Ira Dei (27 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—¿Cómo sabremos dónde fue enterrada la familia del Marqués? —Ariosto estaba confundido, todo el pavimento era moderno.

—Mi visita al Archivo Diocesano no fue demasiado fructífera, pero desde allí me acerqué al Catedralicio, y con la ayuda del canónigo archivero he logrado notorios avances —le mostró un fajo de fotocopias en un portafolio—. Los Fuensanta fueron enterrados bajo la Capilla del Cristo de la Columna. Todos sus miembros a partir del segundo marqués, incluyendo al hijo mayor del tercero, que es el que nos interesa. Fecha del entierro —el archivero buscó entre sus notas—, 25 de abril de 1751. Pero lo mejor de los datos que he encontrado es que existe una descripción posterior de la distribución de las tumbas.

—Pero no veo cómo se puede acceder a ellas. El suelo es uniforme y no creo que nos permitan perforarlo.

—Hay una trampilla a la izquierda del retablo —anunció ufano Hernández, avanzando hacia la capilla y señalando un lugar preciso—. ¡Aquí está! Si tiramos de la anilla accederemos al panteón de la familia.

—Lo siento —interrumpió el padre Damián—, no me han autorizado a dejarles entrar en los panteones.

—No queremos entrar, Padre —respondió Ariosto en tono amigable—. Al menos de momento. Sólo echar un vistazo.

Hernández aprovechó el momento de titubeo del cura y tiró de la anilla. Ariosto le ayudó. La losa comenzó a levantarse, alzando una pequeña nube de polvo. Un olor a humedad rancia salió del hueco ocupado por la piedra. La depositaron a un lado. Debajo de ella iniciaba el descenso una escalera de piedra con claros signos de desgaste. Al quinto escalón la oscuridad la envolvía.

—¡Maldita sea! —Hernández iba a jurar cuando la mirada desaprobadora del cura le hizo callarse—. Perdone, padre. Es que nos hace falta una linterna.

—Tengo una en la sacristía —respondió el padre Damián—. Si me prometen quedarse quietos, voy a buscarla.

—Por supuesto —Ariosto adoptó su cara de no haber roto un plato en su vida—, puede confiar enteramente en nosotros.

El cura caminó hacia el otro extremo de la iglesia, volviendo la cabeza de vez en cuando. Al final desapareció tras las columnas.

—Déjeme el móvil, Pedro —Ariosto se lo arrebató de la mano y comenzó a bajar los escalones, armado de los dos teléfonos con las pantallas encendidas. Comenzó a describir lo que veía—. Hay unos quinces escalones. Al final hay un pasillo estrecho con lápidas a los lados. Deben cubrir diversos nichos. Los más cercanos a la escalera son los más modernos. Desde 1850 hacia atrás. Hay un recodo a la izquierda. Las lápidas son más antiguas y están sujetas con remaches oxidados. Voy a echar un vistazo.

Pasaron unos segundos. Hernández oyó la puerta de la sacristía, cerrándose.

—¡Ariosto! ¡Debe salir ya! —El archivero intentó no elevar demasiado la voz.

En cinco segundos Ariosto salió por la escalera, muy serio.

—He localizado a los Fuensanta. La cubierta del nicho estaba casi suelta y no me ha costado quitarla. De poca dignidad pueden presumir ahora. La luz de los móviles no me ha servido de mucho. Va a ser necesario volver en otro momento.

El cura llegó a su altura.

—Aquí tienen la linterna.

—Gracias. —Hernández se arrodilló y se asomó por la negra abertura, enfocando la luz al interior. Un minuto después dirigió una mirada suplicante al cura.

—No, lo siento —dijo el cura, que no lo sentía en absoluto—. Se trataba de una visita de las zonas accesibles de la Catedral, nada más. No incluye los panteones.

Hernández devolvió la linterna al padre.

—Nos ha sido de gran ayuda, pero debemos irnos ahora. Le ruego nos perdone las molestias que le hemos ocasionado y le agradecemos su tiempo.

—¡Oh! No ha sido nada —el cura se sintió importante y al mismo tiempo aliviado por la pronta finalización de aquella incómoda visita—. Les espero en la próxima misa.

***

Hernández y Ariosto salieron al exterior. Hasta ese momento el archivero no se dio cuenta de que Ariosto estaba pálido.

—¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra mal?

—Amigo Pedro —Ariosto hablaba despacio, casi contando las palabras—, le aseguro que estando allí abajo me ocurrió algo muy extraño, que no recomiendo a nadie si está solo. Cuando retiré la lápida familiar de los Fuensanta me pareció oír un sonido apagado, muy lejano. Todavía tengo los pelos de punta. Me detuve un segundo a escuchar y…, que me maten si no era una mujer sollozando.

38

Galán pulsó el timbre repetidas veces. Abandonó conscientemente la cortesía de la tímida llamada única. Recordó por un instante a uno de sus jefes cuando entró en la policía: golpead las puertas, gritad para que los vecinos os oigan, asustad al personal. Si los cogéis desprevenidos y son culpables, se les notará a la legua. Si son inocentes, se contentarán con que os vayáis y no dirán nada.

Eran otros tiempos con otros métodos. ¿O no? Se rumoreaba que había todavía quien los utilizaba de forma desproporcionada en la persecución de delitos menores. Galán se quitó la vergonzante idea de la cabeza y miró las ventanas de la casa contigua a aquella de la que acababan de salir. Los cristales relucían, señal inequívoca de que estaba habitada. Insistió en el timbre. Nada, ni el más mínimo movimiento. Sacó su móvil y llamó a su ayudante.

—¿Morales? Escucha. Averigua en el Ayuntamiento quién vive en el 96 de la calle Anchieta, y acto seguido consigue su teléfono. Espero tu llamada, gracias.

Galán esperó con Ramos en la acera de enfrente, a la sombra. Se notaba un bochorno creciente, distinto al calor seco del día anterior. Después de todo, era posible que se formase una tormenta al final del día. Al cabo de cinco minutos, recibió la llamada que esperaba.

—La casa figura en el Catastro a nombre de Marcos Machado de la Oliva —Morales sonaba satisfecho de la velocidad de respuesta—. Tiene un teléfono fijo, el 922052509.

Galán marcó el número. Sonó cuatro veces y una voz cavernosa contestó.

—¿Diga?

—¿Es el señor Machado?

—Sí —la voz titubeó, insegura por un segundo—. ¿Quién es?

—Soy el Inspector de Policía Antonio Galán, y llevo diez minutos tocando el timbre de la puerta de su casa. Es de vital importancia para una investigación policial que hablemos con usted. Le ruego que evite obligarme a citarlo en la comisaría.

—Debe ser algo importante, dada su desconsiderada insistencia —respondió la voz, con un leve acento sudamericano—. ¿No sabe que las visitas deben anunciarse? De acuerdo, le atenderé en unos minutos. Me visto y bajo. —Se cortó la comunicación.

Galán evaluó la breve conversación. Al contrario que el vecino, que al principio no decía palabra y al final había que pedirle que se callara, este otro le parecía más problemático. Su experiencia le dijo que aquella contestación sonaba un tanto irrespetuosa para ser dirigida a un agente del orden: aquel tipo había tenido trato con la policía, y posiblemente no muy amistoso.

La puerta se abrió pocos minutos después y se asomó a la calle un hombre de unos cincuenta y tantos años, calvo y con gruesas gafas, perilla recortada con esmero, y traje y corbata negros. Vaya molestia vestirse así sólo para abrir la puerta, pensó el policía. En la mitad de las casas la gente abría en camiseta y zapatillas, cuando no en bañador y chanclas. A pesar de intentarlo, Galán no percibió ningún olor proveniente de la casa. El vecino exageraba, sin duda.

—Soy Marcos Machado. Usted dirá. —No había amabilidad en el tono.

—Deseamos hacerle un par de preguntas, por favor —Galán tiñó de una fina capa de buena educación la frase.

—Pueden preguntar. —El tipo permanecía impasible, con cierto aire de incomodidad.

—¿Nos permite pasar? —Ramos notaba como se tostaba su nuca al sol.

—De ninguna manera, agente. Ustedes desean hacerme un par de preguntas, no tomar un café. No les he invitado, por lo que responderé aquí.

Galán se guardó, en un lugar profundo, la irritación que le produjo la desagradable réplica. A fin de cuentas, estaba en su derecho, y los malos modos con la policía no eran tan raros hoy día.

—Estamos buscando una persona desaparecida en esta calle. La última vez que se supo de ella estaba en el patio trasero de esta manzana. ¿Notó la presencia de alguien fuera o dentro de su casa anoche?

—No, no he notado que hubiera nadie extraño en mi casa —el hombre parecía cada vez más estirado, como si el nudo de la corbata le fuera estrangulando lentamente—. En caso de que así fuera, al tratarse de un allanamiento de morada, ustedes serán los primeros en ser notificados. ¿Cuál es la segunda pregunta?

—¿Tiene usted un sótano amplio en su casa?

La pregunta asombró al tal Machado, ya que enarcó una ceja. No obstante, recobró de inmediato la cara de póker.

—Sí, un trastero con carbonera. No lo usamos en absoluto. De hecho no usamos más de la mitad de la casa, es demasiado grande.

—¿Quién más vive con usted?

—Lo siento Inspector, el par de preguntas se ha agotado. Si desea hacer un interrogatorio más a fondo, será mejor que me cite oficialmente y acudiré a la comisaría acompañado por el decano del Colegio de Abogados. Si quiere ver el patio o el sótano de mi casa, deberá venir con una orden judicial, y con total seguridad, no creo que la obtenga si es tan impertinente con el juez como lo ha sido en esta ocasión. Si al final decide volver, haga el favor de no intentar destrozar de nuevo el timbre de la puerta. Que pase un buen día.

La puerta se cerró suavemente, sin portazo, una mínima concesión a las buenas maneras, pero insuficiente y contradictoria con el mensaje anterior.

—Hay que joderse —Ramos escupió al suelo y pisó el salivazo.

—Ramos, continúa la ronda —Galán volvió a la sombra, ya estaba sudando con aquella chaqueta tras el rato al sol—. Yo me acerco a la Comisaría a buscar información sobre este tipo. Con poco que encuentre, iré a ver al juez de guardia.

Galán tenía la premonición de que aquel hombre ocultaba algo. Si planteaba la desaparición de Marta con argumentos tremendistas tal vez pudiera conseguir una orden de entrada y registro. Aquella semana estaba de guardia la jueza Martina Guerra, una vieja conocida. Con un poco de suerte lo lograría. Era cuestión de intentarlo.

39

El alcalde Perdomo no estaba para bromas. La oficina de relaciones públicas le había obligado a convocar una rueda de prensa para ofrecer la imagen de regidor preocupado por los asesinatos. A pesar de su enfado, Perdomo lo tenía claro. Le echaría el muerto, mejor dicho, los muertos, al jefe de policía, que también intervendría. Se miró en el espejo del pasillo contiguo a la sala de prensa del Ayuntamiento. El triángulo de la corbata bien apretado, el traje Armani entallado que disimulaba un principio de sobrepeso, con el primer botón de la chaqueta abrochado, y el cabello con su peinado característico, fijado con un poco de laca. Estaba presentable. Su asesor de protocolo estaba pendiente de él y le colocó mejor las puntas del pañuelo que sobresalían del bolsillo superior de la chaqueta.

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