—Ésa no es mi favorita —dijo—. Mis historias favoritas eran las de miedo.
Se oyó un estrépito en el exterior, y se volvió hacia la ventana. Rickon corría por el patio hacia la caseta del guardia, y los lobos lo seguían, pero la orientación de la ventana de la torre no le permitía ver qué pasaba. Frustrado, se pegó un puñetazo en el muslo. No sintió nada.
—Ay, mi dulce niño de verano —dijo la Vieja Tata con voz queda—, ¡qué sabrás tú del miedo! El miedo es cosa del invierno, mi pequeño señor, cuando la capa de nieve es de treinta metros y el viento aúlla gélido desde el norte. El miedo es para la larga noche, cuando el sol oculta el rostro durante años enteros, los bebés nacen, viven y mueren en la oscuridad, los huargos están famélicos y los caminantes blancos recorren los bosques.
—Te refieres a los Otros —dijo Bran.
—Los Otros —asintió la Vieja Tata—. Hace miles y miles de años hubo un invierno frío, duro y largo como jamás hombre alguno había conocido. Hubo una noche que duró una generación, los reyes tiritaban y morían en sus castillos igual que los porqueros en sus chozas. Las madres ahogaban a sus hijos con almohadas para no verlos morir de hambre, y lloraban, y las lágrimas se les helaban en las mejillas. —Su voz y sus agujas se callaron a la vez; miró a Bran con ojos claros, lechosos—. Dime, niño, ¿son éstas las historias que te gustan?
—Bueno —reconoció Bran de mala gana—, sí, pero...
La Vieja Tata asintió.
—Fue durante aquella oscuridad cuando aparecieron por primera vez los Otros —empezó, mientras las agujas hacían
clic
,
clic
,
clic
—. Eran cosas frías, cosas muertas, que aborrecían el hierro y el fuego y la luz del sol, y a toda criatura con sangre caliente en las venas. Arrasaron aldeas, ciudades y reinos, derrotaron a héroes y ejércitos. Eran innumerables, siempre a lomos de caballos blancuzcos y muertos, al frente de huestes de cadáveres. Ni todas las espadas de los hombres pudieron detener su avance, ni las doncellas ni los bebés de pecho despertaron su compasión. Dieron caza a las muchachas por los bosques helados y alimentaron a sus sirvientes muertos con la carne de los niños humanos. —Había bajado mucho la voz, casi no era más que un susurro, y Bran se dio cuenta de que se había inclinado hacia adelante para oírla.
»Eran los tiempos anteriores a la llegada de los ándalos, y mucho antes de que las mujeres cruzaran el mar Angosto huyendo de las ciudades de Thoyne; y los cien reinos de aquel entonces eran los reinos de los primeros hombres, que habían arrebatado estas tierras a los hijos del bosque. Pero aquí y allá, en lo más profundo de las espesuras, los hijos seguían viviendo en sus ciudades de madera, en las entrañas de las colinas, y los rostros de los árboles montaban guardia. Así que, mientras el frío y la muerte invadían la tierra, el último héroe quiso buscar a los hijos, con la esperanza de que la magia antigua pudiera recuperar lo que los ejércitos de los hombres habían perdido. Emprendió la marcha hacia las tierras muertas con una espada, un caballo, un perro y una docena de compañeros. Buscó y buscó durante años, hasta que desesperó de dar jamás con los hijos del bosque en sus ciudades secretas. Sus amigos fueron muriendo uno a uno, y también su caballo, y por último su perro, y hasta su espada se congeló de tal manera que se rompió cuando quiso utilizarla. Y los Otros olieron la sangre caliente que le corría por las venas, y siguieron su rastro en silencio, lo persiguieron con manadas de arañas blancas, casi transparentes, grandes como sabuesos...
La puerta se abrió con estrépito, y faltó poco para que a Bran se le saliera el corazón por la boca del susto. Pero sólo era el maestre Luwin, aunque inmediatamente después apareció por la puerta el gigantesco Hodor.
—¡Hodor! —anunció el mozo de cuadras como tenía por costumbre, al tiempo que dedicaba a todos una amplia sonrisa.
—Han llegado visitantes —dijo el maestre Luwin, que no sonreía—. Se requiere tu presencia, Bran.
—Me estaban contando un cuento —se quejó el niño.
—Los cuentos esperan, mi pequeño señor, cuando vuelvas éste estará donde lo dejaste —dijo la Vieja Tata—. En cambio los visitantes no tienen tanta paciencia. Y a veces traen sus propios cuentos.
—¿De quién se trata? —preguntó Bran al maestre Luwin.
—De Tyrion Lannister, y también vienen algunos hombres de la Guardia de la Noche con noticias de tu hermano Jon. Robb está reunido con ellos. Hodor, ayuda a Bran a bajar a la sala.
—¡Hodor! —asintió el mozo alegremente.
Se agachó para no tropezar con la parte superior de la puerta. Medía bastante más de dos metros, tanto que costaba creer que por las venas le corría la misma sangre que por las de la Vieja Tata. Bran se preguntaba si, cuando fuera viejo, se arrugaría y se encogería tanto como su tatarabuela. No parecía probable ni aunque viviera mil años.
Hodor levantó a Bran con tanta facilidad como si se tratara de una bala de heno, y lo acunó contra el pecho gigantesco. Siempre despedía cierto olor a caballo, pero no era desagradable. Tenía brazos grandes y musculosos, cubiertos de vello castaño.
—Hodor —repitió.
En cierta ocasión Theon Greyjoy había comentado que Hodor sabía muy pocas cosas, pero que no cabía duda de que al menos sabía muy bien su nombre. Cuando Bran se lo contó, la Vieja Tata se echó a reír con cloqueos de gallina, y le confesó que el verdadero nombre de Hodor era Walder. Nadie sabía de dónde había salido lo de «Hodor», pero cuando empezó a repetirlo constantemente pasaron a llamarlo así. Era la única palabra que decía.
Dejaron a la Vieja Tata en la habitación de la torre, con sus agujas y sus recuerdos. Hodor tarareaba algo sin melodía mientras cargaba a Bran escaleras abajo y por la galería. El maestre Luwin iba tras ellos, aunque tenía que apurar el paso para seguir las largas zancadas del mozo de cuadras.
Robb estaba sentado en el trono elevado de su padre. Vestía cota de mallas y cuero endurecido, y tenía el rostro adusto de Robb
el Señor
. Theon Greyjoy y Hallis Mollen estaban de pie a su lado. Junto a los muros de piedra gris, bajo las ventanas altas y estrechas, había una docena de soldados. En el centro de la sala se encontraban el enano y sus criados, con cuatro desconocidos que lucían las prendas negras de la Guardia de la Noche. En cuanto Hodor entró con él en la sala, Bran captó la ira contenida en el ambiente.
—Cualquier miembro de la Guardia de la Noche es bienvenido en Invernalia, durante tanto tiempo como desee permanecer —decía Robb con la voz de Robb
el Señor
.
Tenía la espada cruzada sobre las rodillas, desenfundada para que todos vieran el acero. Hasta Bran sabía qué significaba recibir a un invitado con la espada así.
—Cualquier miembro de la Guardia de la Noche —repitió el enano—. Pero yo no, ¿verdad? ¿Te he entendido bien, chico?
—En ausencia de mis padres, yo soy el señor de Invernalia, Lannister —dijo Robb levantándose y apuntando al hombrecillo con la espada—. No me llames chico.
—Si fueras un señor, tendrías la cortesía de un señor —replicó el hombrecillo, como si no viera la espada que le apuntaba al rostro—. Por lo visto tu hermano bastardo heredó toda la elegancia de tu padre.
—Jon. —A Bran se le cortó la respiración en los brazos de Hodor.
—Así que es cierto, el chico sigue vivo. —El enano se había girado para mirarlo—. Me parecía increíble. Los Stark sois duros de pelar.
—Y los Lannister haríais bien en recordarlo —dijo Robb al tiempo que bajaba la espada— . Trae aquí a mi hermano, Hodor.
—Hodor —dijo Hodor.
Se adelantó sonriente y depositó a Bran en el trono elevado de los Stark, donde se habían sentado los señores de Invernalia desde los tiempos en que eran los Reyes en el Norte. El asiento era de piedra fría, pulida por incontables traseros. En los extremos de los gigantescos brazos había tallas de cabezas de huargos con las fauces abiertas. La enormidad del trono lo hacía sentirse casi como un bebé.
—Dices que tienes algo que hablar con Bran —dijo Robb mientras le ponía una mano en el hombro a Bran—. Bien, Lannister, aquí lo tienes.
La mirada de Tyrion Lannister hacía sentir incómodo a Bran. Tenía un ojo negro y el otro verde, ambos clavados en él como si lo estudiara, como si lo calibrara.
—Me han dicho que eras un trepador excelente, Bran —dijo por último—. Cuéntame, ¿cómo es que te caíste aquel día?
—Yo nunca me caigo —insistió el niño.
Nunca, nunca, nunca se caía.
—No recuerda nada de la caída, ni de lo que estaba haciendo antes —intervino con amabilidad el maestre Luwin.
—Qué extraño —dijo Tyrion Lannister.
—Mi hermano no está aquí para responder a tus preguntas, Lannister —dijo Robb, cortante—. Dile lo que tengas que decirle y sigue tu camino.
—Tengo un regalo para ti —dijo el enano a Bran—. ¿Te gustaría cabalgar, chico?
—El niño ha perdido el uso de las piernas, mi señor —se adelantó el maestre Luwin—. No puede montar a caballo.
—Tonterías —replicó Lannister—. Con el caballo correcto y la silla adecuada, hasta un tullido puede cabalgar.
—¡Yo no soy un tullido! —La palabra había sido como una puñalada en el corazón de Bran. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas incontenibles.
—Entonces yo no soy un enano —dijo el enano con una mueca—. Mi padre se alegrará mucho cuando se entere.
Greyjoy soltó una carcajada. El maestre Luwin se echó a reír.
—¿A qué clase de caballo y silla os referís? —preguntó Luwin.
—A un caballo inteligente —replicó Lannister—. El chico no puede darle órdenes con las piernas, así que hay que adaptar el caballo al jinete, enseñarle a que responda a las riendas, a la voz. Yo optaría por un potro de un año que esté sin entrenar, así no habrá que hacerle olvidar unas cosas antes de aprender otras. —Se sacó un rollo de papel del cinturón—. Dadle esto a quienquiera que os fabrique las sillas. Será más que suficiente.
—Ya... ya veo —dijo el maestre, que curioso como una ardilla gris había cogido el papel de manos del enano, lo había desenrollado y lo estaba estudiando—. Dibujáis muy bien, mi señor. Sí, seguro que funcionará. Tendría que habérseme ocurrido a mí.
—No me ha resultado difícil, maestre. No es tan distinta de las sillas que utilizo yo.
—¿De verdad podré montar a caballo? —preguntó Bran.
Quería creerlo, pero le daba miedo. Quizá fuera otra mentira. El cuervo le había prometido que podría volar.
—Podrás —le aseguró el enano—. Y te juro una cosa, chico: a lomos de un caballo, serás tan alto como cualquier hombre.
—¿Qué es esto, Lannister, una trampa? —Robb Stark parecía desconcertado—. ¿Qué significa Bran para ti? ¿Por qué quieres ayudarlo?
—Me lo pidió tu hermano Jon —respondió con una sonrisa Tyrion Lannister llevándose una mano al pecho—. Y mi punto débil son los tullidos, los bastardos y las cosas rotas.
En aquel momento se abrieron de golpe las puertas que daban al patio. La luz del sol entró a raudales en la sala mientras Rickon, jadeante, se precipitaba hacia el interior. Los lobos huargo lo seguían. El niño se detuvo en la puerta con los ojos muy abiertos, pero los lobos entraron. Clavaron las miradas en Lannister, o quizá captaron su olor.
Verano
fue el primero en empezar a gruñir.
Viento Gris
lo imitó. Se acercaron amenazantes al hombrecillo, uno desde la derecha y otro desde la izquierda.
—A los lobos no les gusta vuestro olor, Lannister —comentó Theon Greyjoy.
—Ya va siendo hora de que me marche —asintió Tyrion.
Dio un paso hacia atrás... y en aquel momento, a sus espaldas,
Peludo
salió de entre las sombras, gruñendo. Lannister retrocedió, y
Verano
se lanzó contra él desde el otro lado. El enano se tambaleó inseguro, y
Viento Gris
le lanzó una dentellada al brazo que le arrancó un trozo de tela de la manga.
—¡No! —grito Bran desde su trono, mientras los hombres de Lannister desenfundaban las espadas—. ¡Ven,
Verano
! ¡Aquí!
El lobo huargo oyó la voz, miró a Bran y, a continuación, miró de nuevo a Lannister. Retrocedió sin apartar los ojos del hombrecillo, y por último se tendió bajo los pies colgantes de Bran.
Robb había estado conteniendo el aliento. Lo dejó escapar con un suspiro.
—
¡Viento Gris!
—llamó. Su lobo volvió con él, rápido y silencioso. Ya sólo quedaba
Peludo
, que seguía gruñendo al hombrecillo y mirándolo con unos ojos que eran como llamaradas verdes.
—¡Llámalo, Rickon! —gritó Bran a su hermano pequeño.
—¡A casa,
Peludo
, vamos a casa! —gritó Rickon al recuperarse de la sorpresa.
El lobo negro gruñó por última vez a Lannister y corrió hacia Rickon, que se le abrazó con fuerza al cuello.
—Qué interesante —comentó con voz átona Tyrion Lannister.
Se quitó la bufanda y se secó la frente con ella.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó uno de sus hombres, espada en mano.
No dejaba de mirar a los lobos, nervioso.
—Tengo una manga rota y los calzones incomprensiblemente mojados, pero no tengo nada herido salvo la dignidad.
—Los lobos... —Hasta Robb parecía conmocionado—. No entiendo por qué han hecho eso...
—No cabe duda de que me confundieron con la cena. —Hizo una reverencia rígida en dirección a Bran—. Muchas gracias por llamarlos, joven señor. Te aseguro que les habría resultado muy indigesto. Y ahora sí que me voy de verdad.
—Un momento, mi señor —dijo el maestre Luwin.
Se dirigió hacia Robb e intercambió con él unos susurros. Bran trató de escuchar qué decían, pero hablaban demasiado bajo.
—Quizá... —dijo Robb Stark envainando la espada—. Puede que haya sido poco cortés contigo. Has sido amable con Bran, y... bueno... —Robb hizo un esfuerzo por recuperar la compostura—. Te ofrezco la hospitalidad de Invernalia, Lannister.
—No me vengas con falsas cortesías, chico. No simpatizas conmigo y no quieres que me quede aquí. Antes he visto una posada fuera de los muros, en la ciudad. Allí me darán cama, y así los dos dormiremos mejor. Y por unas cuantas monedas seguro que también encuentran a alguna ramera amable que me caliente las sábanas. —Se dirigió a uno de los hermanos negros, un hombre viejo de espada encorvada y barba enmarañada—. Partiremos hacia el sur al amanecer, Yoren. Nos encontraremos en el camino. —Sin añadir más, recorrió la sala trabajosamente con sus piernas cortas, pasó junto a Rickon y salió por la puerta. Sus hombres lo siguieron.