No le diría nada. Algunas cosas requieren, o demasiadas explicaciones, o ninguna en absoluto. Ésta sería mejor explicarla después de la guerra, en un despacho de Londres, cuando cualquier necesidad de aclaración hubiese pasado hacía mucho tiempo. En el colchón, Catherine se removió, sin querer despertarse por completo. Se levantó y se acercó a Paul en la ventana. Respiró el aire húmedo, saboreando su promesa de estío, sus olores a lavanda y a tomillo. Luego se volvió para abrazarle. En un principio soñoliento y juguetón, su beso se volvió de repente apasionado cuando le barrió la percepción de que dentro de unas horas se separarían de nuevo.
La respuesta de Paul fue rápida. La confianza puede encender la vitalidad de un hombre de forma tan intensa como la pasión. El saber que muy pronto estarían corriendo a través del campo, libres de los secuaces de Strómelburg, confirió a Paul el ardor que las preocupaciones le habían arrebatado unas horas antes. Cayeron encima del colchón y, de un modo exuberante, casi alegre, comenzaron a hacerse el amor. Cuando acabaron, Catherine yació contenta y permaneció allí escuchando la llamada de las aves matinales.
Paul la volvió en seguida a la realidad.
–Si algo nos sucede en nuestro trayecto hasta la estación, haz exactamente lo mismo que yo. Por el amor de Dios, no pierdas el tiempo haciéndome preguntas. Limítate a llevarlo a cabo.
«Ése es mi viejo Paul –pensó Catherine–, mi hosco aviador con sus botas de goma, sacándome como si fuese un saco de patatas.»
Su hosco aviador emprendió el camino hacia la puerta y hacia sus bicicletas. Mientras pedaleaba por la polvorienta pista en dirección a su empalme con la carretera principal, Paul escudriñó los bosques en busca de una señal de sus invisibles observadores. No vio a nadie.
La carretera principal trazaba un suave arco en una ligera ascensión para cruzar en seguida unos prados abiertos a ambos lados de la ruta. Al final de la recta se encontraba un camino que llevaba a una serie de bosques y tierras sin cultivar. Era allí donde se apartaría de la carretera. Silbando en voz baja, sintiendo cuan poco profunda y nerviosa era su respiración, Paul comenzó a pedalear por la subida y luego en la larga recta. Por delante, la carretera aparecía vacía y los campos que se hallaban a su lado se veían tan desnudos que no ofrecían posibilidad a nadie de ocultarse. A mitad de camino de la recta, miró por el espejo fijado a su manillar para vigilar lo que ocurría detrás de él.
Casi se cayó de miedo de la bici ante la imagen que vio en el retrovisor. A doscientos metros detrás de ellos, un Citroen negro,
traction-avant
, con cuatro hombres dentro, avanzaba lentamente, previendo el tiempo de su arrogante avance por la carretera respecto del lento progreso de ellos. Su plan había contenido un error fatal de cálculo.
Strómelburg deseaba tan ardientemente la detención de Denise, que no le preocupaba exponer su actuación y el hecho de que sus hombres les estuviesen siguiendo los pasos.
Paul casi se desvaneció, y durante un segundo su bicicleta osciló y perdió el control de la misma. Por una vez, Henri Le Maire, alias Paul, alias Gilbert, el agente doble cuyo ego se estremecía ante su habilidad en burlar a los demás, en engañarlos y manipularlos, no tenía en absoluto idea de qué debía hacer. El echar hacia los bosques con el coche detrás de ellos constituía un suicidio. Por lo tanto, hizo lo único que le era posible: continuar pedaleando lentamente, firmemente hacia delante, arrastrándolos de modo inexorable hacia la estación y a la trampa que conducía a la prisión que constituía el tren de París.
Al llegar a la estación, Paul localizó a dos hombres más de Strómelburg en sus ventanas, avistándoles. Al verlos, sólo pensó en una cosa: en una foto que había contemplado una vez de unos buitres grises, posados en la rama de un árbol, con sus ojos mortecinos mirando hacia el cuerpo de un buey moribundo que aguardaban devorar.
Paul avanzó por el pasillo que recorría toda la longitud del vagón del tren. Catherine se encontraba en un compartimiento a dos puertas de distancia del suyo, pero antes de seguir, se agarró a la barra que corría por la ventanilla y estudió los rostros de aquel bamboleante pasillo semivacío. Tal vez había una docena de pasajeros franceses corrientes, varios de ellos sentados en las maletas que bloqueaban de una forma efectiva el pasillo. Contó cuatro soldados alemanes… armados; siempre los había y, probablemente, se dirigían de permiso a París. En cada extremo, captó a uno de los buitres de Strómelburg. ¿Cuántos más se hallarían a bordo? Dos o tres todo lo más, reconoció, probablemente situados, como los que había localizado aquí, en uno y otro extremo del tren, donde pudiesen vigilar las salidas.
Paul se hubiese matado de rabia. La noche pasada se había hallado en tal extremo de conmoción una vez aterrizó el avión, que había permitido que su ayudante, Clément, se desvaneciese en la noche con su pistola antes de pensar en pedírsela. Si Denise tenía un arma, podrían intentar salir a tiros del tren si reducía la marcha en algún lugar del recorrido. Hubiera ido detrás de ella y disparado contra el agente de la Gestapo de Strómelburg sin ninguna clase de advertencia. Deberían valerse de la sorpresa para reprimir las reacciones de los otros alemanes en el vagón durante unos segundos, lo cual les dejaría el tiempo suficiente que necesitaban para abrir la puerta y dejarse caer del tren en marcha.
Pero, en el caso de que no tuviese una pistola, ¿qué podrían hacer entonces? Intentar saltar del tren y salir corriendo era su única esperanza. Orleans sería una locura. Al igual que las estaciones principales, estaría llena de soldados alemanes de permiso, de policías, de los terribles bastardos de la
milice
. Sólo un acontecimiento externo y totalmente inesperado, como una incursión aérea, les concedería unos momentos de confusión en los que saltar y echar a correr. El pensar en todo esto le dio a Paul una idea: la única y desesperada táctica que liberaría a Denise si no podían abrirse paso a tiros en el tren. Encendió un cigarrillo y siguió pensando en aquello. Consideró planes y estratagemas con el fervor de un misionero jesuita contemplando a los infieles. La intensa desesperación personal que componía ahora aquellos instintos le condujo a aferrarse a su plan como el marinero que se ahoga a su salvavidas, pensando en toda clase de cosas imponderables.
Siguió por el pasillo hasta el compartimiento de Catherine. Al verle, la chica avanzó hasta él.
–¿Tienes una pistola? – le susurró.
–No…
Meneó la cabeza.
–Nunca llevo ninguna. ¿Por qué?
–La Gestapo está por todas partes en este maldito tren.
Al oír sus palabras, Catherine se quedó helada. Tan subrepticiamente como le fue posible miró a un extremo y otro del pasillo.
–Hay uno de ellos en cada extremo del vagón –le susurró Paul.
–¿Y cómo lo sabes?
–¿Qué quieres decir con eso?
Paul tenía que hablar en voz baja para que nadie le oyese, pero eso no le impidió impregnar a su voz de la furia necesaria.
–¡Hostia, lo sé simplemente! Puedo oler a esos tipos a un kilómetro de distancia.
Catherine contempló a su amante. Estaba pálido y tembloroso, lo mismo que la noche anterior al regresar al cobertizo, igual que cuando llegaron a la estación a primeras horas de la mañana. ¿Se habría vuelto paranoico después de actuar durante meses para la clandestinidad sin el menor reposo? ¿Veía a los hombres de la Gestapo en los vagones del tren, o estaban realmente allí? Lo intentó de nuevo y permitió que sus ojos revisasen tan discretamente como era posible los rostros del pasillo.
–Van detrás de ti o de ambos –susurró Paul–. Si es a ti, a la que buscan, aguardarán para detenerte en Calais. Te seguirán hasta que les lleves hasta tu contacto allí. Ésa es la manera en que operan. Si soy yo…
Paul se encogió de hombros en lo que indicaba una heroica indiferencia pero, de hecho, representaba un esfuerzo para descargarse de la naturaleza monstruosa de su mentira.
A Catherine le temblaron ligeramente las rodillas.
–¿Qué podemos hacer?
–He localizado a cinco de ellos.
Paul encendió un cigarrillo y pretendió contemplar el paisaje que pasaba ante las ventanillas.
–Tengo una idea que me parece que funcionará si eres tú a quien siguen. Un amigo mío dirige una red de sabotaje en el Norte. Sus hombres viven en Hénin-Beaumont, a cosa de media hora de Lila. ¿Lo conoces?
Catherine asintió.
–Les pediré que hagan descarrilar tu tren en Lila. Siéntate al lado de la ventanilla de tu compartimiento. Asegúrate de que esté abierta. Cuando oigas la explosión, tendrás treinta segundos de confusión para huir. Salta por la ventanilla y echa a correr. Intenta regresar al bar de Saint-André-des-Arts, en París.
–¿Y si está alguno de ellos en el compartimiento?
Paul se encogió de hombros.
–Entonces la cosa no funcionará. Pero, por lo general, no lo hacen, porque resulta demasiado obvio. Les gusta permanecer en los extremos del tren, de la forma en que lo hacen los de aquí. Lo primero que realizarán una vez se produzca el descarrilamiento, será comprobar las salidas. Luego, probablemente, tratarán de averiguar qué ha sucedido. A continuación, alguno de ellos se acordará de ti y se dirigirá a tu compartimiento. Treinta segundos. Para entonces debes haber logrado salir por la ventanilla y escapar.
Una vez más Catherine se estremeció, como si se tratase del inicio de una fiebre, y miró hacia los hombres de uno y otro lado del vagón, intentando memorizar sus rostros.
–¿Y qué pasa si nos siguen a los dos?
–En ese caso, me detendrán en París.
–¿Y qué ocurrirá entonces con el descarrilamiento?
–Pues que no lo habrá…
Paul vaciló durante un momento.
–Si el tren no descarrila, tu mejor oportunidad es intentar desembarazarte de ellos de alguna manera en la estación de Calais. Emplea el truco de meterte entre los vagones y saltar a otro andén, subiendo a otro tren si es que se encuentra alguno allí.
Con el rabillo del ojo, Paul observó que uno de los buitres de Strómelburg empezaba a mirarlos con suspicacia. Sabían a la perfección que mantenía a un mínimo los contactos con sus pasajeros. Lo único que no podía permitirse era que entrasen en sospechas acerca de él y decidieran seguirle en cuanto llegasen a París.
Acarició el dorso de su mano e hizo que la chica le mirase a los ojos: el único gesto de adiós que podían permitirse.
–Te amo, Denise. Por el amor de Dios, cuida de que esa ventanilla esté abierta cuando llegues a Hénin-Beaumont, y echa a correr por tu vida en cuanto oigas la explosión.
–Yo también te quiero –le susurró ella, dándose cuenta mientras pronunciaba aquellas palabras de que era la primera vez que se las decía a un hombre que no fuese su padre.
Se dio la vuelta y regresó a su compartimiento, mientras Paul avanzaba por el pasillo hacia el suyo.
Catherine permaneció sentada durante un momento en silencio, contemplando cómo el tren se abría paso entre el paisaje y considerando el dilema ante el que se hallaba. Naturalmente, existía siempre la probabilidad de que Paul hubiese sucumbido a la paranoia del agente, que se hubiese quemado a causa de la tensión de la vida clandestina y que se tratase de una falsa alarma, que no hubiera agentes de la Gestapo en el tren. Por lo menos, ayudaba en algo pensar que ése podría ser el caso. ¿Por qué no había aceptado aquella pistola que le daba T. F.? Pensó en la estación de Calais y en cómo debería dar esquinazo a quienes la siguiesen. Se miró los zapatos. Eran de tacón alto. Condenadamente inapropiados para correr por el campo. Se desembarazaría de ellos y correría descalza si hacían descarrilar el tren, se dijo a sí misma. Pensó en Ridley y en la magnitud de la misión que le había confiado. Luego hizo regresar sus pensamientos a la escuela de seguridad del SOE. Lenta, deliberadamente, trató de serenarse, de prepararse de la mejor forma posible ante la prueba que le aguardaba.
En la Gare d'Austerlitz, Paul la siguió entre la muchedumbre que salía del tren. Observó cómo los hombres de Strómelburg, cinco de ellos, continuaban en torno de ella. Por lo tanto, no habría la menor oportunidad de escapar mientras cambiaba de tren. La observó angustiado al pasar la barrera de los billetes y confundirse entre la multitud. «Oh, Dios –rezó a aquella deidad cuya existencia hacía mucho tiempo que cesara de reconocer y a cuyos mandamientos nunca había prestado demasiada fe–, por favor, ayúdame a salvarla.» Luego, tan de prisa como se atrevió a ello, corrió hacia la sala de espera y los teléfonos públicos.
Unos momentos después, Paul corría por el Boulevard des Capucines en dirección al «Café de la Paix». Investigó frenéticamente los rostros de los clientes en las mesas de mimbre y luego pasó entre ellas en dirección a Ajax, que se hallaba leyendo tranquilamente el periódico y sentado a una mesa arrimada contra la pared. Ajax puso a un lado el diario y comenzó a estudiar al oficial de Operaciones Aéreas del SOE con talante divertido. Se le veía preocupado y agitado. A Ajax le gustó mucho esto. No trabajaba demasiado con Paul. En realidad, por lo general se negaba a tener tratos con él. Fue sólo cierto tono desesperado en la voz de Paul lo que le había prevenido a Ajax de que la reunión a la que le rogaba que acudiese debía tener mucha importancia, por lo que convino en verse con él.
–Pareces muy trastornado –le dijo Ajax a Paul, en cuanto el aviador se sentó a su lado.
Ajax era un ex oficial de Caballería, un aristócrata menor, cuya sangre que corría por sus venas era tan distinguida como pequeña su cuenta bancaria. Las rodillas y los codos de su traje que tenía ya diez años relucían con el adecuado brillo que les concedía una década de duro uso, pero cada una de sus arrugas se veía muy bien planchada. Tenía el rostro curtido y los ojos guiñados de un marinero, o de un hombre que se ha pasado la vida al aire libre bajo el sol. Su pelo, con brillantina, se veía tan impecablemente peinado, que era como si cada uno de sus mechones hubiese sido colocado en su sitio de forma individual.
–Necesito desesperadamente tu ayuda –le susurró Paul.
Ajax asintió con gravedad y no respondió. Una ayuda era algo que prestaría a Paul con pocas ganas. Como había prevenido a la gente de seguridad del SOE en su último viaje a París, estaba convencido de que Paul mantenía contactos con la Gestapo. El hecho de que los documentos tratados químicamente que el SOE le había dado para que los emplease en el correo vía Paul, al parecer no hubiesen sido fotografiados, podía haber convencido a Londres de la inocencia de Paul, pero no había alterado la propia convicción de Ajax respecto de su traición.