–¿La palabra de un oficial alemán?
Su risa fue forzada y amarga.
–Tengo más fe en la palabra del diablo.
Esta vez no lamentó su salida de tono. Su ira parecía de repente un apoyo del que extraer fuerzas.
–¡Loca! ¡Estúpida e imbécil chiquilla! – le ladró Strómelburg.
Cuando comenzaba un interrogatorio, era un actor que, deliberadamente, oscilaba salvajemente entre la furia y la amabilidad para confundir y desorientar a su prisionero. Pero, invariablemente, mientras su tensión crecía y su determinación de triunfar le abrumaba, el actor desaparecía, el drama palidecía y las emociones que había fingido se convertían en reales.
–¿Confías en las personas que te han enviado aquí? ¿Esos maravillosos ingleses que juegan al cricket con pantalones blancos y beben té, y que te envían a ti, a una mujer, a hacer el trabajo sucio para ellos? ¿Confías en esos viles y despreciables bastardos?
Estaba ya algo histérico y en sus labios se veía un poco de saliva.
–¿Vas a sufrir por ellos? ¿Por esos americanos, esos estúpidos norteamericanos que quieren deciros cómo habéis de regir el mundo y bombardean a mujeres y niños alemanes inocentes y matan millares de ellos cada día? ¿Sufrirás por ellos? ¿Dónde está el microfilme?
La última palabra llegó en un rugido, y la mirada de respuesta de sus ojos le dijo a Strómelburg lo que quería saber, dónde se encontraba el microfilme.
–No puedo decirle eso –murmuró.
Y luego añadió, demasiado tarde.
–No hay ninguno.
Stromelburg comenzó a pasear en una corta línea por delante de la silla de la mujer, más calmado ahora.
–Denise o Catherine, de la forma en que desees que te llamen, todos hablan al final. Todos cuantos se han sentado en esa silla en que te encuentras ahora me han contado lo que deseaba saber. Todos. El único problema es cuándo. ¿Me lo dirás ahora o esperarás a que te arrastren al mismo borde del infierno para decírmelo? ¿Cuando te arranquen las uñas una a una?
Se detuvo y contempló su angustiada e impotente desnudez, exhibida ante él.
–¡No seas estúpida!
Catherine meneó la cabeza, tanto para ocultar las lágrimas que comenzaban a manar de sus ojos como para replicar:
–No puedo, no puedo… –susurró.
El hombre se lanzó hacia delante y dirigió una mano a su cara. La mujer se echó hacia atrás. Pero no la alcanzó. Le sujetó su largo cabello rubio con firmeza pero sin brutalidad.
–¡Este maravilloso cabello!
Suspiró. Su otra mano se aproximó también a su cara y la pasó por sus elevados pómulos.
–Este bello rostro, el rostro de una Madonna, tus ojos, tus labios. ¿Me dejarás destruir todo esto? ¿Y por qué? Por nada, para decírmelo de todos modos.
Se levantó a medias y miró su desnuda figura.
–Ese estupendo cuerpo, esos bellos pechos. Piensa en el hombre que lo ama, a quien amas. ¿Cómo lo acariciará y se alegrará con ello cuando todo se convierta en un saco de viejos y rotos huesos, cuando te lo desfiguren y mutilen?
Hizo una pausa y luego le rugió una furiosa pregunta:
–¿Lo hará?
Todo cuanto Catherine pudo hacer fue inclinar la cabeza, por lo que no pudo ver sus aterrorizados ojos. Pensó en Paul, pero se negó a musitar ni una palabra, temerosa de que su voz traicionase su miedo.
Stromelburg se incorporó por completo. La mujer gimió para sí y se dijo: «Sé fuerte. Está a punto de empezar.»
Los secuaces atravesaron la estancia, cogieron un objeto de la repisa de la chimenea y volvieron junto a ella.
–Mira –le ordenó.
Sostenía un jarro, aquel mismo jarrón que había exhibido ante el doctor tan orgullosamente unas semanas antes.
–Porcelana de Sévres del siglo
XVIII
.
Comenzó casi a acariciar el jarrón como un padre lo haría con su hijo recién nacido.
–Qué ágil armonía de color, de formas, de diseño… ¿Cuándo pudo alguien producir obras de tal belleza?
Los dedos se deslizaron por el bulboso pie del jarrón.
–Mira este rico color azul oscuro, el azul real de Sévres, un color que nadie ha sido capaz nunca de imitar.
Catherine seguía sus palabras en una especie de trance. Su voz se había hecho baja, casi tierna, y un pensamiento muy extraño la asaltó: este hombre que hacía segundos la amenazaba con desgarramientos y mutilaciones, realmente sentía lo que decía; se hallaba genuinamente conmovido por aquel objeto, que tan reverentemente sostenía en la mano.
–Este jarrón es único –murmuró Strómelburg–, absolutamente único. Su belleza no tiene precio, es irremplazable. Una vez destruido, nunca más podrá crearse de nuevo. Su sublime belleza, su unicidad, su habilidad para inspirar reverencia, se habrá desvanecido para siempre…
Sostenía el jarrón para que su irradiación fuese plenamente captada por el brillo luminoso de la araña.
–La belleza de una mujer es igual que la belleza de este jarrón: evanescente, tan tierna y frágil como la porcelana. La belleza de una mujer, de una verdadera mujer hermosa como tú, puede movernos, inspirarnos, mandarnos con su presencia.
Su voz se hizo de una intensidad tan seductora, que parecía estar tratando de seducirla, lo cual, en cierto sentido, era verdad.
–Pero si esa belleza desaparece, esa mística especial de la mujer desaparece también con ella. Nunca más entrará en una estancia y atraerá la atención de todos con su presencia. Nunca más poseerá ese misterioso poder de llamar nuestra atención, de que le brindemos reverencia e inspiración.
Hizo una pausa, estudiando primero a Catherine y luego al jarrón.
–¡Por favor! – su voz se había convertido ya en un susurro–, no me fuerces a destruir el jarrón irremplazable de tu belleza. No desperdicies esa auténtica bendición de Dios, por un sentido del deber mal entendido, por ese puñado de cínicos ingleses que te han enviado aquí. Te lo ruego, Denise, te lo suplico, no me fuerces a tener que emplear esas técnicas que tanto desprecio.
Sus ojos se dirigieron a sus hombres, aún apoyados contra la pared del despacho.
–No me hagas dirigirlos contra ti. ¿Qué ibas a sabotear?
La mujer comenzó a decir algo, pero luego sofocó sus palabras.
–No… –susurró, sacudiendo la cabeza.
–¡Dímelo!
Su voz reflejó una ira repentina. Catherine lo miró. Su rostro había enrojecido de cólera y de frustración, y una vena en su cuello comenzó a abultarse levemente.
–¡Dímelo! – le ordenó.
De nuevo la mujer meneó la cabeza.
–No puedo –musitó.
El jarrón se hallaba ahora aferrado en una mano alzada por encima de la cabeza de Stromelburg.
–Dímelo… Maldita sea… ¡Dímelo…! – rugió.
Catherine no sabía qué hacer. Se hallaba profunda e impotentemente atrapada.
–No puedo… Ya lo sabe… –murmuró.
–¡Dímelo!
La estancia pareció temblar con el impacto de su rugido.
–No.
Su brazo cayó. Arrojó el precioso jarrón de Sévres a sus pies con toda su fuerza, rompiéndolo en una serie de fragmentos contra el suelo y contra sus huesos, lacerando su desnuda carne.
–Lleváosla –les dijo–. Llamadme cuando esté dispuesta a hablar.
Salió del despacho, con el primer grito vibrante de Catherine taladrándole los oídos.
En las afueras de París, en el magnífico palacio de Saint-Germain-Laye, en el que Luis XIV había nacido, un viejo y cansado hombre estudiaba el gran mapa de la zona costera francesa que adornaba la pared de su sala de operaciones. Para Hitler, al que despreciaba, y para su subordinado Rommel, del que se mofaba, el mariscal de campo Von Rundstedt era un cansado y débil general de sillón, un hombre que prefería cuidar las rosas de su jardín y los deleites culinarios del «Coq Hardit» a los rigores de la guerra. Por cansado que pudiese encontrarse, se hallaba meditando en silencio ante un mapa, discerniendo lo que los otros no verían: que a pesar de sus propias predicciones de que desembarcarían en el Pas de Calais, los aliados iban a efectuar un asalto marítimo a gran escala entre los ríos Vire y Orne. ¿Sería ésta la auténtica zona de desembarco? ¿Iban los aliados, como Hitler había predicho en Berchtesgaden, a despejar las preferencias de Churchill respecto a un choque indirecto? ¿O se trataba todo de un masivo engaño para que hiciese algo que no debería hacer si deseaba derrotar a los aliados: desparramar sus fuerzas para que le hiciesen picadillo?
Por el momento aquello no importaba. El ataque iba a ser un asalto realmente sustancial, y lo importante era detenerlo en su mismo inicio. A las 4.15, mientras la primera barcaza de asalto comenzaba a luchar en dirección de la orilla, a través de unos mares azotados por vientos de fuerza 5, Von Rundstedt tomó la primera decisión crítica de los alemanes en el día. Ordenó a su Duodécima División Panzer SS «Juventudes hitlerianas», estacionada entre París y Caen y a la Panzer Leh, entre Caen y Chartres, que se dirigieran inmediatamente hacia Normandía. Se verían protegidas del ataque aéreo aliado en su avance hacia el mar por la niebla que se elevaría del terreno al amanecer en los campos normandos. Y una vez se hubiesen acercado a las playas, donde los pilotos aliados y los artilleros navales serían incapaces de distinguir entre amigos y adversarios, junto con la Vigésimo primera Panzer ya
in situ
, repelerían el ataque en el mismo borde del agua.
El problema era que esas Divisiones no se encontraban al mando de Von Rundstedt. Formaban parte de la reserva central del OKW de Hitler. Sin embargo, con la arrogancia típica del hombre de su casta, Von Rundstedt ordenó que las Divisiones avanzaran primero y luego informó al cuartel general de Hitler de lo que había hecho.
El camarero delegado por el comedor de oficiales de la Avenue Foch para atender a Hans Dieter Strómelburg, alisó meticulosamente un mantel de lino en la mesa de caballete del lecho del
Obersturmbannführer
. De una bandeja sacó un pesado servicio de plata del Tercer Imperio. Strómelburg, que pretendía no oír los apagados gritos que procedían del interior de su despacho, siguió el ballet ritual del camarero. Tenía mucho apetito. Estaba ya cerca el alba del martes 6 de junio, y en la excitación del día, simplemente, se había olvidado de comer.
Un segundo camarero colocó sobre la mesa un plato cubierto con una tapadera de plata y descorchó una botella del burdeos de la Gestapo. Con un gesto ceremonioso, el camarero apartó la argentada tapadera que conservaba el calor del plato de Strómelburg, para revelar un
wienerschnitzel
y una generosa guarnición de patatas hervidas y col. Strómelburg se encontraba a mitad de su comida, cuando el doctor apareció en el umbral, agitando varios impresos de cablegramas.
Resultaron gratificantes de leer. Una importante operación militar aliada, casi ciertamente la invasión, estaba en marcha, y gracias al doctor y a su juego de radio, las fuerzas alemanas habían sido alertadas para hacerle frente. Sin embargo, una cosa le intrigaba aún: OB Oeste informó de lanzamientos de paracaidistas en una amplia faja entre Normandía y Deauville, hasta las afueras de Cherburgo, y una fuerte concentración de buques enemigos en la bahía del Sena. Si Normandía debía ser el foco del desembarco enemigo, ¿por qué perdía el tiempo con aquella Pradier y su plan de sabotaje en Calais? Strómelburg se encogió de hombros. Catherine era la única persona que podía responderle a aquella pregunta. Devolvió los documentos a su ayudante.
–Será condecorado por lo que ha logrado esta noche, doctor.
Mientras Strómelburg pronunciaba aquellas palabras, un alarido femenino de desesperación y de agonía alzó ecos desde el vestíbulo. El rostro rollizo del doctor, que ya estaba consumido y blanco a causa de la falta de sueño, palideció aún más. Strómelburg, según sabía perfectamente, recibía tan bien las críticas de sus subordinados como a un gato le gusta que le bañen. Sin embargo, el doctor, por primera vez en su vida, se había convertido en un héroe, en un auténtico héroe. Y saber eso envalentona al más bondadoso de los hombres.
–¿Cómo puede estar aquí comiendo tan tranquilo cuando esa mujer sufre de ese modo? – le preguntó.
Durante un instante, el rostro de Stromelburg se volvió hosco, como en una advertencia de que, tal vez, podría hacer sufrir al doctor por semejante insubordinación. Pero luego, con un encogimiento de hombros, dejó pasar por alto aquella observación.
–No nos ha dejado la menor elección.
–La tortura es algo salvaje. Nos reduce al nivel de los animales.
Stromelburg se bebió su vino, saboreando agradecido su calorcillo. Si el doctor bebiese, le habría ofrecido un vaso. Tal vez esto suavizase su atormentada conciencia.
–No crea que disfruto ordenando que torturen a los prisioneros, doctor. No es así. El interrogatorio intensivo –tal era el eufemismo que la RSHA empleaba para describir su salvajismo– es un medio poco agradable, pero en extremo efectivo, de alentar a un prisionero para que hable. No me atormento con esas nociones burguesas acerca de la moralidad.
Hizo un ligero ademán con la cabeza como para espantar un mosquito que zumbase encima de él.
–Además… –se percibió aquí un deje de cólera en su voz–, si tenemos que discutir acerca de la moralidad de las cosas, doctor, ¿quién es más inmoral? ¿El inglés que la ha enviado aquí, en primer lugar como saboteadora, sabiendo muy bien lo que le sucedería si la atrapaban? ¿O nosotros, que tratamos de conseguir información de ella que pueda ayudar a Alemania a ganar esta guerra? Es una guerra por la que combatimos, y en la guerra, doctor, sólo existe una moralidad: la del vencedor.
Stromelburg se puso en pie y con un ademán asqueado se quitó unas cuantas migas de encima de su chaqueta. Se tomó un sorbo final de vino y se limpió los labios con la servilleta. El doctor comprendió que no resultaba prudente proseguir aquella conversación, sin importar lo frescos e impresionantes que fuesen los laureles de héroes que en aquel momento coronasen su frente. El doctor hizo una leve inclinación con la cabeza y se retiró.
–Manténgame informado de los acontecimientos en el frente –le dijo Stromelburg a sus espaldas mientras se alejaba.
Luego echó a andar hacia su despacho y su última víctima.
Sus torturadores habían obligado a Catherine a ponerse encima de una gruesa guía de teléfonos de París. Luego pasaron una cuerda en un gancho de hierro, por uno de sus extremos, al ojal del que estaba suspendida la lámpara de araña del techo. Sus esposas habían sido introducidas por la cadena hasta que sus pies tocaron apenas en la cubierta de cartoné de la guía de teléfonos. De forma alternativa, comenzaron a trabajarla, empleando primero los puños, luego el canto de las manos y más tarde unas tiras de cuero en las que se hallaban fijados unos clavos metálicos.