—Y llenan más de un bolsillo —agregó Meñique—. Todas las posadas de la ciudad están ocupadas, y las putas caminan como si montaran a caballo.
—Menos mal que mi hermano Stannis no está aquí —intervino Lord Renly riéndose—. ¿Os acordáis de aquella vez que propuso prohibir los burdeles? El rey le preguntó si no sería mejor prohibir también comer, cagar y respirar. A veces me pregunto cómo tuvo Stannis a esa hija tan fea. Va al lecho conyugal como quien se dirige al campo de batalla, con una expresión sombría en el rostro, pero decidido a cumplir con su deber.
—Yo también estaba pensando en vuestro hermano Stannis. —dijo Ned, que no había participado en la carcajada—. ¿Cuándo terminará su visita a Rocadragón y volverá a ocupar su puesto en este Consejo?
—Seguro que en cuanto arrojemos al mar a todas las putas —replicó Meñique, lo que provocó otra carcajada.
—Ya he oído bastante charla sobre putas por hoy —dijo Ned al tiempo que se levantaba— . Hasta mañana.
Harwin estaba de guardia cuando Ned volvió a la Torre de la Mano.
—Di a Jory que acuda a mis habitaciones, y pídele a tu padre que ensille mi caballo —ordenó Ned con cierta brusquedad.
—Sí, mi señor.
Mientras subía por las escaleras, Ned pensó que la Fortaleza Roja y el torneo de la Mano lo exasperaban hasta límites inimaginables. Añoraba el refugio de los brazos de Catelyn, el ruido de las espadas de Robb y Jon al chocar en el patio de entrenamientos, los días frescos y las noches frías del norte.
Una vez en sus habitaciones se despojó de las ropas de seda con que acudía al Consejo, y centró su atención en el libro mientras aguardaba la llegada de Jory.
Linajes e historia de las Grandes Casas de los Siete Reinos, con muchas descripciones de nobles caballeros, damas y sus descendientes
, obra del Gran Maestre Malleon. Pycelle le había dicho la verdad, no era una lectura amena en absoluto. Pero Jon Arryn se había interesado por aquel libro, y Ned estaba seguro de que tenía algún motivo. En aquellas páginas amarillentas y quebradizas se ocultaba algo, algún hecho importante. Pero, ¿cuál? Aquel tomo tenía más de cien años. Apenas quedaba algún hombre con vida de los nacidos cuando Maellon compiló su polvorienta lista de matrimonios, nacimientos y defunciones.
Volvió a abrirlo por el capítulo relativo a la Casa Lannister y fue pasando las páginas, con la vana esperanza de encontrar la clave en el momento menos pensado. Los Lannister eran una familia antigua, sus orígenes se remontaban a Lann
el Astuto
, un embaucador de la Edad de los Héroes, tan legendario como Bran
el Constructor
, aunque mucho más apreciado por juglares y narradores. En las canciones, Lann conseguía sacar a los Casterly de Roca Casterly sin más arma que su ingenio, y robaba el oro del sol para dar brillo a los rizos de su cabello. A Ned le habría gustado contar con su ayuda en aquel momento, a ver si conseguía sacar la verdad oculta en aquel condenado libro.
Un golpe brusco en la puerta anunció la llegada de Jory Cassel. Ned cerró el tomo de Malleon y le dijo que entrara.
—He prometido ceder veinte hombres a la Guardia de la Ciudad hasta que acabe el torneo —dijo—. Te encomiendo que los elijas. Pon a Alyn al mando, y asegúrate bien de que los hombres comprenden que su misión es poner fin a las reyertas, no iniciarlas. —Ned se levantó, abrió un arcón de cedro y sacó ropa interior de lino ligero—. ¿Has encontrado al mozo de cuadras?
—Al guardia, mi señor —lo corrigió Jory—. Jura que no volverá a tocar un caballo en lo que le queda de vida.
—¿Te ha dicho algo interesante?
—Asegura que conocía bien a Lord Arryn. Que eran amigos íntimos. —Jory dejó escapar un bufido—. Dice que la Mano daba a cada chico una moneda de cobre en su día del nombre. Que se le daba bien tratar a los caballos. No los presionaba demasiado, y les llevaba zanahorias y manzanas, así que los animales se ponían contentos al verlo.
—Zanahorias y manzanas —repitió Ned.
Por lo visto aquel chico iba a ser aún menos útil que los otros. Y era el último de los cuatro que había mencionado Meñique. Jory había hablado con todos, uno por uno. Ser Hugh se mostró brusco y poco propenso a colaborar, tan arrogante como sólo podía serlo un caballero recién nombrado. Si la Mano quería hablar con él, estaría encantado de recibirlo, pero no permitiría que lo interrogara un simple capitán de la guardia... ni aunque dicho capitán fuera diez años mayor que él, y cien veces mejor espadachín. La sirvienta, por lo menos, había sido amable. Comentó que no era bueno que Lord Jon leyera tanto, que parecía melancólico y estaba muy preocupado por la frágil salud de su hijito, y que siempre discutía con su esposa. El antiguo criado, ahora zapatero, jamás había intercambiado dos palabras con Lord Jon, pero sabía multitud de chismorreos: el señor había discutido con el rey, el señor apenas si probaba su comida, el señor iba a enviar a su hijo como pupilo a Rocadragón, el señor estaba muy interesado en la cría de perros de caza, el señor había visitado a un maestro armero para encargarle una armadura nueva, forjada en plata, con un halcón de jaspe y una luna de madreperla en el pecho. El propio hermano del rey había ido con él para elegir el diseño, según el criado. No, Lord Renly no, el otro, Lord Stannis.
—¿Y el guardia recordaba algo más de interés?
—Asegura que Lord Jon era tan fuerte como un hombre que tuviera la mitad de sus años. Iba a menudo a cabalgar con Lord Stannis.
«Otra vez Stannis», pensó Ned. Aquello era extraño. Jon Arryn y Lord Stannis siempre mantuvieron una relación cortés, no amistosa. Y cuando Robert emprendió el viaje hacia Invernalia, Stannis se retiró a Rocadragón, la fortaleza isleña de los Targaryen que él mismo había conquistado en nombre de su hermano. No había dicho cuándo pensaba regresar.
—¿A dónde iban cuando salían a caballo?
—Según el chico, visitaban un burdel.
—¿Un burdel? —se sorprendió Ned—. ¿El señor del Nido de Águilas y Mano del Rey iba a un burdel con Stannis Baratheon?
Sacudió la cabeza, incrédulo, pensando en lo que diría Lord Renly si supiera aquello. Las aventuras de Robert eran tema de canciones de taberna en todo el reino, pero Stannis era muy diferente. Apenas tenía un año menos que el rey, y no se le parecía en nada: era austero, adusto, y su sentido del deber rozaba el fanatismo.
—El chico está seguro. Dice que la Mano se llevaba tres hombres como escolta, y que ellos bromeaban mientras les cuidaban los caballos.
—¿A qué burdel iban?
—Él no lo sabía. Los guardias lo sabrán.
—Lástima que Lysa se los llevara —gruñó Ned—. Los dioses nos ponen todos los impedimentos que pueden. Lady Lysa, el maestre Colemon, Lord Stannis... todo el que podía saber qué le sucedió a Jon Arryn está a mil leguas.
—¿Vais a hacer venir a Lord Stannis de Rocadragón?
—Todavía no —dijo Ned—. Esperaré a tener una idea más precisa de qué está pasando, y de su papel en esto.
Aquel asunto lo tenía muy preocupado. ¿Por qué se había marchado Stannis? ¿Había tenido algo que ver con el asesinato de Jon Arryn? ¿O había tenido miedo? A Ned le costaba imaginar algo capaz de atemorizar a Stannis Baratheon, que en el pasado había soportado un año de asedio en Bastión de Tormentas, sobreviviendo a base de ratas y del cuero de las botas, mientras en el exterior Lord Tyrell y Lord Redwyne organizaban festines a la vista de sus muros.
—Tráeme el jubón, por favor. El gris, el que tiene el emblema del lobo huargo. Quiero que el armero sepa quién soy. Igual eso lo vuelve más sincero.
—Lord Renly es tan hermano de Lord Stannis como del Rey —dijo Jory mientras se dirigía hacia el guardarropa.
—Pero por lo visto no lo invitaban a esas expediciones.
Ned no sabía que pensar de Renly, siempre tan amistoso y sonriente. Hacía pocos días Renly lo había llevado aparte para mostrarle un exquisito medallón de oro en forma de rosa. Dentro había un retrato en miniatura, del vivido estilo myriano, que representaba a una hermosa joven con ojos de gacela y una cascada de suave cabello castaño. Renly parecía muy deseoso de saber si la chica le recordaba a alguien, y cuando Ned se encogió de hombros por toda respuesta se mostró decepcionado. Le confesó que la dama era la hermana de Loras Tyrell, Margaery, pero algunos decían que se parecía a Lyanna.
—Pues no —le había respondido Ned, divertido.
¿Sería posible que Renly, tan parecido a Robert de joven, se hubiera encaprichado de la chica que consideraba una nueva Lyanna? Le pareció una extravagancia.
Jory le tendió el jubón y le ayudó a ponérselo.
—Puede que Lord Stannis regrese para el torneo de Robert —dijo mientras Jory le anudaba la prenda por la espalda.
—Sería todo un golpe de suerte, mi señor.
Ned sonrió, sombrío, mientras se colgaba una espada larga del cinto.
—En otras palabras, que es improbable.
Jory le puso la capa sobre los hombros y se la cerró en la garganta con el broche propio del cargo de la Mano.
—El herrero vive sobre su taller, en una casa grande al comienzo de la calle del Acero. Alyn conoce el camino, mi señor.
Ned asintió.
—Los dioses ayuden al criado si me está haciendo perder el tiempo.
Era una pista muy pequeña en la que depositar sus esperanzas, pero el Jon Arryn que Ned Stark había conocido no era de los que se ponían armaduras de plata enjoyadas. El acero era el acero. Servía para protegerse, no para adornarse. Podía haber cambiado, claro. No sería el primero que veía las cosas de otra manera tras unos cuantos años en la corte... Pero el detalle era demasiado llamativo para que Ned lo pasara por alto.
—¿Puedo serviros en algo más?
—Tendrás que empezar a visitar prostíbulos.
—Dura misión me encomendáis, señor —sonrió Jory—. A mis hombres no les importará ayudarme. Creo que Porther ya ha empezado por su cuenta.
El caballo favorito de Ned estaba ensillado y lo aguardaba en el patio. Varly y Jacks se unieron a él. Debían de estar asfixiados en los cascos de acero y las cotas de mallas, pero no se quejaban. Lord Eddard pasó por la Puerta del Rey y salió al hedor de la ciudad, con la capa blanca y gris ondeando a sus espaldas. Le parecía ver ojos por todas partes, y puso el caballo al trote. Sus guardias lo siguieron.
Atravesaron las concurridas calles de la ciudad, pero no podía evitar mirar hacia atrás con frecuencia. Tomard y Desmond habían salido del castillo temprano aquella misma mañana para ocupar posiciones en la ruta que iban a seguir y vigilar que nadie fuera tras ellos, pero incluso así Ned no se sentía seguro. La sombra de la Araña del Rey y de sus pajaritos lo ponía tan nervioso como una doncella en su noche de bodas.
La calle del Acero comenzaba en la plaza del mercado, junto a la Puerta del Río, que era como se la denominaba en los mapas, o la Puerta del Lodazal, que era como la llamaba la gente. Un comediante subido en unos zancos se movía entre la multitud como un insecto gigantesco, entre el griterío de una horda de críos descalzos que lo seguían. Cerca de allí, un par de niños que no serían mayores que Bran se batían en duelo con palos, rodeados por los gritos de ánimo de unos y las maldiciones furiosas de otros. Una vieja puso fin a la contienda mediante el sistema de asomarse por la ventana y vaciar un cubo de agua sucia sobre las cabezas de los contendientes. A la sombra del muro los granjeros pregonaban la mercancía de sus carretas: «Manzanas, las mejores manzanas, serían baratas aunque costaran el doble»; o «Melones, dulces como la miel», o «Patatas, cebollas, ajos, que se acaban, que se acaban».
La Puerta del Lodazal estaba abierta, y unos cuantos Guardias de la Ciudad, con capas doradas, se encontraban bajo el rastrillo apoyados en las lanzas. Cuando una columna de jinetes procedentes del oeste se acercó a ellos, los guardias se pusieron en acción, empezaron a gritar órdenes y a organizar el tránsito de personas y carros para que el caballero pudiera entrar con su escolta. El primer jinete que cruzó la puerta portaba un largo estandarte negro. La seda ondeaba al viento como si estuviera viva. En el tejido aparecía el dibujo de un cielo nocturno hendido por un rayo púrpura.
—¡Dejad paso a Lord Beric! —gritaba el jinete—. ¡Dejad paso a Lord Beric!
Tras él llegó el señor en persona, un joven gallardo de pelo dorado rojizo y capa de seda negra tachonada de estrellas.
—¿Venís a combatir en el torneo de la Mano, mi señor? —le preguntó un guardia.
—¡Vengo a ganar el torneo de la Mano! —replicó Lord Beric sobre el clamor de la multitud.
Ned se alejó de la plaza por la calle del Acero y siguió su tortuoso recorrido por una larga colina, pasando junto a herreros que trabajaban en sus fraguas al aire libre, mercenarios que regateaban por cotas de mallas y mercaderes encanecidos que trataban de vender espadas y navajas. Cuanto más ascendían, más grandes eran los edificios. El hombre que buscaban estaba en la cima de la colina, en una gran casa de madera y yeso cuyos pisos superiores descollaban sobre la calle estrecha. La doble puerta de la entrada era de ébano y arciano, y tenía tallada una escena de caza. Un par de caballeros de piedra montaban guardia en la entrada, sus armaduras eran unas hermosas obras de brillante acero rojo que los transformaban en un grifo y un unicornio. Ned dejó el caballo al cuidado de Jacks y entró en la casa.
La joven criada se fijó al instante en el broche y el emblema de Ned, y el maestre salió de inmediato, todo sonrisas y reverencias.
—Trae vino para la Mano del Rey —dijo a la criada, al tiempo que señalaba a Ned el sillón más cómodo—. Soy Tobho Mott, mi señor, poneos cómodo, os lo ruego. —Llevaba una casaca de terciopelo negro con martillos bordados en las mangas con hilo de plata. Del cuello le colgaba una cadena de plata muy pesada, con un zafiro del tamaño de un huevo de paloma—. Si lo que queréis son armas nuevas para el torneo de la Mano, habéis venido al lugar indicado. —Ned no se molestó en corregirlo—. Mi trabajo cuesta su buen dinero, mi señor, y lo digo con orgullo —siguió mientras llenaba dos copas de plata—. En los Siete Reinos no hay artesano capaz de igualar mis piezas, eso os lo aseguro. No tenéis más que visitar todas y cada una de las forjas de Desembarco del Rey para comparar. Para aporrear a martillazos una cota de mallas vale cualquier herrero de pueblo. Lo que yo hago son obras de arte.
Ned bebió un sorbo de vino y dejó que el hombre siguiera parloteando. Tobho se jactó de que el Caballero de las Flores compraba allí su armadura, así como otros muchos grandes señores, los que entendían del buen acero, incluso Lord Renly, el hermano del propio rey. ¿Había visto la Mano la armadura nueva de Lord Renly, la verde con las astas doradas? No había otro armero en la ciudad capaz de conseguir un verde tan intenso; él sabía cómo dar color al mismísimo acero; la pintura y los esmaltes eran los recursos del aprendiz. ¿O tal vez lo que buscaba la Mano era una espada nueva? Tobho había aprendido de niño a trabajar el acero valyrio en las forjas de Qohor. Para coger armas viejas y forjarlas de nuevo había que conocer los hechizos.