Ira Dei (29 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Buscó una salida de aquel lugar. Unos escalones permanecían ocultos tras la sombra de una lápida apoyada en la pared. Subió por ellos. Terminaban en una losa inmensa encajada en el techo. La empujó sin conseguir el menor movimiento. Una fina lluvia de polvo blanquecino respondió a sus esfuerzos. Observó el apoyo de la piedra. No se había abierto en muchos años, tal vez cientos. No tendría fuerzas para levantarla. Además, estaba desfallecida de cansancio y de hambre. Golpeó la losa con la linterna, tal vez alguien la oyera. A los dos minutos estaba agotada.

Un sonido inesperado proveniente de su mano la sobresaltó. Le dio un vuelco el corazón. El móvil había entrado por un momento en cobertura, recibiendo un mensaje. Lo miró con aprensión. Era una llamada perdida de Ariosto. Intentó hacer una rellamada, la acción más rápida que se le ocurrió. Sin embargo, la cobertura desapareció.

—¡Mierda! —exclamó, dándose cuenta que era la primera voz que escuchaba en muchas horas. Si un mensaje entraba, también podía salir. Sabía que si dejaba un mensaje enviado en su móvil, quedaría a la espera de lograr cobertura y se enviaría desde que tuviera conexión. Tecleó febrilmente en el aparato y pulsó enviar a varios destinatarios. Luego comenzó a desandar el camino con el teléfono en alto.

Un bip distinto sonó en la máquina. Miró la pantalla. Un aviso de batería baja. Siguió caminando alrededor de aquel espacio. Otro aviso al par de minutos. Subió los escalones y llevó el teléfono lo más arriba posible. Dos pitidos seguidos y la luz de la pantalla se apagó lentamente, como sus esperanzas. Se sentó en la oscuridad, confiando en que el mensaje hubiera salido.
Ha salido, ha salido
, se decía.

Ha salido y alguien lo está leyendo ahora, estoy segura…

¿O no?

***

Ocho metros más arriba, y unos trescientos al norte, una persona oteaba detrás de una cortina en la ventana del salón de la planta alta de una vieja casa lagunera. La habitación estaba en penumbra. Un solitario rayo de luz se colaba por un agujero en las ajadas cortinas, y ofrecía el espectáculo de un baile de motas de polvo en suspensión.

Los policías ya se habían ido. Debía ser más cauteloso. No podía permitir que lo encontrasen. Tal vez fuera el momento de desaparecer durante un tiempo. Pero antes convenía no dejar huella alguna. Debía actuar rápido.

41

Galán esperó pacientemente a que la última hoja de su informe saliera de la impresora láser. Ocho folios, tres copias. Los firmó, bajó al registro de salida para que le pusieran el sello y salió a marchas forzadas camino del juzgado de guardia. La jueza le estaba haciendo el favor de esperarlo, a pesar de haber terminado su jornada. Pasaban las tres de la tarde, y se notaba menos movimiento en la calle. En La Laguna todavía las tiendas cerraban al mediodía y la gente comía en su casa. El policía no sabía a qué hora podría comer ese día, si es que lo hacía.

Miró al cielo, se estaban formando nubes oscuras sobre la Mesa Mota y el monte de las Mercedes. El calor se había vuelto húmedo, lo que presagiaba que tal vez lloviera antes de que cayera la noche. A pesar de estar en mangas de camisa, comenzaba a sudar cuando llegó al juzgado.

Saludó al policía que vigilaba la entrada y subió de dos en dos las escaleras del sobrio edificio judicial. Pasillos blancos con bancos de madera sin gracia. Corredores sin alma donde se exhibían las miserias humanas. Todo era funcional e impersonal, como se supone que debería ser. Aunque no fuera un lugar agradable, miles de personas se empeñaban continuamente en acudir a él cada día, buscando quimeras que en pocas ocasiones alcanzaban.

A esa hora, las salas estaban casi vacías. Algún funcionario haciendo horas extras o acabando algún escrito importante. La Jueza Martina Guerra le esperaba en su despacho. El Secretario del juzgado estaba también en su mesa, distraído con el ordenador. No se había ido porque también tendría que firmar el auto de registro. Galán les había convencido de la urgencia del trámite y actuaban con total profesionalidad. El policía tocó, y entró en el despacho de la jueza sin esperar respuesta. Una mujer gruesa estaba sentada en una mesa amplia, absorta en un fajo de fotocopias.

—Buenas tardes, Señoría —Galán dejó el informe sobre la mesa—. Gracias por esperarme. Espero que no le haya supuesto un gran inconveniente.

—Sólo que tengo hambre, Galán. Acabemos rápido, por favor.

La jueza era una antigua conocida del policía. Años antes habían organizado un seminario de criminología en la Facultad de Derecho y habían hecho una buena amistad. Galán había comido en varias ocasiones en su casa, con su esposo y sus dos hijas. No obstante, la jueza le llevaba quince años a Galán, y el policía siempre la trataba de usted. Ella hacía lo mismo para que no se sintiera incómodo.

—Cuando quiera, la invito a comer.

—En otra ocasión, pero tomo nota.

La jueza apartó los folios que estaba hojeando, tomó el informe policial, y comenzó a leer. Galán guardó silencio para que pudiera concentrarse mejor.

Siete minutos después terminó. Levantó la vista por encima de sus gafas de presbicia. El secretario esperaba, apoyado en el quicio de la puerta, el dictamen judicial.

—Parece que nos encontramos con un tipo difícil. ¿Qué cree que va a encontrar en la casa, inspector? —el tono se volvió severo—. ¿Justificará el sacrificio de la intimidad de sus ocupantes? Sabe que no me gusta hacer este tipo de cosas sin una razón importante. Por lo que dice usted aquí, no hay más que meras conjeturas.

—Lo entiendo, Señoría —Galán había previsto el reparo—. Hay dos hechos objetivos. Uno es que la última señal del móvil de la arqueóloga se produjo en la parte trasera de la casa. El otro es que sus huellas terminaban allí. Marta Herrero entró en esa casa y no volvió a salir. Prefiero pensar que lo que la razón por la que ha desaparecido en ella haya sido que encontrara los túneles del siglo XVIII que buscaba.

—¿No le parece un poco precipitado organizar una búsqueda así cuando todavía no han pasado veinticuatro horas de su desaparición? —La jueza estaba haciendo de abogado del diablo. Era normal, si el asunto quedaba en nada, las quejas del afectado podrían salpicarle seriamente—. No hay ningún dato relevante que nos haga pensar que exista alguna conexión entre esa desaparición y los asesinatos de estos días, y menos con esa casa en concreto. La presencia de esos túneles, aunque sea interesante desde el punto de vista histórico, no es suficiente para que la señorita Herrero se permita allanar una morada ajena. Podría haber pedido permiso.

—Sí señoría, pero con independencia de eso —Galán intervino antes de que la jueza siguiera con esa argumentación poco conveniente—, que constituye un acto al que debe enfrentarse si es denunciada, temo por su integridad física. Haremos una inspección selectiva. La buscaremos sólo a ella. Un registro para localizar a una persona no es igual que otro general, en el que se busca cualquier pista y se revuelven todos los huecos de una casa. Una persona sólo cabe en determinados lugares —la mujer lo miraba con atención, parecía que se estaba ablandando, tenía que ser ahora—. Le aseguro que no abriremos los cajones. Palabra.

—Lo conozco desde hace tiempo, Galán. Sé que es un buen profesional —el policía sintió que el muro comenzaba a resquebrajarse—. Me imagino que es consciente de que en otro caso no estaríamos siquiera hablando de este problema y menos a esta hora. La posibilidad de que a la señorita Herrero le haya pasado algo en la casa o en los túneles, si es que existen, es lo que me hace concederle el registro —la jueza miró al Secretario, que asintió con la cabeza—. Prepare el papeleo, Rodríguez, haga el favor —se volvió al policía—. Recuérdelo inspector, busca a una persona. Céntrese en eso y no moleste a los vecinos.

—Gracias, señoría, así lo haremos.

—Una cosa más, Galán.

—Dígame. Lo que quiera.

—Cuando este asunto haya acabado, presénteme a la chica. Debe valer la pena.

42

Ariosto vigilaba con disimulo la puerta del Ayuntamiento, sentado en un banco de piedra de la Plaza del Adelantado, a la sombra de un laurel de Indias. Simulaba leer el
Diario de Tenerife
, abierto casualmente por la página de sucesos. Había seguido la rueda de prensa desde el umbral de la puerta de la sala —no tenía acreditación—, y gracias a la correcta megafonía consiguió estar al tanto de todo lo ocurrido. Sentía curiosidad por aquella periodista nueva que tantos datos poseía sobre el caso de los asesinatos. Era importante conocer qué sabía exactamente. También era consciente que iba a ser tarea difícil sonsacar información a una periodista. Normalmente ocurría al revés.

Un pitido impertinente anunció a Ariosto que había recibido un mensaje en su móvil. Era de Kurt Bauer. El mensaje era lacónico: «carta 23 de abril». Le acompañaban tres ficheros de imagen. Sonrió, el excéntrico alemán había tenido éxito. Debía acordarse de recompensar su esfuerzo con algún regalo especial. Su método de recuperación de documentos acabaría por ser aceptado por la comunidad científica tarde o temprano.

Intentó visionar las imágenes, pero la pequeña pantalla del móvil le impidió apreciarlos con claridad. Reenvió las imágenes a Pedro Hernández con otro texto. Su mensaje también era breve: «Pedro, lea estos papeles urgentemente y llámeme, por favor».

Volvió a dirigir su atención a la entrada de la corporación municipal, un edificio noble de piedra gris que daba a uno de los ángulos de la plaza. Ya habían salido casi todos los asistentes al acto, cargados con cámaras y cables. El último grupo se entretenía en los escalones de la puerta, bajo uno de los arcos de la fachada. Desde allí podía observar como varios colegas felicitaban a la chica.
¿Cómo se llamaba?
Buscó la firma en el artículo. Sandra Clavijo.

Esperó pacientemente a que se despidiera de todos. En un momento determinado, se quedó sola, salió a la calle y giró por La Carrera en dirección a la Concepción. Ariosto se levantó raudo y entró en la estrecha calle Deán Palahí, paralela a La Carrera. No se detuvo en saborear el intenso ambiente a tiempos pasados que desprendía aquel callejón, embutido en el lateral del enorme convento de las monjas Catalinas. Aprovechó que no había nadie en la calle a quien alarmar y corrió por ella hasta alcanzar la siguiente esquina. Con suerte adelantaría a la periodista y al girar se toparía con ella. Llegó a la calle Viana, dobló a la izquierda, cambiando a paso ligero, y llegó finalmente al cruce con La Carrera. Se asomó. La jugada le había salido bien. A unos quince metros caminaba ensimismada la joven en su dirección. Ariosto esperó a que llegara a su altura.

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