Juego de Tronos (45 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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Sansa llevaba aquel día un vestido precioso, una túnica verde que le resaltaba el castaño rojizo de la melena. Sabía que todos la miraban con aprobación y sonreían.

Vieron pasar a caballo a los héroes de mil canciones, cada uno más fabuloso que el anterior. Los siete caballeros de la Guardia Real, excepto Jaime Lannister, lucían armaduras del color de la leche y capas tan blancas como la nieve recién caída. Ser Jaime llevaba capa blanca, sí, pero el resto de su indumentaria era de oro de la cabeza a los pies, incluso el yelmo en forma de cabeza de león. También la espada era dorada. Ser Gregor Clegane, la Montaña que Cabalga, pasó al galope junto a ellos como una avalancha. Sansa recordaba a Lord Yohn Royce, que había visitado Invernalia hacía ya dos años.

—Su armadura es de bronce y tiene miles y miles de años, lleva grabadas unas runas mágicas que lo protegen de todo mal —susurró a Jeyne.

La septa Mordane les señaló a Lord Jason Mallister, vestido de índigo y plata, con alas de águila en el yelmo. Había abatido a tres abanderados de Rhaegar en el Tridente. Las niñas disimularon una risita al fijarse en el sacerdote guerrero Thoros de Myr, con la túnica roja ondeando al viento y la cabeza rapada, hasta que la septa les dijo que en cierta ocasión había escalado los muros de Pyke con una espada llameante en la mano.

Sansa no conocía al resto de los jinetes; había caballeros de los Dedos, de Altojardín y de las montañas de Dorne, jinetes libres y escuderos recién ascendidos a los que nadie había dedicado canciones, estaban los hijos más jóvenes de grandes señores y los herederos de las casas menores. Los jóvenes todavía no habían protagonizado grandes hazañas, pero Sansa y Jeyne estaban seguras de que alguna vez sus nombres resonarían por los siete reinos. Ser Balon Swann. Lord Bryce Caron de las Marcas. El heredero de Bronze Yohn, Ser Andar Royce, y su hermano menor, Ser Robar, ambos con armaduras plateadas con incrustaciones en bronce de las mismas runas arcanas que protegían a su padre. Los gemelos Ser Horas y Ser Hobber, en cuyos escudos se veía el racimo de uvas que era el emblema de los Redwyne, burdeos sobre azul. Patrek Mallister, el hijo de Lord Jason. Seis Frey del Cruce: Ser Jared, Ser Hosteen, Ser Danwell, Ser Emmon, Ser Theo, Ser Perwyn, hijos y nietos del anciano Lord Walder Frey, y también su hijo bastardo, Martyn Ríos.

Jeyne Poole confesó que le daba miedo el aspecto de Jalabhar Xho, un príncipe exiliado de las Islas del Verano, que llevaba una capa de plumas verdes y escarlata sobre una piel negra como la noche, pero cuando vio al joven Lord Beric Dondarrion, con cabellos como el oro rojo y un escudo negro con el dibujo de un rayo, anunció que estaría dispuesta a casarse con él allí mismo.

El Perro también participaba en las lides, así como el hermano del rey, el atractivo Lord Renly de Bastión de Tormentas. Jory, Alyn y Harwin representaban a Invernalia y al norte.

—Comparado con los otros, Jory parece un pordiosero —bufó la septa Mordane.

Sansa no tuvo más remedio que darle la razón. La armadura de Jory era de color gris azulado, sin adorno de ningún tipo, y su fina capa gris parecía un trapo sucio. Pero hizo un excelente papel, desmontó a Horas Redwyne en su primera justa y a uno de los Frey en la segunda. En la tercera aguantó tres enfrentamientos contra un jinete libre, Lothor Brune, cuya armadura era tan austera como la suya. Ninguno de los dos cayó del caballo, pero la lanza de Brune era más firme y sus golpes mejor colocados, y el Rey le dio la victoria. A Alyn y a Harwin no les fue tan bien. Ser Meryn de la Guardia Real desmontó a Harwin en la primera justa, y Alyn cayó ante Ser Balon Swann.

Las justas duraron todo el día y hasta bien entrado el ocaso, los cascos de los grandes caballos de guerra dejaron el campo convertido en un erial de tierra desgarrada. Sansa y Jeyne gritaron al unísono una docena de veces, cuando los jinetes chocaban y las lanzas saltaban en pedazos, mientras el pueblo llano animaba a sus favoritos. Jeyne se tapaba los ojos como una niña asustada cada vez que un hombre caía, pero Sansa era más dura. Una gran dama sabía comportarse durante un torneo. Hasta la septa Mordane advirtió su compostura, y le hizo un gesto de aprobación.

La actuación del Matarreyes fue excepcional. Descabalgó con facilidad a Ser Andar Royce y a Lord Bryce Caron de las Marcas, y luego tuvo un duro enfrentamiento contra el canoso Barristan Selmy, que había derrotado en las dos primeras lides a hombres que eran treinta y cuarenta años más jóvenes que él.

Sandor Clegane y su gigantesco hermano, Ser Gregor, la Montaña, también parecían invencibles, derribaban a un rival tras otro con ferocidad. El momento más aterrador de la jornada se produjo durante la segunda justa de Ser Gregor, cuando acertó con la lanza a un joven caballero del Valle bajo el gorjal de la armadura con tal fuerza que se le clavó en la garganta y lo mató al instante. El joven cayó a menos de tres metros de donde estaba Sansa. Aún tenía la punta de la lanza de Ser Gregor clavada en el cuello, y la sangre brotaba en latidos lentos, cada uno más débil que el anterior. La armadura del joven era nueva, brillante; el acero, al reflejar la luz, mostraba destellos de fuego a lo largo del brazo extendido. En aquel momento el sol se ocultó tras una nube, y el fuego desapareció. La capa era azul, del color del cielo en un día despejado de verano, con un ribete de medialunas; pero a medida que se empapaba de sangre, la tela se oscurecía y las lunas se fueron tornando rojas una a una.

Jeyne Poole se echó a llorar y se puso tan histérica que la septa Mordane tuvo que llevársela para que recuperase la compostura, pero Sansa se quedó allí, con las manos entrelazadas sobre el regazo, observando la escena con una extraña fascinación. Era la primera vez que veía morir a un hombre. Pensó que también ella debería de estar llorando, pero no le salían las lágrimas. Quizá las lágrimas se le habían agotado llorando por
Dama
y por Bran. Se dijo que la cosa sería diferente si se hubiera tratado de Jory, o de Ser Rodrik, o de su padre. Para ella el joven caballero de la capa azul no era nadie, un desconocido del Valle de Arryn cuyo nombre había olvidado nada más oírlo. No habría canciones que lo recordaran, los juglares no glosarían sus hazañas. Qué pena.

En cuanto retiraron el cadáver, un muchacho con una pala echó tierra sobre el lugar donde había caído para tapar la sangre. A continuación se reanudaron las justas.

Ser Balon Swann fue el siguiente en caer ante Gregor, y el Perro derribó a Lord Renly. La caída de Renly fue tan violenta que pareció salir despedido volando de su caballo, con las piernas en el aire. Su cabeza chocó contra el suelo con un
crac
claramente audible que hizo que la multitud contuviera el aliento, pero sólo se le había roto una púa del asta dorada del yelmo. Lord Renly se puso en pie y el pueblo empezó a vitorearlo, porque el atractivo hermano menor del rey Robert era uno de los favoritos. Con una reverencia elegante, entregó la púa rota al vencedor. El Perro dejó escapar un bufido y la lanzó a la multitud. Varios hombres empezaron a pelearse por el pedacito de oro, hasta que Lord Renly se dirigió hacia ellos e impuso paz. Para entonces ya había regresado la septa Mordane, pero sola. Le explicó que Jeyne no se encontraba bien y que la había acompañado de vuelta al castillo. Sansa casi se había olvidado de Jeyne.

Más tarde un caballero de capa a cuadros se deshonró al matar al caballo de Beric Dondarrion, y lo eliminaron del torneo. Lord Beric cambió la silla a otra montura, pero inmediatamente lo derribó Thoros de Myr. Ser Aron Santagar y Lothor Brune se cruzaron tres veces, sin resultado; después, Ser Aron cayó ante Lord Jason Mallister, y Brune, ante Robar, el hijo menor de Yohn Royce.

Al final sólo quedaron cuatro: el Perro y su monstruoso hermano Gregor, Jaime Lannister
el Matarreyes
, y Ser Loras Tyrell, al que llamaban el Caballero de las Flores.

Ser Loras era el hijo pequeño de Mace Tyrell, señor de Altojardín y Guardián del Sur. Tenía dieciséis años, con lo que era el jinete más joven del torneo, pero había desmontado a tres caballeros de la Guardia Real aquella misma mañana, en sus tres primeras justas. Era el hombre más atractivo que Sansa había visto jamás. El peto de su armadura estaba repujado y esmaltado para formar un ramo de mil flores diferentes, y su corcel blanco como la nieve llevaba una auténtica manta de rosas blancas y rojas. Después de cada victoria Ser Loras se quitaba el casco y cabalgaba despacio por el perímetro del campo, al final cogía una rosa blanca de la manta y se la lanzaba a alguna hermosa dama de la multitud.

Su último enfrentamiento del día fue contra el joven Royce. Las runas ancestrales de Ser Robar no bastaron para protegerlo: Ser Loras le quebró el escudo y lo derribó de la silla con un estrépito aterrador. Robar se quedó tendido en el suelo, gimiendo, mientras el vencedor repetía su recorrido por el campo del honor. Por último apareció una litera que lo transportó a su tienda, aturdido e inmóvil. Sansa no llegó a verlo. Sólo tenía ojos para Ser Loras. Cuando el caballo blanco se detuvo ante ella sintió como si el corazón se le fuera a salir del pecho.

A las otras doncellas les había entregado rosas blancas, pero la que cogió para ella era roja.

—Mi dulce señora —dijo—, no hay victoria que sea ni la mitad de hermosa que vos.

Sansa aceptó la flor con timidez, enmudecida ante aquel despliegue de galantería. El cabello del joven era una cascada de rizos castaños, y tenía los ojos como oro líquido. Sansa aspiró la fragancia de la rosa, y la conservó entre las manos hasta mucho después de que Ser Loras se alejara.

Cuando por fin alzó la vista había junto a ella un hombre que la miraba. Era bajo, tenía barbita puntiaguda y un mechón de cabello plateado, era casi tan mayor como su padre.

—Debes de ser una de sus hijas —dijo. También tenía unos ojos grises que no sonreían aunque lo hiciera su boca—. Eres una Tully.

—Soy Sansa Stark —dijo ella algo incómoda. El hombre lucía una capa gruesa con cuello de pieles, y el broche de plata con que se la cerraba representaba un sinsonte. Tenía los modales desenvueltos de un alto señor, pero no lo había visto nunca—. No tengo el honor de conoceros, mi señor.

—Es Lord Petyr Baelish, mi niña. —La septa Mordane acudió al instante en su ayuda—. Del Consejo Privado del Rey.

—Cuando era joven tu madre fue mi reina de la belleza —dijo el hombre con voz queda. El aliento le olía a menta—. Has heredado su cabello.

Le rozó la mejilla con los dedos al acariciarle un mechón castaño rojizo. De repente, se dio media vuelta y se alejó.

La luna ya estaba alta en el cielo y la multitud empezaba a cansarse, de modo que el Rey decretó que los tres últimos combates tendrían lugar a la mañana siguiente, antes del combate cuerpo a cuerpo. El pueblo regresó a sus hogares comentando las justas que habían visto y los enfrentamientos que tendrían lugar al día siguiente, y la corte se dirigió hacia la ribera para dar comienzo al banquete. Hacía horas que seis gigantescos uros se asaban girando lentamente en espitas de palo, mientras los pinches de cocina los rociaban con mantequilla y hierbas hasta que la carne chisporroteaba crujiente. Junto a las tiendas se habían instalado mesas y bancos, sobre las que había fresas, hierbadulce y pan recién salido de los hornos.

A Sansa y a la septa Mordane se les asignaron lugares de gran honor, a la izquierda de la palestra elevada sobre la que estaban el Rey y la Reina. Cuando el príncipe Joffrey se sentó a su derecha, sintió un nudo en la garganta. No había vuelto a hablar con ella desde los espantosos sucesos del Tridente. Al principio Sansa pensó que lo detestaba por lo que le habían hecho a
Dama
, pero cuando se le secaron las lágrimas se dijo que, en realidad, no había sido culpa de Joffrey. La culpa había sido de la reina. A ella era a la que tenía que detestar, a ella y a Arya. De no ser por Arya no habría pasado nada malo.

Aquella noche no podía sentir nada malo hacia Joffrey. Estaba demasiado atractivo. Llevaba un jubón azul oscuro, tachonado con una doble hilera de cabezas doradas de león, y se ceñía la frente con una diadema delgada de oro y zafiros. El cabello le brillaba como si fuera de metal. Sansa lo miró y se estremeció, temerosa de que no le hiciera caso o, peor todavía, de que le dijera algo desagradable y tuviera que retirarse de la mesa entre lágrimas.

En lugar de eso Joffrey sonrió y le besó la mano, guapo y galante como los príncipes de las canciones.

—Ser Loras tiene buen ojo para la belleza, mi señora.

—Fue muy amable —objetó Sansa, tratando de parecer modesta y tranquila, aunque su corazón cantaba—. Ser Loras es un gran caballero. ¿Crees que ganará mañana el torneo, mi señor?

—No —replicó Joffrey—. Mi perro lo derrotará, y si no mi tío Jaime. Y dentro de pocos años, cuando tenga edad para participar en las justas, yo los derrotaré a todos.

Alzó la mano para llamar a un criado que llevaba una jarra de vino veraniego helado, y le sirvió una copa. Sansa miró a la septa Mordane con preocupación, pero Joffrey se adelantó y llenó también la copa de la septa, de manera que asintió, le dio las gracias y no añadió ni una palabra más.

Los criados llenaron las copas una y otra vez a lo largo de la noche, pero más adelante Sansa no recordaría haber probado siquiera el vino. No lo necesitaba. Estaba ebria con la magia de la velada, aturdida por el lujo y esplendor, embelesada por las maravillas con las que había soñado toda su vida sin atreverse a albergar la esperanza de ver jamás. Los juglares se sentaban ante la tienda del rey y llenaban el anochecer de música. Un malabarista hacía girar en el aire una cascada de bastones en llamas. El bufón particular del rey, un retrasado al que llamaban Chico Luna, bailaba sobre zancos con su traje de mil colores, y se burlaba de todo el mundo con tan hábil crueldad que Sansa llegó a preguntarse hasta qué punto tenía mermadas sus facultades mentales. Ni la septa Mordane estuvo a salvo de él: cuando el bufón cantó una cancioncilla acerca del Septon Supremo, se rió tanto que se derramó encima la copa de vino.

Y Joffrey fue la imagen viva de la cortesía. Se pasó la noche hablando con Sansa, la colmó de cumplidos, la hizo reír, le contó los pequeños cotilleos de la corte y le explicó las puyas de Chico Luna. Sansa estaba tan cautivada que olvidó toda cortesía y apenas si dirigió la palabra a la septa Mordane, que estaba sentada a su izquierda.

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