Juego de Tronos (39 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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—De modo que estáis seguro de que Jon Arryn murió debido a una enfermedad repentina.

—Así fue —asintió Pycelle con seriedad—. ¿A qué otra cosa pudo deberse, mi buen señor?

—Al veneno —sugirió Ned con voz tranquila.

Los ojos adormilados de Pycelle se abrieron de par en par. El anciano maestre se movió en su asiento, incómodo.

—Es una idea inquietante. No estamos en las Ciudades Libres, donde esas cosas pasan todos los días. Según el Gran Maestre Aethelmure, allí cada hombre puede ser un asesino, pero incluso así desprecian al envenenador. —Se quedó en silencio un instante, pensativo—. Lo que sugerís es posible, mi señor, pero no me parece probable. Un maestre conoce los venenos más comunes, y los síntomas de Lord Arryn no correspondían a ninguno de ellos. ¿Y qué clase de monstruo en forma de hombre osaría asesinar a tan noble señor?

—Tengo entendido que el veneno es un arma de mujer.

—Eso se dice. —Pycelle, meditabundo, se acarició la barba—. De mujeres, de cobardes... y de eunucos. —Carraspeó y escupió hacia los arbustos. Sobre ellos, en la pajarera, un cuervo graznaba sin cesar—. Lord Varys nació esclavo en Lys, ¿lo sabíais? No confiéis en las arañas, mi señor.

—Seguiré vuestro consejo, maestre. —A Ned no le hacía la menor falta que se lo dijeran. Varys tenía algo que le ponía la carne de gallina—. Y os agradezco la ayuda. Ya os he robado bastante tiempo. —Se levantó.

—Espero haber contribuido a tranquilizaros —dijo el Gran Maestre Pycelle mientras se levantaba trabajosamente y lo acompañaba a la puerta—. Si puedo serviros en cualquier otra cosa, sólo tenéis que decirlo.

—Hay un detalle —respondió Ned—. Siento curiosidad por examinar el libro que le prestasteis a Jon el día anterior a que cayera enfermo.

—No creo que os interese lo más mínimo —dijo Pycelle—. Es un volumen muy tedioso sobre los linajes de las grandes casas, escrito por el Gran Maestre Melleon.

—De todos modos, me gustaría verlo.

—Como deseéis. —El anciano abrió la puerta—. Lo tengo aquí, por alguna parte. En cuanto lo encuentre haré que os lo envíen a vuestros aposentos.

—Habéis sido muy amable —dijo Ned—. Una última cuestión —añadió como si se le acabara de ocurrir—. Habéis mencionado que el Rey estaba junto al lecho de muerte de Lord Arryn. ¿Lo acompañaba la Reina?

—No, no —respondió Pycelle—. Estaba de viaje hacia Roca Casterly, con su padre y los niños. Lord Tywin había venido a la ciudad con su séquito para el torneo del día del nombre del príncipe Joffrey, sin duda con la esperanza de que su hijo Jaime ganara la corona del campeón. Se debió de llevar una gran decepción. Sobre mí recayó la tarea de enviar a la Reina la noticia de la repentina muerte de Lord Arryn. Jamás había sentido tanta tristeza al soltar a un pájaro.

—Alas negras, palabras negras —murmuró Ned.

Era un proverbio que la Vieja Tata le había enseñado de niño.

—Eso dicen las verduleras —asintió el Gran Maestre Pycelle—. Pero nosotros sabemos que no siempre es así. Cuando el pájaro del maestre Luwin nos trajo la noticia acerca de vuestro hijo Bran, el mensaje alegró todos los corazones nobles del castillo, ¿no es cierto?

—Es como decís, maestre.

—Los dioses son piadosos. —Pycelle inclinó la cabeza—. Acudid a mí siempre que me necesitéis, Lord Eddard. Estoy aquí para prestar mis servicios.

«Sí —pensó Ned mientras la puerta se cerraba—. Pero ¿a quién?»

Iba de vuelta hacia sus habitaciones cuando se encontró con su hija Arya en la escalera de caracol de la Torre de la Mano. La niña agitaba los brazos para mantener el equilibrio sobre una pierna. La piedra basta le había llenado de rozaduras los pies desnudos. Ned se la quedó mirando.

—¿Qué haces, Arya?

—Syrio dice que un danzarín del agua puede mantenerse durante horas sobre un dedo del pie —contestó ella moviendo las manos para mantener el equilibrio.

—¿Qué dedo? —bromeó Ned sin poder contener una sonrisa.

—Cualquier dedo —replicó Arya, exasperada.

Saltó con la pierna derecha para caer con la izquierda, y se tambaleó peligrosamente antes de recuperar el equilibrio.

—¿Y es imprescindible que lo hagas aquí? Si te caes por las escaleras te vas a hacer daño.

—Syrio dice que un danzarín del agua no se cae nunca. —Apoyó la pierna para tener los dos pies en el suelo—. Padre, ¿va a venir Bran a vivir con nosotros?

—Hasta dentro de mucho tiempo, no, pequeña —dijo—. Tiene que recuperar las fuerzas.

La niña se mordió un labio.

—¿Qué hará Bran cuando sea mayor?

—Tiene muchos años para encontrar la respuesta a esa pregunta, Arya —dijo Ned que se había arrodillado a su lado—. Por ahora, nos basta con saber que está vivo.

La noche en que llegó el pájaro de Invernalia, Eddard Stark llevó a las niñas al bosque de dioses del castillo, un acre de olmos, alisos y álamos desde donde se divisaba el río. Allí el árbol corazón era un gran roble de ramas inmensas llenas de plantas trepadoras. Pero se arrodillaron ante él, como si fuera un arciano, para dar las gracias. Sansa se quedó dormida apenas apareció la luna, y Arya se durmió también varias horas más tarde, acurrucada en la hierba bajo la capa de Ned. Él se mantuvo despierto, solo. Cuando la luz del amanecer empezó a bañar la ciudad, los capullos rojos de aliento de dragón rodeaban a las niñas dormidas.

—He soñado con Bran —le había susurrado Sansa—. Sonreía.

Ned regresó al presente.

—Quería ser caballero —le decía Arya—. Caballero de la Guardia Real. ¿Podrá serlo?

—No —replicó él. No tenía sentido mentir—. Pero algún día puede ser el señor de una gran fortaleza, y sentarse en el Consejo del rey. Puede erigir castillos como Branden
el Constructor
, o navegar en un barco por el mar del Poniente, o adoptar las creencias de tu madre y llegar a ser Septon Supremo.

«Pero nunca volverá a correr detrás de su lobo —pensó con una tristeza que no se podía expresar con palabras—. Ni yacerá con una mujer, ni sostendrá en los brazos a su hijo.»

—¿Yo también puedo ser consejera de un rey, y construir castillos, y ser Septon Supremo? —preguntó Arya inclinando la cabeza a un lado.

Ned le dio un beso en la frente.

—Tú te casarás con un rey, y gobernarás en su castillo, y tus hijos serán caballeros, y príncipes, y señores, y quizá alguno sea Septon Supremo, sí.

—No —dijo la niña con una mueca—. Eso para Sansa.

Dobló la pierna derecha y siguió con sus ejercicios de equilibrio. Ned suspiró y se fue.

Una vez en sus habitaciones, se quitó las prendas de seda manchadas de sudor, cogió la palangana que había junto a su cama y se echó agua fría por la cabeza. Alyn entró cuando se secaba la cara.

—Ha venido Lord Baelish. Solicita una audiencia, mi señor —dijo.

—Acompáñalo a mis estancias —dijo Ned mientras cogía una túnica limpia, la del lino más ligero que encontró—. Lo recibiré ahora mismo.

Cuando Ned llegó, Meñique estaba sentado junto a la ventana, observando el entrenamiento con espadas de los caballeros de la Guardia Real, en el patio.

—Ojalá la mente del viejo Selmy fuera tan afilada como su espada —dijo con melancolía—. Las reuniones del Consejo serían mucho más animadas.

—Ser Barristan es tan valiente y honorable como el que más en Desembarco del Rey. —Ned había aprendido a respetar al anciano y canoso Lord Comandante de la Guardia Real.

—Y también pelma como el que más —puntualizó Meñique—, aunque seguro que hará un buen papel en el torneo. El año pasado desmontó al Perro, y hace sólo cuatro que fue el campeón.

El tema del posible vencedor del torneo no interesaba lo más mínimo a Eddard Stark.

—Lord Petyr, ¿esta visita tiene algún motivo, o venís sólo a disfrutar del paisaje que se divisa desde mi ventana?

—Le prometí a Cat que os ayudaría en vuestra indagaciones y lo he hecho —dijo Meñique con una sonrisa.

Aquello cogió desprevenido a Ned. Con o sin promesas de por medio, no conseguía confiar en Lord Petyr Baelish, que siempre le parecía demasiado listo.

—¿Tenéis algo para mí?

—Tengo a alguien —lo corrigió Meñique—. A cuatro, para ser exactos. ¿No se os ocurrió interrogar a los sirvientes de la Mano?

—Ojalá fuera posible —contestó Ned con el ceño fruncido—. Lady Arryn se llevó a todo su séquito cuando volvió al Nido de Águilas. Todos los que trataban de cerca a su esposo la acompañaron en su huida: el maestre de Jon, su mayordomo, el capitán de su guardia, sus caballeros y criados...

—Se llevó a casi todo su séquito —dijo Meñique—, pero quedaron algunas personas. Una ayudante de cocina preñada que se casó a toda prisa con uno de los palafreneros de Lord Renly, un caballerizo que se alistó en la Guardia de la Ciudad, un criado despedido por hurto y el escudero de Lord Arryn.

—¿Su escudero? —Ned estaba gratamente sorprendido.

Los escuderos solían conocer bien las idas y venidas de sus señores.

—Ser Hugh del Valle. El rey lo nombró caballero tras la muerte de Lord Arryn.

—Enviaré a alguien a buscarlo —dijo Ned—. Y también a los otros.

—Mi señor, ¿tenéis la amabilidad de acercaros aquí, a la ventana? —preguntó Meñique con una mueca.

—¿Por qué?

—Venid y os lo mostraré, mi señor. —Ned se acercó a la ventana con el ceño fruncido. Petyr Baelish hizo un gesto descuidado—. Mirad al otro lado del patio, junto a la puerta de la armería, ¿veis a un niño sentado en los escalones, que afila una espada con una piedra de amolar?

—Sí, ¿qué pasa con él?

—Es un informante de Varys. La Araña muestra gran interés en todo lo que hacéis. Ahora mirad hacia la muralla. Más al oeste, sobre los establos. ¿Veis al guardia que vigila desde el baluarte?

—¿Otro de los pajaritos del eunuco? —preguntó Ned cuando lo divisó.

—No, ése es de la Reina. Como veis, desde su posición divisa sin problemas la puerta de esta torre, así sabe siempre quién os visita. Y hay muchos otros, a la mayoría no los conozco ni yo. La Fortaleza Roja está llena de ojos. ¿Por qué crees que oculté a Cat en un burdel?

—Por los siete infiernos —maldijo Eddard Stark; detestaba aquellas intrigas. Era cierto, parecía que el hombre de la muralla lo vigilaba. Se apartó de la ventana, incómodo—. ¿Es que todo el mundo informa a alguien en esta maldita ciudad?

—No todo el mundo —replicó Meñique. Contó con los dedos de la mano—. A ver, estamos vos, yo, el Rey... aunque, bien pensado, el Rey le cuenta demasiado a la Reina, y de vos no estoy del todo seguro. —Se levantó—. ¿Tenéis a vuestro servicio a algún hombre en quien confiéis plenamente?

—Sí —dijo Ned.

—En ese caso, me encantaría venderos un palacio precioso que tengo en Valyria —replicó Meñique con sonrisa burlona—. La respuesta más sensata habría sido «no», mi señor, pero si insistís... Enviad a ese ser maravilloso a ver a Ser Hugh y a los otros. Vuestras idas y venidas no pasan desapercibidas, pero ni Varys la Araña puede vigilar a todos los hombres de vuestro servicio todas las horas del día. —Se dirigió hacia la puerta.

—Lord Petyr —empezó Ned—. Os... os agradezco vuestra ayuda. Quizá me equivocaba al desconfiar de vos.

—Tardáis mucho en aprender, Lord Eddard. —Meñique se pasó los dedos por la barbita puntiaguda—. Desconfiar de mí ha sido lo más inteligente que habéis hecho desde que desmontasteis al llegar.

JON (4)

Jon estaba enseñando a Daeron a asestar golpes de costado cuando el nuevo recluta entró en el patio de entrenamiento.

—Tienes que separar más los pies —insistió—. No querrás perder el equilibrio. Muy bien. Ahora tienes que girar mientras asestas el golpe, pon todo tu peso en la espada.

—Por los siete dioses —murmuró Daeron apartándose y levantándose el visor—. No te pierdas eso, Jon.

Jon se dio media vuelta. A través de la ranura del visor del yelmo divisó al chico más gordo que había visto en su vida. Estaba de pie ante la puerta de la armería, y por lo menos pesaba ciento treinta kilos. El cuello de piel de su chaqueta bordada desaparecía bajo la papada. Tenía unos ojos claros que miraban nerviosos en todas direcciones, su rostro parecía una luna llena, y se pasaba los dedos regordetes por la casaca de terciopelo para secarse el sudor.

—Me... me han dicho que viniera aquí a... a entrenarme —dijo sin dirigirse a nadie en concreto.

—Un señorito —dijo Pyp a Jon—. Sureño, de la zona de Altojardín, seguro. —Pyp había recorrido los siete reinos con una compañía teatral y alardeaba de que sabía de dónde era cualquiera con tan sólo oír su voz.

El chico llevaba bordado en el pecho del abrigo, en hilo rojo, un cazador dando un paso. Jon no reconoció el emblema. Ser Alliser Thorne echó un vistazo a su nuevo alumno.

—Por lo visto en el sur ya andan escasos de ladrones y cazadores furtivos. Ahora nos envían al Muro a los cerdos. ¿Qué clase de armadura son las pieles y el terciopelo, mi señor Jamón?

Más tarde descubrieron que el nuevo recluta traía armadura propia: doblete acolchado, coraza, mallas y yelmo, y hasta un escudo de madera y cuero en el que se veía el mismo emblema del cazador. Pero, como ninguna de las prendas era negra, Ser Alliser lo obligó a equiparse de nuevo en la armería. Tardó media mañana. Su volumen obligó a Donal Noye a desmontar una cota de mallas para ampliarla poniéndole trozos de cuero en los costados. El yelmo no le entraba en la cabeza, así que el armero tuvo que quitar el visor. Las prendas de cuero le apretaban de tal manera las piernas y las axilas que casi no podía moverse. Una vez uniformado para el combate, el muchacho nuevo parecía una salchicha demasiado hecha, a punto de reventar.

—Esperemos que no seas tan inepto como pareces —dijo Ser Alliser—. Halder, averigua qué sabe hacer Ser Cerdi.

Jon Nieve hizo una mueca. Halder había nacido en una cantera y había trabajado en ella como aprendiz. Tenía dieciséis años, era alto y musculoso, y sus golpes eran los más fuertes que había sentido Jon en la vida.

—Esto se pone más feo que el culo de una puta —murmuró Pyp, y no le faltaba razón.

El combate duró menos de un minuto. El muchacho gordo acabó en el suelo, tembloroso, le salía sangre del yelmo roto y le corría entre los dedos regordetes.

—¡Me rindo! —chilló—. ¡Basta, me rindo, no me pegues más!

Rast y algunos de los otros chicos se reían. Pero Ser Alliser no quería que aquello terminara tan deprisa.

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