—Intentaré arreglarlo para esta tarde. Espero que no coincida con su partida de
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en el Casino. Si es así, tendrá que ser otro día. Dado que la señorita Herrero está también interesada en esos papeles, ¿qué tal si organizo un té en casa de Adela a las cinco?
—Puede ser una velada agradable —respondió inseguro Hernández, no esperaba que aquello fuera tan rápido.
—Bien, deme diez minutos y le llamo.
Ariosto colgó el teléfono. Se levantó y abrió uno de los cajones de la biblioteca. Hojeó su listín telefónico privado hasta dar con lo que buscaba.
A. más de uno le gustaría tener acceso a los números anotados en esa agenda
, pensó. Se sentó de nuevo y marcó el número. Descolgaron al tercer timbrazo. La voz de una mujer mayor preguntó quién era.
—Querida tía Adela, soy Luis Ariosto, ¿cómo estás?
—¡Hola Luisito! ¡Qué alegría escucharte! Estoy bien, más o menos, tú sabes… ¡Hace tiempo que no me llamabas!
—Ha sido un descuido imperdonable por mi parte, pero es que he estado fuera…
—¡Paparruchas! ¡Sé que volviste hace más de un mes! ¿Te crees que no me entero de lo que haces?
—Por supuesto que no… —Ariosto usaba su tono más conciliador—, todos sabemos que estás al tanto de lo que pasa en la ciudad.
—¿Y qué quieres Luisito?, sabes que estoy muy ocupada.
Ambos sabían que la anciana no tenía nada que hacer por las mañanas, pero a ella le gustaba aparentarlo y Ariosto se complacía en ser su cómplice. Adela Cambreleng era una viuda de familia bien con dinero, que se permitía el lujo de adoptar espiritualmente a aquellas personas que la divertían. Ariosto, tan ligado a su familia desde pequeño, era uno de sus «sobrinos» favoritos. Adela rezumaba tal clasicismo que pensaba y vestía de etiqueta las veinticuatro horas. Tal vez fuera uno de los últimos ejemplares de esa clase de señoras, más del siglo XIX que del XXI. Por ello, las malas lenguas decían que merecía una vitrina para ella sola en el Museo de Historia. A Ariosto le encantaba como convertía la sofisticación de sus costumbres en algo natural y simple.
—Te llamaba porque tengo dos amigos, unos jovencitos impertinentes, que presumen de saber jugar mejor que nadie al
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, y creo que podríamos darles una lección. ¿Tienes partida esta tarde?
—No, la partida es mañana —la voz de Adela se volvió desafiante—. Respecto a esos niñatos, creo que es nuestro deber poner a cada uno en su sitio. ¿Qué te parece si vienen esta tarde y jugamos en mi salón? A las seis es una buena hora.
—Me parece fantástico, querida —Ariosto hablaba sonriendo—, la verdad es que no se me había ocurrido concertar la partida en tu casa…, es una idea excelente.
—Bueno, no se hable más, que tengo cosas que hacer. No te olvides de las galletas inglesas, Luisito.
—¿Cuándo me he olvidado, querida tía?
Ariosto colgó el teléfono y marcó rellamada en su móvil.
—¿Pedro? Ya está concertada la entrevista. Esta tarde a las seis. Pasen por casa un poco antes y vamos juntos, que es cerca. ¡Ah! Una cosa, ¿Qué tal juega al
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? ¿Que no tiene ni idea? Bueno, no es para alarmarse, tiene ocho horas para aprender…, y para enseñar a Marta.
Galán llegó a su despacho de la Comisaría Local de La Laguna más de media hora después. Contactó con la secretaria del Presidente del Cabildo, que recogió su petición. A los diez minutos le llamó el Presidente en persona. Acordaron establecer una reunión urgente con todos los cuerpos policiales y servicios de emergencias de la Isla al día siguiente a primera hora. El Cabildo se encargaría de citarlos a todos y ponía a su disposición sus salas de reuniones.
Había que organizar el trabajo. A continuación llamó a los integrantes de la brigada de investigación de delincuencia especializada, una denominación en la que se integraban las actuaciones por homicidios. En cinco minutos se verían todos en la sala de reuniones, la habitación más grande de la comisaría, que rara vez se utilizaba.
En el tiempo prescrito los agentes citados se encontraban listos para empezar. Se sentaron en torno a una mesa interminable de madera de pino barnizada, en varias sillas a juego que ocupaban casi todo el espacio. Unas pesadas cortinas de color marrón oscuro, que no habían pasado por la tintorería en años, colgaban polvorientas en los altos ventanales que daban a la calle del Agua. Presidía la sala un retrato descolorido del Rey, de los años en que subió al trono. Parecía que el tiempo se hubiera detenido en aquel lugar a finales de los setenta. El presupuesto de modernización de la sala de juntas se posponía año tras año, en aras de nuevo equipamiento policial, o por lo menos esa era la excusa.
—Si os parece bien, Morales se ocupará con Febles de la pista de los neumáticos.
Galán daba órdenes de forma que pareciera a sus subordinados que les pedía un favor. Utilizaba un tono suave, pero firme, que hacía al grupo trabajar con ganas.
—Ramos, con Méndez y Bacallado van a rehacer el itinerario de la segunda víctima durante la última semana, y terminar el del primer asesinado. Es importante interrogar a todas y cada una de las personas que los vieron esos días, ya sabéis lo que hay que hacer. Busquemos algún nexo de unión entre las dos víctimas. Valido y Prados estarán pendientes del informe del forense y del de la policía científica. También buscaremos antecedentes en los últimos veinticinco años de homicidios con armas blancas inusuales, punzones, cuchillos de montaña, navajas grandes y similares —tomó aire mientras todos asentían. Formaban un buen equipo, sólo necesitaban algo con lo que trabajar—. Yo me quedo en la comisaría coordinando. Si surge algo, me acercaré rápido donde estéis. ¿Ha habido algo nuevo mientras estaba en Santa Cruz?
—Hemos localizado dos concesionarios de la marca de los neumáticos —Morales se levantó para hablar. Le gustaba hacerlo, aunque con su vozarrón era innecesario—, tienen unos treinta puntos de venta en la Isla. Comenzaremos por los más cercanos a La Laguna y ampliaremos el radio de búsqueda. Espero tener el listado de los compradores de neumáticos esta tarde.
—Bien, puede ser importante para confrontar los datos con los del equipo de Ramos—. Galán miró al otro subinspector, dándole la palabra con un movimiento del mentón—. ¿Qué sabemos de la víctima?
—Ha sido identificada por los vecinos. Vivía a unos quinientos metros del lugar del crimen. Anoche estuve con la familia. Mejor no comentarlo. Era trabajadora de la empresa de abastecimiento de agua y se dedicaba a tareas administrativas, aunque a veces actuaba como suplente del lector de los contadores cuando está de baja por enfermedad o de vacaciones. No salió de la oficina de la empresa los últimos tres días laborables. Los dos días anteriores realizó varias lecturas en el centro de La Laguna y en los barrios de El Coromoto y de La Verdellada. Hoy me entregan el listado de lecturas y las comprobaremos. De resto, tenía una vida bastante rutinaria. Comía en su casa y por las tardes iba a la UNED, en la calle San Agustín. Estudiaba Psicología, estaba en el tercer año. No se le conocen enemigos. Soltera, nada de novios ni parejas conflictivas. Otra víctima sin causa aparente.
—Tengo buenas y malas noticias —Valido intervino cuando Ramos terminó—. Se trata de las pruebas de la sangre del asesino. A pesar de lo escaso de las muestras, han llegado los resultados de su grupo sanguíneo. Ahora los del laboratorio están esforzándose tratando de averiguar si el agresor padece algún tipo de enfermedad o carencia que puedan darnos alguna pista. Lo malo es que la secuenciación del ADN va a tardar más de lo que pensábamos, unas cuatro semanas. La máquina que teníamos aquí ha tenido un fallo y hay que enviar las muestras a Las Palmas, y allí, según dicen, tienen también mucho trabajo urgente retrasado.
—Mala suerte —Galán no disimulaba su semblante contrariado—. Tendremos que trabajar a la antigua usanza. ¿Algo más? ¿Alguna pregunta? —ninguno respondió—. Bien, los jefes de equipo se reunirán conmigo aquí a las cuatro. ¡A trabajar!
***
Mientras sus compañeros salían, Galán recordó que su móvil estaba apagado. Llevaba así toda la mañana. Al activarlo, parpadeó el aviso de mensaje recibido. Tenía siete llamadas perdidas y dos mensajes de texto. Reconoció las llamadas de dos periodistas, uno de
El Día
y otro de la
Televisión Cana
ria
. De los mensajes, uno era de Ariosto. —
Tengo algo interesante para usted
—. Siempre era así de lacónico, pero con la suficiente información para obligarle a llamarlo. Buscó en la memoria del teléfono su número y pulsó el botón de llamada. Contestaron al segundo tono.
—Amigo Antonio, ¿Qué tal está? ¿Ha dormido bien? —la cortesía de Ariosto era invariable—. Espero que sí. Yo, la verdad, estaba bastante agitado y me costó conciliar el sueño. Comprenderá que uno no se encuentra en situaciones como la de anoche muy a menudo —Galán sabía que Ariosto diría lo que tuviera que decir cuando quisiera, era inútil tratar de atajarlo—. Por una de esas casualidades, querido amigo, ha llegado a mis oídos que el secuenciador de ADN que utilizan las fuerzas de seguridad se ha… ¡qué pena!, averiado transitoriamente. Y yo me he preguntado, ¿qué podría hacer para ayudar en este contratiempo a mi buen amigo Galán? Y hete aquí que en lo más recóndito de mi memoria y de mi agenda telefónica ha aparecido, ¡oh, sorpresa!, el número de mi excelente amigo el catedrático de Biología Molecular, el bueno de Pedro Samper. Y se me ha ocurrido, ¿aprobaría Galán que le llamara y consiguiera que distrajera de los nobles propósitos científicos la maquinita de secuenciación que ellos tienen en la Facultad? Podríamos tener los resultados en un par de días… ¿Qué le parece?
—Me parece maravilloso —contestó Galán, algo escamado—, ¿y nos dejarían hacer la prueba así, sin más, aparcando sus proyectos?
—Conociendo como conozco al doctor Samper, hay grandes posibilidades de que así sea. Aunque tal vez exija algo a cambio… —Ariosto dejó transcurrir unos instantes de silencio—, en fin, una fruslería, nada que el Inspector Galán no esté en disposición de conseguir.
—Veo que llegamos al meollo de la cuestión —Galán era consciente de que hacía rato que había caído en las redes de Ariosto—, ¿y qué es eso tan banal que yo podría hacer?
—Bueno, tal vez el Inspector Galán podría hacerse acompañar por un experto en complejas operaciones fiscales durante la investigación de los asesinatos. Nunca se sabe por dónde saltará la liebre, y hay que estar preparado, creo yo. Por supuesto, ese asesor extrapolicial no interferiría para nada en la labor de los agentes, y su período de ejercicio sería temporal, limitado a la resolución del caso.
—¿Tiene algún candidato? —preguntó el policía con un tono irónico, a juego con su sonrisa de medio lado.
—Bien, había pensado en tres personas, pero, desgraciadamente, ninguna está disponible en estos momentos. Por ello, y dada la alarma social que despierta el asunto, estaría dispuesto a aportar mi precioso tiempo para colaborar en la búsqueda del asesino. En fin, a veces hay que hacer este tipo de sacrificios…
—Amigo Ariosto, ¿nunca se le ha ocurrido vender pisos o seguros? Estoy seguro de que haría una fortuna.
—De momento no entra en mis planes, pero la vida da muchas vueltas, nunca se sabe —Ariosto no podía disimular un tono triunfante—. Sólo tengo una última humilde petición, por favor.
—¿Cuál es?
—Que no me haga llevar la acreditación de visitante colgada de la chaqueta, es denigrante y mi sastre no se lo perdonaría.