–Necesito que se haga descarrilar un tren. Hoy.
Ajax trató, sin demasiado éxito, de reprimir cualquier vestigio del júbilo que la frenética petición de Paul le provocara.
–Se trata del 4126 que llegará a Lila esta noche.
–Paul –replicó Ajax–. En primer lugar, no se va por ahí ordenando descarrilamientos de la forma en que se pide una cerveza en la terraza de un café. Y, en segundo lugar, los descarrilamientos a pleno día pueden ser peligrosos. Y, en tercer lugar, hacemos descarrilar trenes de mercancías y de tropas, pero no trenes de pasajeros. Lo que buscamos no es matar a los propios compatriotas.
–Sé todo eso, pero es desesperadamente importante.
–¿Por qué?
–Una agente del SOE va a bordo de ese tren. Se encuentra camino de Calais. La Gestapo la persigue. Desean detenerla. Lo harán en Calais. Su única esperanza de escapar de ellos consiste en aprovechar la confusión que sigue a un descarrilamiento.
Ajax pensó cuidadosamente en las palabras pronunciadas por Paul. «Paul –pensó–, ¿sabes todo esto? ¿Desde cuándo la Gestapo te hace partícipe de sus secretos?»
–¿Y por qué es tan importante esa agente? – preguntó.
–No lo sé. Todo cuanto sé es que Cavendish me contó que su misión resultaba vital –mintió Paul–. Y he comprendido que ha sido Strómelburg en persona el que ha ordenado a la Gestapo que la detenga.
Ajax contempló a Paul con sus curtidos ojos.
«¿Así que Strómelburg, eh? ¿Y cómo has podido conseguir esa pieza vital de información?»
–No me concedes mucho tiempo. – Lo sé –replicó Paul.
–No puedo prometerte nada. ¿Dónde estarás mañana? – Tengo un vuelo esta noche. – ¿Y cuándo regresarás? – Mañana por la tarde.
Ajax recogió su periódico y se puso en pie para marcharse. – Llámame en cuanto regreses –le dijo–. Te haré saber lo que haya sucedido.
Catherine sugirió con la mayor timidez a sus compañeros de compartimiento que se encontraba embarazada y que se sentía ligeramente indispuesta. La recia mujer de mediana edad que estaba a su lado hizo levantarse a su marido, para que Catherine ocupase su puesto al lado de la ventanilla y luego, diligentemente, le ordenó que la abriese para que Catherine disfrutase de un poco de aire.
La agente trató de seguir con la vista aquel húmedo paisaje que cruzaba ante ella con la mayor despreocupación posible. Dado que no tenía la menor idea del lugar en que ocurriría el descarrilamiento, le resultaba imposible prepararse mentalmente para su huida. La mayor parte del paisaje que cruzaban era abierto, tierras de cultivo. Musitó una silenciosa súplica para que el descarrilamiento no tuviese lugar en una zona así. Al correr por campo abierto se hallaría tan expuesta al fuego de la Gestapo como un conejo perseguido ante la escopeta de un cazador.
Poco antes de las seis el tren se detuvo en la estación de Hénin-Beaumont.
–¿Cuánto falta para Lila? – le preguntó a su solícita vecina.
–Unos veinte minutos –replicó la mujer.
Aquéllos fueron los veinte minutos más largos de la vida de Catherine. Estaba allí sentada, mirando por la ventanilla, con los músculos en tensión, con los pies afirmados para resistir el choque del descarrilamiento, revisando constantemente el paisaje que cruzaba ante ella, en busca de cualquier camino hacia la salvación que pudiese ofrecerle.
Al cabo de diez minutos nada había pasado. Comenzó a hacer la cuenta atrás de los minutos. El campo dio paso a una serie de pueblos y luego a los suburbios de Lila. Se dejó caer contra su asiento. Pasaban ante las chimeneas de las afueras industriales de Lila. No se iba a producir ningún descarrilamiento. Estaba atrapada. Y Paul, su amado Paul, era seguramente un prisionero de la Gestapo en París, al igual que la impotente figura que había visto sacar de su apartamento en medio de la noche aquella primera vez en que durmieran juntos.
Como había hecho cada noche desde que recibiera los mensajes de «alerta», cada una de las quince redes del SOE, representadas ante Londres por el doctor, éste se hallaba en su sitio ante la radio «Grundig», con el bloc de notas y los lápices preparados, mucho antes de que la «BBC» radiase su boletín de noticias de la noche. Afuera, la Avenue Foch se hallaba desierta, sus calzadas resbaladizas a causa de la lluvia y los cielos por encima de su cabeza aún aparecían cubiertos de nubes. El doctor no era un hombre militar pero, sin embargo, podía sentir lo improbable que resultaba que los aliados desembarcasen con un tiempo semejante.
Ante el anuncio de que iban a comenzar los
messages personnels
, el doctor se puso tenso. Cuando comprendió que ninguna de sus primeras frases se refería a las radios que interpretaba para el SOE, se relajó y encendió un cigarrillo. Temblaba cuando aquella lúgubre voz, que al doctor le parecía la de un empresario de pompas fúnebres dando instrucciones en un funeral, comenzó a entonar:
–«La lámpara verde está rota…»
Era uno de los suyos.
Segundos después el doctor palideció.
«Dios mío –pensó–, otra… ¿Es posible?
–«Alphonse abraza a Camille…»
«Eso es, eso es –pensó el doctor–, otra…»
Mientras permanecía allí conmocionado y atemorizado, el resto de los quince mensajes siguió goteando. Al comprobarlos uno a uno en su bloc de notas, sus dedos temblaban de excitación. Le parecía sentir el cálido aliento de la Historia en el cuello. Él, un estudioso, un antinazi, una especie de «Buen Soldado Schweik», incapaz de distinguir su pie derecho del izquierdo en un desfile, había penetrado el secreto de la invasión aliada. Después de todos aquellos largos meses de prueba pasados solo en su despacho, viviendo de café, cigarrillos y bocadillos, jugando su mortífera partida de ajedrez con un enemigo sin rostro de Londres, había alcanzado la culminación que jamás se atreviera a soñar. El SOE de Londres dejaba en su regazo su más precioso secreto. Él, un maestro de escuela desconocido, estaba a punto de entrar en las páginas de la Historia como el improbable salvador del Tercer Reich.
Cuando el locutor leyó su último mensaje, y las majestuosas cadencias de la
Quinta sinfonía
de Beethoven salieron una vez más de su «Grundig», saltó de su silla y subió corriendo las escaleras hacia el despacho de Stromelburg.
–¡Los mensajes de acción! – gritó–. ¡Al fin están aquí, todos ellos! Los aliados desembarcarán mañana…
La lluvia arreció cuando se acercaron a la costa del canal. Lo mismo le ocurrió con la depresión que aferraba a Catherine. El tren Lila-Calais, que había abordado en una especie de atontado trance después del fracaso de los hombres de Paul para descarrilar su primer tren de París a Lila, iba abarrotado. Todos los compartimientos aparecían llenos y los pasillos estaban atestados de unos desesperadamente cansados pasajeros, algunos tan agotados que conseguían adormilarse entre los traqueteos y vaivenes del avance del tren. Las ventanillas estaban cerradas y una niebla húmeda y maloliente parecía alzarse de los cuerpos encajados unos con otros en el vagón de tren, una acre mezcla de respiraciones agrias, sudor rancio y pies sucios.
La mitad de los pasajeros eran soldados alemanes, marinos y aviadores. «No podrías abrirte camino en este tren ni siquiera con una metralleta Sten», pensó Catherine. Y no tenía ni un alfiler… Y no sólo eso, sino que tampoco podía moverse de su compartimiento para comprobar si la seguían o no los hombres que Paul había indicado que les acompañaron hasta París. Todo cuanto cabía hacer era permanecer sentada y tratar de pensar en cómo escapar de su vigilancia al llegar a Calais. Sería casi de noche cuando lo hicieran. La estación era siempre un manicomio a la llegada del tren nocturno. Debía confiar en que con la muchedumbre y la oscuridad, pudiese deslizarse sin que la vieran. ¿Pero, adonde iría? Deberían conocer ya su antiguo apartamento. Ni tampoco quería llevarles hasta Aristide. ¿Adonde?
«La lavandera –pensó–, la lavandera, en Sangatte, cuyo lugar ocupé en la Batería.» Iría a solicitar su ayuda. De repente, en la puerta apareció un
Feldgendarm
, con su gran placa metálica tintineando en su pecho. ¿Habría venido en su busca? ¿Era eso?
Pero no. Su único interés consistió en comprobar los paquetes de sus compañeros de compartimiento. Cuan hoscos y hostiles parecían, alzando con desgana sus patéticos bultos del mercado negro, llenos de tomates o patatas, para que los bien alimentados dedos del alemán los inspeccionasen. Los
Feldgendarmen
arrestarían a algún pasajero por llevar un pollo muerto. A fin de cuentas, esos tesoros estaban previstos para los ciudadanos del Reich, y no para los de sus Estados vasallos. Sin embargo, la fatiga y la indiferencia parecían haber mitigado su rudeza marcial. Tras unas cuantas miradas negligentes, cerró la puerta corredera del compartimiento y siguió su avance por el tren.
Unos minutos después, Catherine escuchó el crujido metálico de los frenos del tren, que comenzaban a aferrarse a la vía y sintió cómo sus ruedas frenaban. Estaban llegando. Se forzó a controlar su respiración a base de pequeños alientos, para mitigar su creciente miedo. Se quitó la chaqueta y se la puso al brazo. La chaqueta era negra y la blusa azul. Tal vez en la multitudinaria estación este cambio confundiese momentáneamente a alguien que deseaba atraparla.
Trató lo mejor que pudo de perderse en la protectora cobertura de una oleada de pasajeros que se bajaban del tren, insertándose tan cerca como se atrevió entre una fuerte mujer con vestiduras de viuda y las manos llenas de bultos, y un hombre solo con un abrigo tan largo que, por un segundo, estuvo tentada de pedirle que le permitiera pasárselo por los hombros.
El consejo de Paul de saltar a otro andén parecía una locura. En la estación sólo se hallaba su tren, y las salidas de los andenes enfrente de ellos, según sabía, no llevaban a ninguna parte, excepto otra vez a la sala central de la estación. Sólo le quedaba una esperanza. Y era perderse de algún modo entre la multitud, lo suficiente como para pasar el control de billetes, cruzar la sala central y meterse en las calles oscurecidas. Entonces tendría dos elecciones claras. Podía seguir por la izquierda, hacia el puente del canal, que llevaba a los estrechos y atestados callejones de la parte antigua de la ciudad, o bien seguir recto a través del abierto y expuesto Pare Saint-Pierre, y luego por la Rué Aristide Briand. Y ninguna de ellas resultaba una alternativa atractiva.
Al llegar donde estaba el que recogía los billetes en el extremo del andén, Catherine maldijo aquella costumbre de pedir los billetes a los pasajeros al acabar el viaje. Mientras su grupo se arrastraba lentamente hacia aquel embudo, tuvo un casi irresistible deseo de mirar hacia atrás, para ver si podía localizar alguna de las caras que Paul le había enseñado, para descubrir si era seguida. Pero naturalmente, no lo hizo. De haberlo hecho, hubiera constituido una advertencia para cualquiera que la siguiese respecto de que sospechaba. Existía la posibilidad de que sus perseguidores se confiasen demasiado y dejasen algún cabo suelto.
Finalmente, pudo pasar el control de billetes sin ser molestada. Una vez más, trató de introducirse en un grupo de gente que avanzaba por la estación. Con el rabillo del ojo vio a Pierrot que la aguardaba. Éste avanzó hacia Catherine, pero la chica se dio la vuelta. Si se encontraban allí, tampoco debía comprometerle a él.
Pierrot comprendió inmediatamente el significado de su ademán. Se retiró hacia la multitud y observó el flujo de los pasajeros detrás de ella. Sus experimentados ojos los localizaron en seguida. Eran cinco.
Milice
francesa o Gestapo, siguiéndola de cerca con despreocupada arrogancia. Les miró hasta que llegaron cerca de la puerta. Dos hombres de la Gestapo, casi seguramente alemanes, con sus chaquetones que les llegaban hasta las rodillas y sombreros de fieltro salieron de las sombras. Uno de los agentes franceses de la Gestapo hizo un gesto hacia la ahora rápida figura de Catherine.
Se encontraba ya casi en la puerta de la estación. Una misericorde oscuridad, aún con mayor negrura a causa de las nubes de por encima de sus cabezas, se había apoderado de la ciudad. Al salir a la calle, decidió encaminarse en seguida al Pare Saint-Pierre. Se alejó con rapidez de la puerta, pasó ante una carretilla de equipajes y alcanzó uno de los extremos de la estación. Allí debería doblar a la derecha y, si le era posible, echar a correr.
Fue en el momento de pasar ante la carretilla llena de maletas, cuando sintió unos dedos que la sujetaban por los antebrazos y una rápida aplicación de fuerza que la elevaba y la impulsaba hacia delante.
Gritó. Dos hombres, uno de ellos con un sombrero de alas caídas y el otro destocado, se la llevaron hacia un «Citroen» negro que aguardaba.
–
Deutsche Polizei
–siseó uno.
El otro la miró maliciosamente, mientras sus ojos, debajo del reborde de su sombrero, se burlaban de su miedo.
–So –le dijo–,
wir haben unseren kleinen Schatz geschnappt…
(Hemos cogido a nuestro tesorito.)
El destino del precioso paquete del doctor con su contenido de información militar era una casa francesa de dos pisos en la Rué Alexandre Dumas, en el suburbio parisiense de Bourgival. El edificio albergaba al Estado Mayor del coronel Wilhelm Meyer-Detring, oficial de Inteligencia del mariscal de campo Gerd von Rundstedt. Meyer-Detring no estaba en París aquella noche. Disfrutaba de un permiso en Berlín. El simple hecho de que Meyer-Detring hubiese seguido adelante con su permiso después de la primera ronda de mensajes de «alerta» de invasión radiados el 1 de junio, resultaba una indicación de la poca importancia que él y su Estado Mayor concedían a toda la noción de los mensajes de «alerta» y «acción» que eran los heraldos de la invasión radiados por la «BBC».
El oficial de servicio aquella noche era un joven teniente llamado Kurt Heilmann. A las 9.20, mientras la motocicleta que llevaba la prodigiosa cosecha de un año de juego de radio de la Gestapo se encontraba aún a varios kilómetros de la Rué Alexandre Dumas, Heilmann recibió una urgente llamada telefónica del puesto de Reconocimiento de Comunicaciones del Quinto Ejército en Turcoing, al norte de Lila. La «BBC», según le informó Tourcoing, acababa de radiar el segundo verso del pareado de Verlaine:
Blessent mon cazur d'une langueur monotone
. Se trataba de la segunda mitad del mensaje de alerta/acción enviado originariamente a Francia por el SOE en el verano de 1943, como parte del plan de engaño de 1943
Starkey
. Luego, a través de una extraordinaria pifia del SOE, fue enviado de nuevo a Francia, en la primavera de 1944, como frase en clave para la auténtica invasión.