Juego mortal (Fortitude) (73 page)

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Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
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–¿Funcionó? –jadeó–. ¿Pudo escaparse?

–Ah, Paul.

Por una vez, a Paul le pareció que Ajax parecía alegrarse de veras al oír su voz.

–Estaba aguardando tu llamada.

–¿Está ella bien?

–¿Dónde te encuentras?

–En la Gare d'Austerlitz.

–Vete a la acera enfrente del «Café du Commerce», en el 189 Avenue du Maine tan pronto como puedas –le ordenó Ajax–. Me reuniré contigo allí.

Y colgó.

Paul miró su reloj. Eran las doce y media: demasiado pronto para llamar al «Uno Dos Dos» para comprobar si su correo en el burdel tenía algo para él. Además, sólo le interesaba una cosa: ver a Denise viva. Tuvo que contenerse para no echar a correr hasta el Metro y tomar el primer tren a la estación Alésia.

Mientras estaba en la acera delante del «Café du Commerce», Paul trató sin ningún éxito calmarse sus nervios desatados, estudiando el flujo de viandantes. Esperaba que Ajax llegase a pie o tal vez en bicicleta, o todo lo más en un ciclotaxi. No estaba en absoluto preparado para aquel «Citroen» negro, con un gasógeno en su parte trasera que lanzaba un desagradable humo gris, y que se detuvo a su lado.

Ajax abrió la puerta trasera. Otros dos hombres iban delante.

–Sube –le ordenó.

Paul observó que iba tan inmaculado como siempre, con el traje planchado, el pelo bien peinado. Su en un tiempo camisa blanca había amarilleado, ante los repetidos lavados con el pobre jabón de la Ocupación, aparecía muy limpia. Sólo un vil cigarrillo
ersatz
en su boquilla de ébano provocaba una nota discordante en su, por otra parte, bien orquestada apariencia.

–¿Adonde vamos? –le preguntó Paul mientras el coche se abría paso por la Avenue du Maine hacia la Porte d'Orléans.

–A Fontainebleau –replicó Ajax.

–¿La recogieron tus hombres después del descarrilamiento? –quiso saber Paul–. ¿La localizaron mientras se escapaba?

Una cálida y amistosa sonrisa se espació por el rostro de Ajax. Una mano tranquilizadora se apoyó en la rodilla de Paul.

–Tranquilízate, muchacho –le dijo Ajax–. Estás tan nervioso como un bulldog tras una perra en celo. Has de tener un poco de fe en tus compañeros resistentes…

Se volvió hacia Paul, mientras la sonrisa de Ajax aún se ensanchaba más.

–Lo mismo que ellos tienen fe en ti…

Con aquella tenacidad de propósitos inacabable que siempre le había caracterizado, Hans Dieter Strómelburg había dedicado veinticuatro horas al encargo que Kaltenbrunner le había asignado el martes por la mañana: averiguar por qué el Alto Mando alemán había ignorado la advertencia de los mensajes de la «BBC», y por qué tantos oficiales de alta graduación se habían encontrado ausentes de sus puestos la noche del 5 al 6 de junio.

Como había sucedido tan a menudo en sus años de policía investigador, su persecución de una serie de pistas no le había llevado al objetivo que buscaba, sino que le había expuesto otra y tal vez más significativa avenida que recorrer. La ausencia de tantos oficiales, concluyó, se debía al tiempo y no a una conspiración. El fracaso de OB Oeste de actuar según las advertencias del doctor, podía adscribirse a la cabezonería prusiana y no a una traición.

Sin embargo, lo que había descubierto era que, en la noche del 5 de junio, en ausencia de Rommel, su jefe de Estado Mayor, el general Hans Speidel, había celebrado una cena en «La Roche Guyon» en honor de su cuñado el doctor Joachim Horst y el filósofo Ernst Jünger. Los nombres de ambos hombres aparecían en la lista secreta recopilada por el RSHA de individuos sospechosos de conspirar para derribar el Reich.

Acabó su informe mediada la tarde e hizo frente, al fin, a la serie de
Blitzfernschreibens
–teletipos de alta velocidad– que le aguardaban. Uno de ellos le llamó rápidamente la atención. Era el Informe de Situación occidental 1288, del coronel Alex von Roenne, su cuidadosamente razonada valoración respecto de la estrategia aliada, bosquejados a mediodía del Día D. Para Strómelburg, sus conclusiones constituyeron una revelación.

Si Normandía era una finta deliberadamente prevista por los aliados para desequilibrar a los alemanes, para forzar a un compromiso prematuro de las reservas de Alemania, para que el auténtico asalto tuviese lugar en el Pas de Calais, en cuyo caso la clave de cuándo y cómo se llevaría a cabo el segundo asalto languidecía en una de las celdas que había encima de su cabeza. Al haberla dejado allí durante todo aquel tiempo sin ocuparse de ella, se mostró criminalmente inepto, tan inepto como los oficiales de OB Oeste, que ignoraron la advertencia del doctor. Con un impulso de su dedo índice, hizo funcionar un timbre que se encontraba encima de su despacho. Se disponía a enmendarse por su negligencia.

El «Citroen» impulsado por carbón se paró delante de una oxidada reja de hierro empotrada en un alto muro de piedra que rodeaba una especie de mansión en un bosque de las afueras de Fontainebleau. El conductor hizo sonar su claxon dos veces y dos hombres, obviamente miembros de la red de Ajax, abrieron la puerta para permitir el paso del automóvil. Dio una vuelta por la senda cubierta de grava hasta la entrada principal de la casa, un retiro campestre del siglo
XIX
, construido, probablemente, por algún hombre de negocios parisiense en tiempos de Luis Napoleón.

Paul saltó del coche y comenzó a subir las escaleras.

–¿Dónde está? – gritó a Ajax, que siguió tras él de modo indiferente.

La casa parecía vacía. Sus ventanas estaban cerradas y con las persianas bajadas. La puerta principal se abrió ante él como activada por algún fantasma que encantase aquella propiedad.

–Entra –le ordenó Ajax.

Cruzó delante de Paul y atravesó la ensombrecida entrada, ocupada por dos miembros de su red, hasta llegar a una puerta. La abrió e hizo un ademán a Paul para que penetrase por ella.

Era una pequeña sala de estar iluminada por una bombilla desnuda que colgaba del techo. Enfrente de Paul había un caballete normando y tres sillas alineadas detrás de él. En la pared se veía una bandera tricolor y una fotografía de Charles de Gaulle. Una sola silla estaba situada delante de la mesa de caballete.

Paul se volvió hacia Ajax.

–¿Qué diablos pasa aquí? – aulló–. ¿Dónde está la chica?

Al proferir aquellas palabras vio el «Colt» del 45 con que Ajax apuntaba a la parte media de su cuerpo.

–Siéntate, Paul –le ordenó, señalando la única silla que había ante él.

–¡Me has traicionado! – se enfureció Paul.

–¿Que yo te he traicionado, Paul?

Una helada calma cayó sobre Ajax con la suavidad de una puesta de sol en el desierto al pronunciar aquellas palabras.

–Te he dicho que te sientes.

–¿Qué es esto, alguna especie de juicio bufo? – preguntó Paul, tratando de mostrarse encolerizado pero viendo más bien cómo una oleada de miedo se alzaba en su interior.

–¿Bufo, Paul?

El rostro amistoso y de camarada que había mostrado durante el viaje en coche desde París desapareció y fue sustituido por un repentino endurecimiento.

–En absoluto. Es un auténtico juicio: el tuyo, por traición.

Ajax se acercó a la mesa de caballete. Dos de sus hombres con metralletas «Sten» británicas ocuparon su sitio a un lado y otro de Paul.

–¡Has planeado esta representación! – le gritó Paul–. Siempre me has odiado. ¿Por qué? ¿Por qué?

Ajax rodeó la mesa y se acomodó en el asiento de en medio. Se quedó mirando con fría indiferencia a su prisionero.

–No te odio, Paul. El odio es una emoción demasiado preciosa para desperdiciarla con los traidores.

Al pronunciar estas palabras entraron dos hombres más en la estancia, y se sentaron a uno y otro lado de Ajax. Uno era más bien delgado, de mediana edad, con una barbita a lo Van Dyck y unos ojos que parecían perforar a Paul. Se trataba de Aristide.

–¿Dónde está la chica? – preguntó Paul una vez más–. ¿La salvasteis o no?

Fue Aristide el que respondió:

–Está exactamente donde pretendías que estuviese, Paul: en manos de la Gestapo.

–¡Oh, Dios mío, no!

Paul se derrumbó desesperado en su silla; luego, finalmente, miró hacia sus acusadores.

–No es culpa mía. Os lo juro. Le dije a Londres que iban a detener al pasajero que llegase en aquel «Lysander». Les previne. Pero la mandaron de todas formas.

Se quedó mirando a Ajax.

–Te pasé el aviso de que la salvases, ¿no es verdad?

–Sí, acudiste a mí en petición de ayuda, Paul. Pero desgraciadamente demasiado tarde.

El tono de Ajax resultó metódico; parecía en realidad la voz de un abogado que leyese los términos de un acuerdo a ambas partes contratantes.

–Pero dime una cosa, Paul. ¿Cómo sabías que iban a detener al pasajero que llegase en el «Lysander»?

Paul contempló con la mandíbula caída a sus acusadores, como ensartado ante la pregunta de Ajax. Se veía atrapado en el vórtice de unas lealtades en conflicto, pero en las que la preocupación por su propia seguridad comenzaba a predominar con rapidez.

–Mira –le dijo–, no puedo responder a eso. Ahora no. Debes permitirme que se lo explique todo a los de Londres. Tengo mi propio transmisor. Permíteme enviar un mensaje a Londres. Se pondrán en contacto contigo con el canal que desees y se podrán arreglar las cosas.

Ajax se volvió hacia el hombre que tenía a su izquierda y le susurró algo. El hombre asintió y luego contempló a Paul.

–Vacíate los bolsillos encima de la mesa –le ordenó.

Paul hizo lo que le pedían. Mientras Paul lo miraba, comenzaron a examinar al detalle todas sus posesiones: sus documentos de identidad, su
ausweis
, su cartilla de racionamiento, el contenido de su billetero. De repente, se quedó rígido. El hombre con barba sostenía en aquel momento una tarjeta blanca en la mano. Sus ojos ardieron de odio al alzar la mirada hacia Paul. A continuación, sin proferir una palabra, se la pasó a Ajax. Se trataba de la tarjeta que Strómelburg le había dado en su villa de Neuilly para protegerle de las patrullas alemanas si le atrapaban con un arma.

–Puedo explicarlo –jadeó Paul.

Ajax dejó encima de la mesa la cartulina. El odio de sus ojos rivalizaba con la expresión de Aristide.

–Algunas cosas no requieren explicación.

Paul se percató de que su vida se hallaba ahora en juego. Ya carecía de sentido el tratar de proteger algo o a alguien. Sólo una plena e inequívoca revelación de su misión podría salvarle.

–Mira –comenzó–, te contaré toda la historia. Conozco a Stromelburg desde 1937. Sacaba mensajes para él de España durante la guerra civil. El Deuxiéme Bureau sabía lo que estaba haciendo. Les permitía ver todo lo que llevaba y traía.

Sus ojos saltaron de un rostro a otro, casi suplicándoles que diesen señales de comprender lo que les decía.

–Cuando llegué a Inglaterra, la Inteligencia británica quiso verme. Sabían quién era y que tenía contactos con Strómelburg. Ésa fue la razón de que me mandasen a Marsella. Me pidieron que me cuidase de las operaciones del «Lysander» para el SOE, pero me explicaron que aquello nunca funcionaría a menos que encontrasen una forma de cubrirse. Me pidieron al regresar que me pusiese en contacto con Strómelburg.

–¿Los británicos te pidieron que entrases en contacto con Strómelburg? – le preguntó Aristide, con aquella incredulidad que en un tiempo reservase para los estudiantes novatos de Filosofía que trataban de defender una premisa indefendible.

–Eso es.

–¿Intentas decirme que los británicos te enviaron aquí para poner toda su operación clandestina en manos de la Gestapo? ¿Es así?

–No, porque los británicos son mucho más listos que todo eso. La cosa funcionó exactamente como me dijeron que pasaría. Lo que Strómelburg deseaba era mantener la operación bajo su control, tenerla en sus manos. A fin de cuentas, si estropeaba mi operación, otro tipo «Lysander» se situaría en cualquier otro lugar que él no dominase. Todo el asunto funcionó a la perfección como los británicos indicaron que sucedería. Llevamos a cabo la operación bajo la protección de los alemanes. Incluso avisaron a la Luftwaffe para que no derribase a los aviones.

–¿Y esos paquetes de información?

Ajax pensaba ahora en aquel agente que había sucumbido al interrogatorio a causa de la información que le exhibieron procedente de esos paquetes.

–¿Quieres hacerme creer que en realidad los británicos deseaban que la Gestapo leyese ese material?

–Se trataba de cosas secundarias. Hostia, esto es una guerra. Hay que calcular un equilibrio entre los riesgos y las pérdidas. ¿Qué era más importante: dejarles que lo leyeran o permitir que nuestros agentes entrasen y saliesen sin ser molestados?

–Paul…

Era ahora Aristide, con sus ojos taladrantes dirigidos hacia él.

–Todo hombre tiene derecho a abogar por su vida, pero, por favor, halaga nuestra imaginación con una historia mejor que la que nos estás contando.

–Todo cuanto digo es verdad, lo juro por Cristo.

Paul sintió un sudor húmedo recorrerle la espina dorsal y no pudo ya impedir que la histeria se reflejase en su implorante voz.

–Mira, ya te he dicho que tengo mi propio contacto personal por radio con Londres. Tuve que darle a Strómelburg los detalles de la que empleaba para los aterrizajes. Permitidme que me ponga en contacto con Londres. Ellos os los explicarán.

–Ya hemos enviado a Londres un mensaje acerca de ti, Paul –le replicó Aristide.

–Muy bien –replicó Paul con tono desafiante–. ¿Y qué os dijeron?

–Que te matásemos.

Paul se los quedó mirando con los ojos asombrados de un animal acorralado.

–No lo creo. ¿Quién dijo eso?

–Cavendish.

–¡Cavendish! Hostia, él ni siquiera sabe que trabajo para la Inteligencia británica.

Aristide se lo quedó mirando.

–Son la misma cosa –le dijo, levantándose–. Lo sabes tan bien como yo.

Ignorando las frenéticas respuestas de Paul, hizo un ademán con la cabeza a sus dos colegas, y luego se fue con ellos a una habitación contigua. Cerró la puerta y miró a ambos hombres.

–¿Y bien? – preguntó Ajax.

–Es un traidor. Debemos librarnos de él –declaró Aristide–. No existe ni un ápice de verdad en todo lo que nos ha contado, excepto el hecho de que trabaja para la Gestapo. La tarjeta que hay en su cartera lo demuestra. Es la auténtica pieza de convicción de todo este asunto.

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