Heilmann lo llevó inmediatamente al oficial de operaciones de Von Rundstedt, el general Bodo Zimmermann. Éste encontró todo el asunto casi cómico. Todo cuanto tenía que hacer para comprobar que los aliados no desembarcarían durante la noche era asomarse a la ventana. Una invasión con semejante tiempo resultaba imposible. El mensaje era claramente otro aspecto de la guerra psicológica que estaban llevando a cabo los aliados para agotar a las fuerzas de Von Rundstedt con una enervante e inacabable serie de alertas. Aquélla no era una trampa en la que Zimmermann fuese a caer. Además, le recordó a Heilmann, los aliados no iban a ser tan atentos como para informar de su llegada a la Wehrmacht a través de la «BBC», y ciertamente no gracias a una frase en clave que ya había circulado por el interior de Europa durante más de ocho meses. Juntos, Zimmermann y Heilmann prepararon un breve mensaje para informar a Berlín y a los mandos subordinados de Von Rundstedt de la interceptación de Verlaine y su probable interpretación. Hacía notar que aquella frase en clave era ya conocida del Mando alemán desde octubre de 1943, y daba de lado la noción de que «la próxima invasión fuese anunciada por la radio». Su mensaje en aquella noche tormentosa fue una invitación para que los comandantes de Von Rundstedt a lo largo de la costa de invasión hiciesen exactamente lo que ya iban a hacer al recibirlo: nada.
Pierrot llamó con suavidad a la puerta del apartamento de Aristide. Jadeaba tanto de miedo como del esfuerzo de su rápida carrera desde la estación ferroviaria de Calais.
–¡La Gestapo ha arrestado a Denise! – le dijo en cuanto Aristide, asombrado y perturbado por la visita inesperada, hubo abierto y cerrado la puerta detrás de él–. Debemos irnos lo más de prisa que podamos…
Aristide le señaló una de sus sillas de madera disponibles. Su mujer apareció en la puerta de la cocina, frotándose nerviosamente las manos en un gastado trapo de cocina, como una vecina que escuchase por encima de la valla de un patio trasero cómo un par de amigos se contaban una y otra vez mutuamente sus miserias.
Pierrot describió con detalle cómo los hombres de la Gestapo habían seguido a Denise fuera del tren y cómo se la señalaron a sus confederados que aguardaban en la puerta de la estación. En cuanto el coche salió a toda velocidad, entrevieron su matrícula. Era de la Gestapo de la Rué Terremonde, en Lila.
–Obviamente tenía miedo de que la siguiesen y no deseaba encaminarlos hacia ti. Debemos darle las gracias por ello –observó Aristide cuando su delegado hubo acabado.
–Y cómo… –se mostró de acuerdo Pierrot, comenzando a medir lo cerca que había estado de su propia detención por parte de la Gestapo.
–La pregunta es: ¿cómo, dónde y por qué la han arrestado? ¿Los viste en el tren?
–Vi a dos de ellos pasar el control de billetes.
–Por lo tanto, la habían seguido, por lo menos, desde Lila. ¿Pero, cómo iban a detenerla a menos que alguien se lo indicase? Alguien la vendió a la Gestapo entre el momento en que llegó anoche y cuando alcanzó Lila. ¿Y quién lo habrá hecho?
–Tal vez le sucediese algo en París –sugirió Pierrot.
Aristide se apoyó contra la pared y comenzó a aplicar los recursos de su mente de filósofo a aquel problema.
–Sabemos por el cable de Cavendish que llegó anoche. Lo que significa que salió de Sarthe o del Loira esta mañana. Si se ha presentado aquí esta noche, no tuvo realmente tiempo para establecer ninguna clase de contactos en París, ¿no te parece? Por lo tanto, las únicas personas con las que ha estado en contacto han sido los de Operaciones Aéreas, los que recibieron su «Lysander».
Aristide cerró los ojos y buscó en su mente el archivo de tarjetas de rostros. Se encontraba en un prado iluminado por la luna al sur de Tours, regresando a Francia en un «Lysander» con Ajax, el agente del SOE que le había proporcionado los fusibles «Siemens» que Denise insertara en el panel de control de la «Batería Lindemann». El hombre cuyo rostro buscaba era alto, con un ondulado cabello castaño y un toque de elegancia. «Ten cuidado con él –le había prevenido Ajax mientras salían del campo. Ese hombre mantiene contactos con la Gestapo.»
Abrió los ojos y se quedó mirando a Pierrot.
–Ya sé quién la ha vendido –le dijo–. Fue un tipo llamado Paul. Dirige las operaciones del «Lysander».
Poco después de que el teniente Heilmann regresase a su despacho en la Rué Alexandre Dumas, en Bourgival, le fue entregado el informe detallado de la interceptación de los mensajes de «acción». Quince diferentes mensajes de «acción» a quince redes distintas de Resistencia: se trataba de una cosecha que haría a cualquier analista de Inteligencia reflexionar muy cuidadosamente, y Heilmann era un hombre joven pero muy meticuloso.
Sin embargo, la decisión respecto de lo que había que hacer con la información del doctor no le correspondía a él. El análisis del verso de Verlaine se encontraba bajo la autoridad del mando de Von Rundstedt. Y a los altos comandantes no les gusta verse considerados como camaleones por sus subordinados, cambiando constantemente de opinión. Un gran comandante, habría decretado Bismarck, permanece siempre sobre la roca de sus convicciones.
Por lo tanto, Heilmann transmitió el contenido del despacho de la Gestapo al oficial de operaciones de Von Rundstedt, Bodo Zimmerman. Al igual que la mayoría de los oficiales profesionales de la Wehrmacht, Zimmerman sólo dedicaba una refunfuñadora mirada respecto de la Inteligencia de la Abwehr y ninguna en absoluto con relación a la Inteligencia emanada del RSHA de Himmler. Ya había decidido no alertar a sus cansadas tropas a causa del pareado de Verlaine. Seguía lloviendo. Sólo Von Rundstedt tenía autoridad para ordenar una alerta general basándose en los mensajes de la «BBC». El viejo mariscal de campo se había ido a la cama con un libro policíaco inglés, tras una cena solitaria, y con la mejor parte de una botella de burdeos. Zimmerman se propuso no despertarle a causa del galimatías de un oficial menor de la Gestapo. Con toda aquella noción caballeresca, el golpe más importante de la Inteligencia alemana en la Segunda Guerra Mundial fue dejado de lado, por carecer del valor suficiente para someterlo a la consideración del comandante de las fuerzas alemanas en el Oeste.
René, el barman del «Café Sporting», en la Rué de Béthune, en Lila, estaba ya cerrando para la noche cuando Aristide irrumpió por la puerta. Se hallaba sin respiración, a causa de la carrera hasta el bar desde la estación de ferrocarril de Lila.
–
Une demie…
(Una caña) –pidió jadeante.
El camarero se lo quedó mirando. A la escasa iluminación del tiempo de guerra del establecimiento, era sólo una figura en sombras, un frágil desconocido con barba que buscaba algo que no era característico de los camareros franceses: indulgencia.
–¿No se ha enterado de lo que es el toque de queda? – le ladró René.
Mientras hablaba, comenzó a salir de detrás de la barra dispuesto a ayudar a su cliente no deseado a salir a la noche, si insistía en saciar su sed en contra de las reglamentaciones del toque de queda.
Al aproximarse a Aristide, reconoció sus rasgos. A fin de cuentas, Aristide era la única persona que había empleado los servicios especiales que Strómelburg le encargara a René llevar a cabo, tras ponerle en aquel bar.
–Eres tú –le reconoció–. ¿Recibiste el mensaje?
Aristide asintió. René se lo quedó mirando con atención. Parecía cansado y ojeroso. Sirvió una cerveza y la deslizó por encima de la barra. Luego alargó la mano al armario secreto en donde el anterior propietario del «Café Sporting» guardaba sus existencias privadas de licor y sacó una botella de coñac. Llenó a medias una copa panzuda con aquel licor ambarino.
–Parece como si necesitases esto –le dijo, ofreciéndosela a Aristide.
Aristide se bebió la mitad de su cerveza y a continuación un buen trago de coñac.
–Mira, René, tengo algo urgente para Londres. ¿Hay alguna oportunidad de que lo hagas salir esta noche?
El camarero se encogió de hombros. «Nunca seas preciso –le había dicho Strómelburg–; no te comprometas, muéstrate evasivo en tus respuestas.»
–No lo sé –replicó–. Puedo intentarlo. Pero no te prometo nada. ¿Esperas respuesta?
–Eso es lo que necesito… Y en seguida.
–¿Quieres que te llame al mismo sitio de Calais?
Calais, según se le ocurrió a Aristide, no era un lugar donde estuviese particularmente ansioso de pasar su tiempo durante el siguiente par de días, por lo menos después de que la Gestapo realizase una incursión en su apartamento y averiguase que él y su mujer habían huido. Y si Londres le daba la respuesta que esperaba, debería dirigirse a París.
–No –replicó–. Yo mismo pasaré a recogerlo.
–¿Dónde paras? – inquirió René–. Tendré un correo por ahí…
Aristide meneó la cabeza. Aquélla no era una respuesta que él diese a nadie.
–Volveré mañana.
Las esposas, apretadas más de lo necesario, cortaban las muñecas de Catherine Pradier cada vez que intentaba mover las manos para aliviar el hormigueo que sentía en los dedos. Estaba atada con las esposas a una silla en la oficina de la Gestapo de Lila, apenas a tres kilómetros de distancia del «Café Sporting», donde Aristide se acababa su bebida y se disponía a desaparecer en la noche.
Aunque el pensamiento no resultaba apropiado en sus circunstancias, pensó que era una especie de pequeña celebridad, sentada allí en una especie de antedespacho de la oficina del jefe de la Gestapo de Lila. Toda una serie de mujeres de apariencia ratonil con uniformes grises, había encontrado una excusa u otra para entrar en la oficina y echarle un vistazo con petulante deleite.
–
Terronstin
–había oído que se musitaban unas a otras–,
franzósische Terroristin
.
Media docena de sus colegas masculinos se habían unido al desfile, haciendo lo que a juzgar por las reacciones de sus dos capturadores, serían varias y ruidosamente lascivas observaciones acerca de ella en alemán.
En el instante de su arresto, una poderosa sensación de terror se había apoderado de ella, convirtiendo sus miembros en goma derretida. Luego, mientras la llevaban a Lila, el miedo se había visto reemplazado por una extraña y casi mágica calma. La tensión, la preocupación enervante y toda la incertidumbre de aquel día había desaparecido. «Se acabó –pensó–, todo ha terminado. Me han capturado.» El comprobar aquello había constituido un casi bienvenido alivio. A pesar del daño que le hacían sus sujetos brazos y su preocupación ante lo que la aguardaba, una curiosa y resignada lasitud se había apoderado de ella.
Uno de sus dos capturadores se levantó y comenzó a pasear por el cuarto.
–Será mejor que engrases la lengua, hermanita –le dijo, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia la cerrada puerta del despacho que se hallaba ante ella–. El tipo de ahí dentro aborrece tanto a las mujeres que se pone enfermo en cuanto las huele.
Se echó a reír ante su humor de sal gruesa.
–No debes desear pasar mucho tiempo hablando con él. Y él, ciertamente, tampoco querrá malgastar mucho de su tiempo hablando contigo.
Catherine miró atontada hacia delante, intentando ignorar sus palabras. La reputación del jefe de la Gestapo de Lila, un sádico homosexual, no necesitaba mayores evidencias. «Por lo menos –pensó para consolarse–, Pierrot habrá visto mi detención. Él y Aristide ya habrán desaparecido.» Si se daba el caso, podía con tranquilidad dar sus nombres y sus direcciones. «Resérvalos durante veinticuatro horas, si eres capturada –le habían dicho sus instructores del SOE–, para darles tiempo, y luego ve diciendo tan poco como te sea posible y tan lentamente como puedas.»
Aquellas instrucciones daban a los agentes capturados del SOE una finita medición de auxilio a la que aferrarse en la agonía de la tortura de la Gestapo, un momento más allá en que ya no tendrían que soportarla. En cierto sentido, era algo encaminado a derrotar a sus captores: resistir sus bestialidades durante veinticuatro horas y en ese caso serían ellos y no los de la Gestapo quienes habrían triunfado.
¿Pero, y si tenían algunos indicios de su misión? En ese caso, no habría un período finito de veinticuatro horas de agonía que resistir. Constituiría un calvario sin fin. Casi ensoñadoramente, miró hacia la borla de su zapato en la que estaba escondida su píldora «L». «¿Tendré –se preguntó– el valor de tomármela si se presenta la oportunidad?»
La puerta del despacho se abrió y un hombre de mediana edad, con un traje gris con chaleco salió por ella. Se la quedó mirando. Estuvo tentada de devolverle la mirada, de desafiarle con el silencio de sus ojos. Luego tuvo una idea mejor y apartó la vista.
–Ah, Mademoiselle –le anunció finalmente con un triste pequeño suspiro–. Había considerado por adelantado el placer de hablar con usted personalmente. Pero, desgraciadamente, una autoridad superior me ha negado ese placer. Han insistido en enviarla a París, a la Avenue Foch.
Hizo un movimiento blandengue con la muñeca.
–
Noblesse oblige
.
Luego se volvió a sus dos capturadores.
–Llevadla a París –les ladró.
A varios centenares de kilómetros de Lila, en su amado retiro alpino por encima de Berchtesgaden, Adolf Hitler había pasado una tranquila velada escuchando música con su amante, Eva Braun, y luego se fue a la cama con la ayuda de una poción para dormir. Había tenido un día tranquilo: una discusión acerca de camiones diesel, una conferencia sobre las exportaciones de volframio de Portugal, otro examen de sus heces y de sus perturbadas tripas. Sus subordinados en el cuartel general habían decidido no molestar su disfrute del
Lieder
de Schubert para decirle que se habían radiado más de una docena de mensajes de «alerta» de invasión a la Resistencia francesa por parte de la «BBC». Para ellos resultaba muy claro, así como para sus delegados a través del Muro del Atlántico, que no podría tener lugar una invasión con aquel tiempo tan malo afectando al canal. Al igual que Von Rundstedt, al igual que Rommel, Hitler se fue a la cama la víspera del 5 de junio totalmente ignorante del hecho de que la mayor Armada de todos los tiempos que cruzara las olas del planeta, se estaba acercando a las orillas de su
Festung Europa
.
Y, sin embargo, en aquellas aguas oscuras y azotadas por el viento de la bahía del Sena, los seis mil navios de la flota de invasión de Eisenhower estaban comenzando a ponerse en posición. Habían navegado en un mar tormentoso, con neblina y marejada gruesa. Sin embargo, en las primeras horas del martes, 6 de junio, habían llegado en formación y buen orden, a tiempo y en secuencia, exactamente a través de balizas «Dan» y submarinos en miniatura que indicaban rutas a través de los campos de minas hasta los amarraderos.