿Por qué?
–¿Por qué? ¿Por qué cree que se encuentra aquí, Mademoiselle Pradier? Su amigo Paul era el mejor agente que he tenido jamás.
Catherine chilló y se derrumbó en su silla, inconsciente. Stromelburg se la quedó mirando satisfecho. Existía aún un dolor más terrible que cualquier salvajismo que sus torturadores pudiesen infligir.
Llamó a los guardias.
–Llevadla arriba –ordenó–. Dadle algo de comer y componedla un poco…
–¿Debemos mantenerla aquí, señor? – preguntó uno de ellos.
Stromelburg contempló a la muchacha que empezaba a volver en sí.
–No, creo que hemos acabado con Mademoiselle Pradier. Enviadla a Fresnes, y embarcadla en el próximo convoy
Nacht und Nebel
.
El
Korvettemkapitan
Fritz Diekmann, el comandante de la «Batería Lindemann» era alguien a quien gustaba ferozmente la disciplina. Su oficial electricista, Lothar Metz, pareció casi temblar cuando se colocó en posición de firmes ante su escritorio.
–¿Así que usted, Metz, es el gran amante alemán? – le ladró Diekmann–. ¿Sedujo a la lavandera de la batería?
Metz barbotó algo en respuesta: «¿La habrán atrapado en alguna redada? – se preguntó–. ¿Es ésa la causa de que haya desaparecido tan repentinamente?»
–Excepto que no era una lavandera, Metz. Era una terrorista británica.
Diekmann se puso en pie y ordenó a Metz que le siguiese, bajando por la escalera metálica hasta la sala de control subterránea.
–Ábralo –ordenó, señalando el panel de control.
Con manos temblorosas, Metz abrió el panel.
El dedo de Diekmann se acercó al fusible que protegía al motor de la torreta de
Antón
.
–Sáquelo…
Obedientemente, Metz extrajo el fusible.
–Y ahora, mírelo.
Metz lo estudió, intrigado. Lentamente le dio la vuelta y vio el brillante cobre que había reemplazado el plomo en su núcleo central. Sintió un sudor frío y húmedo en las sienes.
–Algo está mal –susurró–. Alguien lo ha sacado de un modo u otro y ha manipulado en estos cortacircuitos…
–No alguien, Metz. Fue su amiguita lavandera. Con una copia de su llave, que hizo de una impresión de la misma, después de que hubiesen acabado de hacer el amor…
Diekmann observó el panel de control.
–Deseo que quite todos los fusibles. Y luego que examine uno a uno los sectores de su sistema eléctrico.
–
Jawohl
!
–Dígame algo, Metz… –le aulló Diekmann a su tembloroso joven oficial electricista–, ¿le gusta la nieve y el hielo?
Metz parpadeó, sin captar el significado de aquella pregunta en una tarde de junio.
–Porque tendrá una oportunidad de ver un montón de todo eso en el Frente Oriental este invierno…
Casi en el mismo momento en que Metz consideraba las perspectivas de un invierno ruso, dos coches con agentes de la Gestapo entraban en las instalaciones de la central eléctrica de Calais. Tras irrumpir furiosamente en el edificio de la central, encontraron el material necesario para el desvío del transformador y para sobrecargar la «Batería Lindemann», exactamente donde el microfilme de Cavendish indicaba que se hallaría.
Cinco minutos de duro interrogatorio y unos cuantos puñetazos fue todo lo que se requirió para persuadir a Pierre Paraud, el director de la central eléctrica, a hablar. Para cuando sus coches llegaron al cuartel general de la Gestapo en Lila, el aterrado ingeniero eléctrico ya había contado a sus apresadores de la Gestapo todo cuanto conocía acerca del plan para sabotear la batería.
Hans Dieter Strómelburg había vigilado todos los aspectos de la investigación desde su escritorio en la Avenue Foch. Tan pronto como sus investigadores descubrieron los preparativos de sabotaje en la central eléctrica de Calais, ordenó que los mejores ingenieros eléctricos de la Organización Todt, que había construido el Muro Atlántico, acudiesen a la central, para analizar las instalaciones y luego la batería en sí, y determinar qué efecto hubiera producido el sabotaje en los cañones que controlaban. Mantuvo una larga entrevista con Diekmann, el comandante de la batería, acerca de la seguridad del cañón y de su papel en la defensa de la zona costera del Pas de Calais.
Al terminar el día, no quedaba en la mente de Strómelburg la menor duda: lo que tenía en las manos, como resultado de la confesión lograda de Catherine Pradier, era un asunto de espionaje de extraordinaria magnitud: un triunfo que ciertamente marcaba la culminación de su carrera y que influiría decisivamente en el curso de la guerra.
Sólo quedaba por descubrir una conexión, y el doctor la facilitó poco antes de las siete de la noche. Jadeando a causa del esfuerzo, subió a toda prisa las escaleras e irrumpió, sin ser anunciado, en el despacho del
Obersturmbannfkhrer
.
–El servicio de interceptación del Boulevard Suchet acaba de llamar –dijo entre sus jadeos en busca de un poco de aire–. Encontraron la clave del mensaje de la «petite Berthe» en sus grabaciones. ¡La «BBC» lo emitió anoche!
Strómelburg estaba exultante. Ya lo tenía. En la palma de su mano aparecían ya todas las cosas. Esta vez ningún testarudo general prusiano de OB Oeste privaría a Strómelburg y a Alemania de su triunfo. El cálido aliento de la Historia no pasaría dos veces junto a él. Depositaría este secreto en manos del mismo Ernst Kaltenbrunner en su oficina de la Prinz Albrechtstrasse.
A primeras horas de la noche del jueves, 8 de junio, cuando el «Skoda» de Strómelburg se encontraba ya camino de Berlín, el Quinto Cuerpo estadounidense, responsable de la mitad occidental de las playas de invasión, lanzó una seria advertencia al SHAEF y a sus Divisiones. Los desembarcos aliados «estaban retrasados en dos días para lograr sus objetivos iniciales». La cabeza de playa «era demasiado estrecha respecto de su deseada profundidad, y toda la zona del desembarco podía aún alcanzarse bajo el fuego de la artillería enemiga».
Ahora, continuaba aquel claro mensaje, la segunda fase de la lucha para permanecer en tierra se hallaba a punto de empezar. Un gran contraataque alemán era esperado de un momento a otro, seguía previniendo, y la «situación es tan crítica que, si se produce ese ataque, habrá serias dificultades para mantener la cabeza de playa».
En la buhardilla de una residencia de tres pisos en Richmond Hill, Londres, un soldado operador de radio del Servicio de Seguridad de Transmisiones chascó los dedos en señal de buena suerte y luego, como un pianista al tocar su primer acorde, comenzó a manejar la tecla de emisión. Su ademán era muy apropiado. Para los alemanes de la Abwehr en París era conocido como
Chopin
, el operador del agente doble Bruto. Con su gesto, se estaba alzando el telón para el último y crítico acto de la operación
Fortitude
, el acto que Ridley había descrito a T. F. a su llegada a Londres como del que dependían sus frágiles esperanzas.
«He visto con mis propios ojos –informaba el mensaje de Bruto a París– cómo el Grupo de Ejército de Patton se preparaba para embarcar.»
La ocasión la había constituido su imaginaria visita al puesto de mando avanzado, en Dover Castle. Había entreoído la observación del propio Patton de que «había llegado el momento» de empezar las operaciones en torno a Calais.
Para el pequeño oficial de la Fuerza Aérea polaca que paseaba en el cuarto de abajo de aquel en que transmitía su operador, constituía un doloroso momento. Su crítico papel en el plan de
Fortitude
estaba llegando al final. Muy pronto, en un par de semanas, un mes o dos todo lo más, los oficiales de la Abwehr en París que le habían enviado a Londres, se percatarían de que los había engañado. ¿Y qué pasaría entonces a los sesenta y cuatro franceses, sus camaradas, hombres y mujeres, de la red de Resistencia, mantenidos en la prisión de Fresnes en calidad de rehenes de su buen comportamiento? ¿Constituiría aquella repiqueteante corriente de puntos y rayas, que estaban saliendo al éter desde la buhardilla, una sentencia de muerte para los preciados amigos que había dejado atrás?