El anónimo detective de
El misterio de la cripta embrujada
,
El laberinto de las aceitunas
y
La aventura del tocador de señoras
regresa a la acción en tiempos de crisis. Contra su voluntad, es decir, movido por la amistad y sin un euro en el bolsillo, vuelve a ejercer de insospechado sabueso en la Barcelona de hoy en una carrera contrarreloj por desarticular una acción terrorista antes de que intervengan los servicios de seguridad del Estado.
Años después de dejar el sanatorio mental donde compartieron celda, Rómulo el Guapo le propone un golpe a nuestro protagonista. Su negativa y la misteriosa desaparición de Rómulo serán el arranque de un enredo para resolver un caso de repercusiones internacionales con la ayuda de un infalible equipo: la adolescente Quesito, el timador profesional Pollo Morgan, el africano albino Kiwijuli Kakawa, conocido como el Juli, la Moski, acordeonista callejera, el repartidor de pizza Manhelik y el señor Armengol, regente del restaurante ‘Se vende perro’.
Eduardo Mendoza regresa con una sátira genial, como las que sólo él sabe hacer. En ella la fábula crea su propia verosimilitud, que es, paródicamente, la del género policial, y la de la farsa convertida en apólogo moral. No se puede contar el libro sin una sonrisa; pero es imposible leerlo sin carcajadas, y sin comprender que en la Europa en quiebra técnica que habitamos no basta con el humor dinamitero e inventivo: es preciso, además, el don de la lucidez.
Eduardo Mendoza
El enredo de la bolsa y la vida
ePUB v1.2
Dirdam21.04.12
Imagen de la portada: Miguel Brieva
Editorial: Seix Barral, S. A.
Publicación: 10 de abril de 2012
ISBN: 978-84-322-1000-6
Corrección v1.1: Monicanaranjo
Corrección v1.2: othon_ot
Llamaron. Abrí. Nunca lo hiciera. En el rellano, con la mirada fiera y el gesto intrépido adquiridos tras largos años de férreo adiestramiento bajo la férula de inhumanos sargentos, un funcionario de correos blandía una carta certificada dirigida a mi nombre y domicilio. Antes de coger el sobre, acreditar mi identidad y firmar el volante, traté de zafarme alegando que allí no vivía tal persona, que si hubiera vivido allí, ahora estaría muerta y que, por si eso fuera poco, el difunto se había ido de vacaciones la semana anterior. Ni por ésas.
De modo que firmé, fuese el cartero, abriose el sobre (con mi ayuda) y pasmome hallar en su interior una lustrosa cartulina mediante la cual el Rector Magnífico de la Universidad de Barcelona me invitaba a la solemne investidura del doctor Sugrañes como doctor honoris causa, acto que tendría lugar el día 4 de febrero del año en curso, en el paraninfo de tan prestigiosa institución docente. Bajo la letra impresa una nota manuscrita aclaraba que la invitación me era cursada por deseo expreso del doctorando.
Que el doctor Sugrañes se acordara de mí, pese al tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, era meritorio por partida doble. En primer lugar, porque, a su edad, la memoria del doctor Sugrañes presentaba ocasionales lagunas y algún despeñadero. Y en segundo lugar porque, de recordarme, era notable que lo hiciera con cariño. A decir verdad, pocas personas podían dar testimonio más fiel que yo de su dilatada vida profesional, pues lo cierto es, por si algún lector se incorpora al recuento de estas andanzas sin conocimiento previo de mis antecedentes, que en el pasado estuve recluido injustamente, aunque esto ahora no venga a cuento, en un centro penitenciario para delincuentes con trastornos mentales y que dicho centro lo regentaba con carácter vitalicio y métodos poco gentiles el doctor Sugrañes, razón por la cual surgieron entre él y yo, como es de suponer, pequeños malentendidos, ligeras discrepancias y unas cuantas agresiones físicas en las que yo llevé casi siempre la peor parte, aunque en una ocasión le rompí las gafas, en otra le desgarré el pantalón y en otra le partí dos dientes.
Pero lo más probable, me dije después de leer y releer la invitación, era que el doctor Sugrañes deseara coronar su carrera sin guardar rencor hacia alguien con quien había convivido tanto tiempo y a quien había dedicado tantos esfuerzos profesionales, emocionales y hasta físicos. Respondí, pues, aceptando agradecido la invitación y confirmando mi asistencia al acto. Y como éste era solemne y el lugar, por así decir, de campanillas, pedí prestado un traje de franela gris más o menos de mi talla y lo complementé con una corbata de color carmín y un clavel reventón en la solapa. Con este atuendo creía haber dado en el clavo, pero no fue así. Apenas comparecí, en el día y hora indicados, a la puerta del augusto coliseo y presenté la invitación, unos ujieres me separaron del resto de los asistentes, me condujeron a un cuartucho destartalado y en un tono que no admitía réplica me hicieron desvestir. Cuando sólo conservaba sobre mi persona los calcetines, me pusieron una bata de hospital de nilón verde, cerrada por delante y sujeta por detrás mediante unas cintillas, que dejaba al descubierto los glúteos y sus concomitancias. De esta guisa me llevaron más por fuerza que de grado a un salón amplio y suntuoso abarrotado de público, y me hicieron subir a una tarima, junto a la cual, revestido de toga y birrete, peroraba el doctor Sugrañes. A mi aparición siguió un silencio expectante, que rompió el conferenciante para presentarme como uno de los casos más difíciles a los que había debido enfrentarse a lo largo de una vida enteramente dedicada a la ciencia. Señalándome con un puntero describió mi etiología con profusión de tergiversaciones. Repetidas veces traté de defenderme de sus acusaciones, pero fue en vano: en cuanto abría la boca, las risas del público ahogaban mi voz y con ella mis fundadas razones. El doctorando, por el contrario, era escuchado con respeto. Los más aplicados tomaban apuntes. Por fortuna, la ponencia acabó pronto: tras referir algunos episodios, vergonzosos para mí, que hicieron las delicias de la concurrencia, el doctor Sugrañes remató la faena persiguiéndome por todo el paraninfo con una lavativa.
Concluido este segmento del acto académico entre grandes aplausos y mientras agraciadas alumnas de máster arrojaban pétalos de rosa sobre el nuevo doctor, me devolvieron al cuartucho donde había dejado mi ropa. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarme allí con un antiguo compañero de sanatorio, a quien no había vuelto a ver en muchos años, pero cuyo recuerdo había permanecido indeleble: Rómulo el Guapo.
Cuando ingresé en la institución médico-penitenciaria antes mencionada, Rómulo el Guapo llevaba allí poco más de medio año y ya se había ganado el respeto de los demás internos y la animadversión del doctor Sugrañes. Yo me gané pronto lo segundo y nunca lo primero. Rómulo el Guapo era joven y de facciones muy agraciadas, pues guardaba un asombroso parecido con Tony Curtis, a la sazón en lo más alto de su arte y su hermosura. Parecerse a Tony Curtis puede ser bueno o malo, según se mire. Ahora bien, en un manicomio resulta irrelevante, pero Rómulo el Guapo no sólo era agraciado de rostro y atlético de constitución, sino elegante de porte, suave de trato, inteligente y muy reservado. De sus antecedentes nadie sabía nada, aunque rumores le atribuían fechorías extraordinarias. Al principio evitó mi compañía y yo no busqué la suya. Una tarde, Luis Mariano Moreno Barracuda, un rufián de la sala B que decía ser el Zorro, Chu En-lai y la Enciclopedia Espasa, sin que nada justificara estas atribuciones y menos el acaparamiento, trató de afanarme la merienda. Tuvimos unas palabras y por causa de un trozo de pan duro sin nada dentro, el otro me arreó una tunda. Rómulo el Guapo intervino para poner paz. Cuando la hubo puesto, Luis Mariano Moreno Barracuda tenía un brazo roto, le faltaba media oreja y sangraba por la nariz. Nos metieron en la celda de castigo a los dos y a Barracuda en la enfermería, de la que salió convencido de ser los antedichos y además Jessye Norman. Cuando íbamos camino de la celda, Rómulo el Guapo me susurró:
Homo homini lupus
. Pensé que me estaba dando la absolución. En un manicomio estas cosas pasan. Luego supe que era hombre leído. A raíz del encierro y los consiguientes manguerazos, surgió una sólida amistad entre ambos. A pesar de la diferencia de carácter y de cultura, nos unía el hecho de estar encerrados por sendas arbitrariedades judiciales. Por aquel entonces, Rómulo el Guapo estaba casado con una mujer de gran belleza que le visitaba con frecuencia y le llevaba comida, tabaco (antes se fumaba), libros y revistas. La comida y las revistas las compartía conmigo a sabiendas de que no habría reciprocidad, porque a mí no me visitaba nadie. En alguna ocasión en que por tirria fue acusado sin motivo, yo salí garante de su buena conducta. De resultas de ello volvimos a compartir la celda de castigo. La precipitación con que nos hicieron abandonar el sanatorio y el poco interés de todos por prolongar la estancia en él nos impidió despedirnos como habría sido preceptivo entre compañeros. La última vez que nos vimos íbamos en paños menores. Ahora nos reencontrábamos, muchos años más tarde, y yo seguía en paños menores. Él, en cambio, vestía un traje bien cortado de paño azul, corbata a rayas y loden verde bosque y calzaba mocasines bien lustrados. También conservaba su antigua apostura, incluso se seguía pareciendo a Tony Curtis, pero, igual que a éste, se le notaba el esfuerzo que había de hacer para seguir siendo como era.
Nos fundimos en un cálido abrazo y se le cayó el bisoñé. Superado este embarazoso trance, y tras informarme él de que había sido convocado a la ceremonia de investidura en calidad de suplente, me preguntó qué había sido de mi vida desde la última vez en que nos habíamos visto. Antes de responder, por pura cortesía, me interesé yo por la suya. Como para entonces ya había acabado de vestirme, suspiró y dijo:
—Ay, amigo mío, mi historia no puede relatarse en unos minutos. Pero si dispones de tiempo, tienes el deseo o la bondad de escucharla y aceptas que te invite a un tentempié, te la contaré en detalle.
Acepté encantado la proposición, pues nada me complacía tanto como la posibilidad de reanudar nuestra antigua camaradería, salimos del docto recinto sin que nadie reparara en nosotros y entramos en un figón cercano. Rómulo pidió una ración de boquerones, una copa de vino blanco para él y una Pepsi-Cola para mí. Me conmovió que todavía recordara mis preferencias. Una vez servidos, procedió Rómulo a referirme el último tramo de su accidentada biografía.
La clausura del centro había dejado a Rómulo el Guapo en una situación tan precaria como al resto de los asilados, incluido quien transcribe este relato, oral en sus orígenes. Quisieron, sin embargo, sus buenas prendas, el azar y la caridad ajena que pese a sus antecedentes no tardara en encontrar un empleo no ya honrado, sino honorable, como conserje de un edificio suntuoso en el no menos suntuoso barrio de la Bonanova. Allí los contactos diarios con la gente fina acabaron de pulir sus modales; donativos ocasionales mejoraron su ajuar. A los tres años fue despedido por decisión de la comunidad de propietarios, empeñada en reducir gastos. Sin dinero ni modo de obtenerlo, pero no desalentado, decidió pedir un crédito en una entidad bancaria con el que iniciar un negocio. Buen traje y buenos modales abren puertas principales, reza el dicho: de inmediato fue recibido cordialmente por el señor Villegas, director de la sucursal bancaria de su elección. Los servicios prestados en la conserjería le habían permitido conocer las firmas de los próceres que habitaban el inmueble. Falsificando las de los más preclaros, presentó avales y pidió un préstamo, cuya tramitación requirió reiteradas visitas a la sucursal. Cuando finalmente le concedieron el préstamo, Rómulo el Guapo conocía al detalle la disposición del local y el modo de ser y actuar del personal. Con el dinero del crédito adquirió dos pistolas, dos carteras voluminosas y dos pasamontañas. Lo compró todo por duplicado porque necesitaba un ayudante para llevar a cabo la operación. En la elección cometió un error.