—Yo tampoco —respondió el policía—. ¿Y la segunda?
—Pues que la aldaba blanca no está en la casa del tiroteo, sino en la de al lado.
—¡Coño! ¡Es verdad! —exclamó Ramos, estupefacto—. Eso significa que hemos dado con algo distinto, y que el asesino sigue suelto.
—Sí, eso parece —añadió Ariosto.
—Hay que joderse —concluyó el policía.
Ariosto se encontraba en el desván de la destrozada casa de los Machado. Ramos le había autorizado el acceso a cambio de que no tocara nada, después de llamar infructuosamente en la casa de al lado, la de la aldaba blanca. Nadie había abierto.
Había cruzado el campo de batalla en que se había convertido la planta baja de la casa. Todavía no se había asentado todo el polvo de cal. En el primer piso, dio un rodeo para evitar el cadáver de Patrick Robles, cubierto por una sábana. Todavía no había llegado la jueza.
Miró detenidamente el desván, sin encontrar nada que le llamara la atención. Abrió una de las ventanas ovoides, que apenas iluminaban la estancia, y estudió la fachada trasera de la casa. Justo debajo se hallaba el hueco de lo que una vez fue una ventana, destrozada por los disparos. A su izquierda, un tejadillo nacía un metro más allá. Estaba buscando un acceso a la casa colindante, que era la que le interesaba, por el tejado. Naturalmente, no se lo había dicho a Ramos. A un policía le estaba vedado hacer aquello, pero él era un civil, y podía arriesgarse.
El riesgo real, en aquel momento, era el de caer del tercer piso al patio trasero. Ariosto se quitó la chaqueta y la corbata, y las dobló con delicadeza. Cambió su calzado por las botas de obra y lo colocó todo dentro de la mochila que llevaba a la espalda. Se deslizó por el hueco y se sentó en el borde de la estrecha ventana, encogido. Agarró fuertemente con su mano izquierda el marco de la ventana y saltó girando sobre sí mismo hacia las tejas. Aterrizó con dificultad sobre el plano inclinado, rogando para que no se desprendieran las cerámicas curvas. Ninguna se movió.
Con sumo cuidado, escaló el tejadillo hasta llegar a la cubierta principal de la otra casa, un tejado rectangular a cuatro aguas. Allí las tejas pedían una reparación urgente: un pequeño bosque de verodes surgía de sus uniones agrietadas, y amenazaba con colonizar todo el espacio. Alcanzó la cúspide y bajó por el otro lado, con más cuidado. Llegó al borde y se asomó ligeramente. Debajo del tejado principal estaba, a cosa de metro y medio, el tejadillo de las galerías que rodeaban el patio interior. Bajó con cuidado la diferencia de altura, apoyando el pecho sobre el tejado de arriba y dejándose caer de espaldas con las piernas por delante. La camisa blanca adquirió un matiz color tierra que contrarió a su dueño.
Tal como imaginaba, dos pequeñas ventanas se abrían como ojos en aquel estrecho paño de pared. Eran las del desván de aquella casa. Ariosto tenía previsto entrar por ahí. La arquitectura de las casas antiguas laguneras seguía un patrón básico que se repetía con pequeñas variantes. En casi todas las casas había una buhardilla o pajarera, como a veces se la llamaba.
La ventana de madera, con pequeños cristales cuadrados engastados en marcos con forma de parrilla, estaba cerrada por dentro. Sacó la linterna de su mochila y golpeó uno de los vidrios, que se rompió al instante. Quitó las esquirlas con el mango, pasó la mano y descorrió el cierre. Un segundo después estaba dentro.
Un par de muebles ajados y varias cajas vacías convivían en aburrida armonía. Ariosto esquivó como pudo un dosel de telarañas que colgaba del techo. La puerta daba paso a una estrecha escalera de dos tramos, que bajaba a la zona noble de la casa. El suelo de madera crujía bajo su peso, por lo que intentó hacer el menor ruido posible. Bajó de puntillas, no tenía forma de saber si había alguien en la casa. Llegó a un distribuidor que repartía puertas entre un salón, la cocina y el comedor. Miró dentro de la cocina. No vio a nadie.
—¡Quieto ahí! —Una voz casposa sonó a su espalda—. ¡Como se mueva le pego un tiro!
Ariosto se quedó petrificado. Su plan de pasar inadvertido se venía abajo a las primeras de cambio. Levantó despacio los brazos.
—Voy a darme la vuelta —anunció con voz serena.
Ariosto se volvió. Enfrente se encontraba un individuo sesentón, armado con una escopeta de caza provista de dos amenazadores cañones. Se le notaba nervioso y poco ducho en el manejo del arma. El balanceo lo delataba. La posición de la mano no le permitió comprobar si había quitado el seguro.
—¿Quién diablos es usted y qué hace en mi casa?
—Mi nombre es Ariosto, Luis Ariosto —el hombre no se inmutó, no debía ser cinéfilo—, inspector de Hacienda.
—¿De Hacienda? —el adversario de Ariosto no disimuló su perplejidad—. ¿El acoso fiscal al ciudadano hace que lleguen a meterse en sus casas?
—Me encuentro aquí en misión oficial. Se trata de una importante investigación —había pasado el primer momento de tensión. Ariosto bajó lentamente los brazos—. Si me hubiera abierto la puerta cuando pulsé el timbre no me habría obligado a hacer equilibrios por el tejado. ¿Qué le parece si nos sentamos y hablamos civilizadamente? —Ariosto señaló el salón e hizo ademán de moverse hacia él.
—¡No se mueva o disparo!
Ariosto esperó un par de segundos. Miró fijamente al hombre armado y comenzó a moverse hacia el salón.
—Usted no va a disparar. El ruido atraería a los policías que están en la calle, y eso no le interesa en estos momentos. ¿Me equivoco?
Los cañones de la escopeta temblaban. Aquel hombre luchaba con sus pensamientos. Sin bajar el arma, permitió que Ariosto caminara hacia el salón, entrara en él y se sentara en uno de los sillones, esperando con las piernas cruzadas, como si fuera a tomar un té. El forzado anfitrión se quedó de pie, de espalda a una de las paredes del salón. Seguía apuntándole.
—¿Qué quiere? —preguntó secamente— ¿Por qué está aquí?
—Sólo deseo información. Nada más. —Ariosto comenzaba a sentirse cómodo. Había logrado picar la curiosidad de aquel tipo—. Quisiera que me hablara de la persona que vivió aquí a comienzos de los años cuarenta. ¿Quién era? ¿Su padre? ¿Su abuelo? Su apellido es Darias, ¿verdad?
—¿Mi padre o mi abuelo? —su expresión era de viva extrañeza— ¿Qué ocurre? ¿Se olvidaron de presentar la declaración hace sesenta años?
—Por los datos que hemos recabado, uno de ellos, posiblemente su abuelo, fue uno de los principales ayudantes de los arquitectos que restauraron la Catedral en los años posteriores a la Guerra Civil.
Ariosto utilizó el plural mayestático, trataba que aquel tipo supiera que se trataba de una investigación conjunta. El hombre no respondió, esperando que siguiera.
—Sabemos que durante los trabajos de colocación del nuevo pavimento se levantaron las losas antiguas, lo que dejó al descubierto muchos de los enterramientos realizados en el templo. Creemos que su abuelo tomó, digamos que prestado, un objeto de una de las tumbas. Un objeto precioso.
—No me fastidie, ¿quiere que pague impuestos ahora por eso?
El sarcasmo del dueño de la casa le indicó a Ariosto que iba por buen camino.
—No, no se trata de eso. Es necesario encontrarlo, dado que es muy peligroso.
—¿Peligroso? ¿Por qué?
—Usted sabe de qué estoy hablando. Nadie nunca le había hecho mención de ese objeto dorado y luminoso, ¿verdad? —Ariosto se marcó otro farol. Suponía que el contenido del relicario debía ser así.
—No. No sé de qué me está hablando. —Titubeó su adversario antes de contestar.
—Sí que lo sabe. Creo que puede utilizarse como colgante —Ariosto se aventuró a dar otra vuelta de tuerca—. Si no me equivoco, su abuelo lo usó de esa manera. ¿No es cierto?
—¿Y qué si lo hizo?
—Ese colgante posee unas propiedades que lo hacen extremadamente peligroso. Altera las facultades mentales y provoca una inestable agresividad. Es un peligro para el que lo lleva y para los demás.
—No es cierto —espetó el hombre—. Usted no tiene ni idea. Es un talismán divino. El que lo porta habla con los ángeles.
—¿Habla con los ángeles? —Ariosto acogió con sorpresa la primera noticia de cómo actuaba el relicario. El viejo lo tenía, sin duda.
—Sí, con los ángeles vengadores. Dan sabios consejos, y también órdenes que deben cumplirse —el tipo sonrió. Sus ojos adquirieron un brillo de locura durante una décima de segundo. Ariosto notó un escalofrío por su espalda—. Cuando se cumplen te hacen sentir bien. Yo sólo soy el instrumento de la
Ira Dei
, la ira de Dios.
—¿Qué tipo de órdenes dan?
—Nos señalan a los impíos, a los enemigos de la fe. Nos ordenan luchar contra ellos.
—¿Y cómo luchan?
—Es fácil. Se les hace desaparecer.
Desaparecer. Ariosto supo con certeza que sus sospechas se habían confirmado. Estaba asombrado de haber acertado de pleno en su búsqueda tan pronto, y al mismo tiempo un tanto intranquilo por no tener a los policías más cerca. Miró a los ojos a su oponente. Intentó encontrar un brillo de locura en ellos, pero de momento sólo percibió una oscura impenetrabilidad. Le daba mala espina que ese hombre hablase con tanto desparpajo. Estaba dejando ver su jugada. O mucho se equivocaba, o a aquel tipo no le importaba contar sus secretos a alguien que también «iba a desaparecer».
Ariosto se fijó en el cuello del hombre. Debajo de la camisa llevaba una cadena de plata con un colgante, apenas perceptible. Este se dio cuenta del interés de Ariosto.
—¿Es esto lo que estaba buscando?
Sacó de su camisa la cadena. De una anilla colgaba una pequeña funda de cuero marrón oscuro. Abrió la tapa con una mano, dejando caer el contenido sobre la palma de su mano. Un cristal ovoide, del tamaño de un dedo pulgar, brilló en la penumbra. Una lámina de oro rodeaba por sus filos la piedra transparente de reflejos dorados, que brillaba con la luz de la tarde. Se trataba del denominado engaste cerrado, el más antiguo y sólido. Se adivinaba en el metal una inscripción muy antigua en ambos laterales.
La gema poseía un brillo muy vivo, limpio, atrayente, casi hipnótico.
El oro de san Telmo.
El hombre soltó una desagradable carcajada y colocó la joya dentro de su funda.
—Ha llegado tarde, señor inspector de Hacienda. El privilegio de contemplar la luz divina tiene un coste. Igual le pasó a la chica, y ella también pagará por ello.
—¿La chica? —Ariosto no comprendió al hombre.
—Sí, la chica. También quería saber cosas de mi abuelo. —Su voz era dolorosa y se apagaba con cada frase—. Bastaba con que ella desapareciera, pero «ellos» exigieron esta vez dos sacrificios. Usted tenía que acompañarla.
La mente de Ariosto trabajaba deprisa,
¿de qué chica hablaba aquel tipo? Marta había estado con él hasta hace una hora. No, era imposible que fuera ella.
¿Sería otra de las víctimas capturadas al azar? Tampoco, era alguien que le había hecho preguntas sobre su abuelo
. Una terrible desazón recorrió su mente cuando Ariosto cayó en la cuenta.
Sólo había una persona que estuviera al tanto de ese detalle: Sandra.
—¿Dónde está esa chica?
Su oponente soltó una risa maliciosa.
—Nunca la encontrará. El sacrificio va a ser consumado en unos momentos.
La noticia turbó a Ariosto. Había que actuar, y pronto. Se levantó con aparente tranquilidad.
—¡Quédese donde está! ¡Le advierto que dispararé! —gritó el hombre.
Ariosto caminó hacia su antagonista.
—No disparará. Yo no soy el enemigo —le tendió la mano—, deme el arma.
El hombre dio un paso atrás y apretó el gatillo. Ariosto contuvo la respiración, y en vez de la detonación, se oyó un clic. ¡Había intentado dispararle! Ariosto sintió una ira irrefrenable y se abalanzó contra el hombre, bajó el cañón de la escopeta sujetándola con la mano izquierda y asestó un directo en la mejilla del hombre con la derecha. El tipo se tambaleó, pero no soltó el arma. Forcejearon. Ariosto se sorprendió de la fuerza de su oponente, sus manos se aferraban como garfios al arma, mientras sus ojos se inyectaban en sangre. En un momento sus cabezas se acercaron. Ariosto le habló entre dientes.
—No tiene nada que hacer, ya está descubierto. La policía vendrá enseguida.
El hombre propinó por respuesta un cabezazo con su frente en el pómulo izquierdo de Ariosto. Un dolor intenso se apoderó de él. Por un instante todo se puso negro y comenzó a ver lucecitas. Sin embargo, la consciencia de la terrible situación en la que se encontraba le hizo volver a la realidad. Aquello ya podía con él. Soltó la escopeta, agarró los brazos del hombre y giró sobre sí mismo, subiéndoselo a la espalda con un rápido movimiento de cintura lanzándolo con fuerza, por encima de sus hombros, sobre una recia mesa de comedor, que se quebró en varios pedazos con el golpe.