De entre todos los diarios soviéticos,
Pravda
era el que estaba en posesión de la verdad absoluta, como, por otra parte, ya anunciaba su nombre. En la portada de ese órgano del Partido se imprimía día tras día el eslogan del año. «¡Si nuestros koljoses son ricos, somos ricos todos!» La repetición, convertida en insistencia contumaz, fue elevada al rango de figura retórica hipnotizante. Pero para ello era absolutamente necesario que la masa supiera descifrar las consignas. De ahí las campañas de alfabetización. Gracias al idioma de Lenin, los turcomanos, tayikos, kirguizos y uzbekos fueron capaces de asimilar y reproducir los preceptos.
Con motivo del lanzamiento del plan de fomento del algodón, se organizó en 1929 un concurso entre los nuevos ilustrados que consistía en escribir la mejor obra de teatro sobre «la campaña estatal destinada a incrementar el cultivo de algodón». El guión premiado trataba del desenmascaramiento de una banda de saboteadores formada por ingenieros y campesinos adinerados que se disponían a hacer fracasar la cosecha derrochando agua.
La literatura (con títulos como
Primavera en el koljós Victoria)
debía quebrantar la resistencia de unos agricultores que no veían con buenos ojos cómo sus modestas parcelas se perdían en una inmensa plantación de algodón. Se negaban a cambiar sus pequeñas granjas de adobe por un diminuto apartamento en uno de los «asentamientos rurales de tipo urbano» construidos con hormigón. Pero los altos mandos del Kremlin se mostraron implacables: el algodón, calificado de «planta técnica», tenía prioridad sobre cualquier otra cosa. Cultivos alimenticios como el mijo, el girasol, la granada o el tomate se vieron desplazados por la producción de fibras textiles. Bastaba con decir: «¡Pero si la borra de algodón no se come!», para ser culpado de
antisovietskaya agitatsiya
(instigación antisoviética).
Grandes vergeles de albaricoques y melocotoneros, fuente de sombra y frescor, fueron arrancados sin contemplaciones. No porque ocuparan espacio, sino porque los árboles frutales competían con el algodón por la escasa agua.
Sin embargo, lo que más dolía era la tala de las moreras y sus hojas de color verde plateado, único lugar donde medraban las larvas de los gusanos de seda. Los célebres criadores del valle de Fergana eran conscientes de que la desaparición de las moreras acabaría con su oficio. En los comercios estatales que bordeaban el tramo soviético de la Ruta de la Seda se veían cada vez más vestidos y pantalones de algodón, de tal manera que la seda acabó desapareciendo por completo.
Durante la cosecha, en los meses de septiembre, octubre y noviembre, las recolectoras invadían los campos mientras cantaban:
No necesitamos sol,
El Partido nos alumbra,
No necesitamos pan,
¡Venga, dadnos trabajo!
Tenían que agacharse entre diez y doce mil veces para alcanzar la cuota diaria. Cuanto más pesaran sus delantales, tanto más pan darían a sus hijos, puesto que al final de cada surco las esperaba el jefe de brigada con su balanza y su libreta de notas, donde apuntaba separadamente la cantidad recogida por cada trabajadora, ya que el pago en harina de trigo dependía del peso de las bolas de algodón acumuladas. «Los miembros de los koljoses recibirán trigo en estricta proporción al volumen de algodón entregado», rezaba la disposición reglamentaria del Partido. A esto no se le llamaba método feudal ni colonial; pasaba por ser una expresión de «optimización racional».
Para roturar zonas aún más extensas de desierto se precisaban canales de irrigación más largos y sobre todo más generosos. Quien deseara hacerse una idea de la ampliación de la red de irrigación bajo el dominio soviético podía visitar el Parque de Exposiciones en Moscú, donde se exhibían de forma permanente «los logros de la Revolución». En el pabellón Uzbeko, frente a la fuente de la Amistad entre los Pueblos, había un cuadro sobre la construcción del Gran Canal de Fergana, mandado construir por Stalin: a la izquierda, en primer plano, unos supervisores rusos pertrechados con catalejos y planos desenrollados; a la derecha, hasta el infinito, una maraña de cuerpos de obreros uzbekos movían sus picos como posesos, con la piel brillante de tanto sudar. Aquello era el «despotismo oriental» en su máximo esplendor. De hecho, fueron las antiguas civilizaciones de las riberas del Amu Daria (los khanatos de Bujara y Jiva) y del Syr Daria (el valle de Fergana) las que sentaron las bases para la tesis hidráulica de Karl August Wittfogel. De la tierra comprendida entre esos dos ríos habían salido muchos personajes célebres, entre ellos Tamerlan, el conquistador del siglo
XIV
, conocido por su crueldad sin precedentes, a la que se unía un refinado gusto arquitectónico, como demuestran las mezquitas y escuelas coránicas de Samarkanda y Bujara.
Wittfogel puntualizó que las obras hidráulicas colectivas no sólo eran sinónimo de tiranía, sino también de desarrollo acelerado de las ciencias exactas. Sobre todo de las matemáticas, ya que para predecir el caudal del río había que elaborar estadísticas y llevarlas al día. Del mismo modo, las personas encargadas de distribuir el agua disponible por los campos de cultivo aprendían por sí mismas a pensar en fracciones, quebrados y proporciones. Ajuicio de Wittfogel, no era en absoluto fortuito que el astrónomo Ulug Beg, el nieto de Tamerlan que había logrado calcular con exactitud la duración del año (con ayuda de un observatorio que destacaba por su ingeniosa construcción), hubiera nacido en Samarkanda.
Las similitudes entre las costumbres centroasiáticas y las prácticas impuestas por los soviets eran estremecedoras. Así por ejemplo, en 1939 el Gran Canal de Fergana (270 kilómetros de largo) fue excavado por 180.000 «voluntarios» en cuarenta y cinco días, «aplicando el método
gozyam».
Esto es, el trabajo colectivo en beneficio de la causa común, una antigua tradición institucionalizada por el Kremlin a nivel nacional a través del denominado
subbotnik
(sábado de faena). En efecto, parecía comprobarse que los líderes soviéticos copiaban a ciegas el modelo «oriental» o «asiático» que el propio Marx había tachado ya de despótico en 1853. No sólo por la movilización de los trabajadores (esclavos), sino también por la multiplicación de su fundamento: la ejecución de obras hidráulicas de gran envergadura. Unos decenios más tarde, un amplio trazado de canales de irrigación cuadriculaba el valle de Fergana, la estepa del hambre de Kazajstán y la estepa de Karsi de Uzbekistán, sin olvidar el desierto de Karakum en Turkmenistán, siendo su arteria principal el canal Lenin, con una longitud de 1.150 kilómetros.
El lado negativo de todas esas proezas, la desecación del mar de Aral, ya estaba considerado en los cálculos de los planificadores. No había nada que hacer. Se partía de la idea de que todo tenía un precio. Debido al trasvase sistemático de los ríos del desierto, el mar de Aral apenas recibía agua. La desembocadura del Syr Daria se secó, al tiempo que el Amu Daria se transformaba en un triste arroyo, de modo que la línea de marea retrocedía a gran velocidad. De aquel mar interior plagado de peces restaba tan sólo una charca de escasa profundidad. Las carcasas de los barcos pesqueros permanecían allí, volcadas en las dunas de arena, víctimas de la consigna del Partido: «¡El plan del algodón a cualquier precio!».
A sus sesenta años largos, Amansoltan se sentía demasiado mayor para exaltarse ante semejante disparate. Desde que se esfumaran las seguridades de su educación y formación soviéticas luchaba contra «una suerte de vacío».
—Lo único que me apetece hacer ahora es escardar, plantar esquejes, podar frutales, ese tipo de cosas.
Le pregunté por su labor como asesora del Ministerio de Asuntos Químicos.
Me contestó que ya no trabajaba. Se había jubilado dos meses antes.
La mujer no había logrado reconvertirse a la era Turkmenbashi. La mayoría de los potentados del Partido simplemente habían cambiado de chaqueta, pasándose del comunismo al Islam. Amansoltan se refería a esos oportunistas como «sandías: verdes por fuera, rojos por dentro».
Le quedaban muy pocas ambiciones. Lo único importante eran sus tres hijos, ya mayores, y saber cómo se desenvolverían en la vida. Había regalado a cada uno de ellos una pequeña pieza de pelo de camello trenzado de la que pendía un guijarro liso, repartiendo equitativamente la herencia de la abuela. Colgado en el interior de la tienda (o junto a la puerta de casa), ese talismán ayudaba a conjurar la mala suerte. Hasta el momento, a Amansoltan y a su progenie les había dado buen resultado. Su hijo mayor estudiaba en la Academia de Policía de Estambul, decidido a servir a su país como agente de la policía judicial en cuanto regresara. El pequeño era funcionario del Estado (algo relacionado con el transporte) y vivía en casa de su madre, junto con su mujer y su hijo.
Pero el orgullo de la familia era la niña, la única hija. La habían casado a temprana edad, y no con cualquiera. Según Amansoltan, yo tenía que entender que Turkmenistán era desde siempre una sociedad tribal en la que los pastores nómadas, con sus tiendas, eran considerados habitantes primitivos del desierto. Los agricultores del oasis de Mari, la antigua ciudad de Merv, conocida por su secular sistema de irrigación, gozaban de mayor prestigio. Los encargados de distribuir el agua (los detentadores del poder) pertenecían a la tribu dominante de los tekke. Y, ¡cómo no!, se daba la casualidad de que el líder del país, Turkmenbashi, era miembro de esa tribu.
A pesar de su origen nómada, Amansoltan había logrado casar a su hija con un tekke. Pero ahí no terminaba la historia: el suegro de la chica era el sabio presidente de la Academia de Ciencias de Turkmenistán, quien, además, dirigía desde hacía cuarenta años el Instituto del Desierto. Amansoltan había realizado su tesis doctoral bajo la supervisión de ese hombre.
El profesor Agayan Babaiev era la persona más influyente de las que conocía. Tenía trato con él a través de los lazos familiares y, con un poco de suerte, él podría acceder a la corte de Turkmenbashi valiéndose de la conexión tekke. Desde luego a mí no me quedaba más remedio que depositar mis esperanzas en él para obtener la autorización que me permitiera viajar a la costa del mar Caspio.
Amansoltan había concertado una entrevista para mí: el día siguiente debía presentarme en el Instituto del Desierto a las nueve de la mañana.
Anotó la dirección. O mejor dicho: trató de anotarla. Vi cómo se peleaba con el bolígrafo y el papel. Dibujaba cada letra por separado, concentrada como una niña. Aparecían rasgos y trazos, pero nada legible. Amansoltan se disculpó. Fue a por sus gafas. Pero ni siquiera así lo consiguió. No daba crédito a mis ojos. ¿No era ella una mujer culta?
—No puedo —reconoció finalmente, mordiéndose el labio inferior para contener las lágrimas—. No me sé el alfabeto latino. ¿Le importa que lo escriba en cirílico?
En el límite urbano, de formas caprichosas, cerca del hipódromo de Ashjabad, me encontré los primeros camellos. Con paso perezoso atravesaban, solos, un terreno baldío en el que los cardos corredores, cimbreándose al viento, habían echado raíces aquí y allá. Al estar la tierra salpicada de blanco, uno tenía la impresión de que los camellos deambulaban en fila india por un irreal paisaje nevado.
El Instituto del Desierto estaba emplazado en la vía de acceso al flamante aeropuerto Turkmenbashi, de construcción alemana. El director, Agayan Babaiev, al corriente de mi visita, vestía un traje demasiado grueso para la época del año. En la solapa de su americana lucía una discreta insignia con la efigie de Turkmenbashi.
El profesor lanzaba una retahíla de cifras y números. Hectáreas, kilómetros cúbicos, toneladas por año. Con las manos cruzadas sobre la carpeta del escritorio me habló de su ámbito de estudio: la ciencia del desierto. ¡Qué no se perdía en un país como Turkmenistán por causa de las tormentas de arena! Las vías férreas se cubrían de polvo, los corderos morían fulminados, a veces quedaban enterrados pueblos enteros. Todo ello le costaba al Estado cada año millones de manats turcomanos. El Instituto del Desierto medía el grado de pulverización en gramos de materia sólida por unidad de volumen, y esa densidad adquiría en no pocas ocasiones unos valores extremos.
Tan pronto como pude, formulé a Babaiev una pregunta que no tenía respuesta cuantitativa. Le pregunté cómo se hacía uno «desertólogo».
Funcionó. Tras cambiar de sitio un pisapapeles, Babaiev me contó que su familia provenía de Merv.
—Todos los genios turcomanos son de Merv —observó—. Allí es donde nació el álgebra. ¿Lo sabía usted?
A los diecisiete años se trasladó a Ashjabad para estudiar geología. Aquella fatídica noche de octubre de 1948, cuando la tierra se puso a temblar con una fuerza de 8,9 grados en la escala de Richter, estaba cursando el segundo año de la carrera. Unos segundos antes de que se derrumbara la residencia de estudiantes, construida en ladrillo, saltó al vacío desde la segunda planta del dormitorio común y se rompió el tobillo. Babaiev recordaba sobre todo los lamentos de los heridos y los pequeños incendios espontáneos.
—Los supervivientes, armados con antorchas, removían los escombros en busca de amigos y familiares.
Quise saber si era cierto que la madre de Turkmenbashi había perdido la vida en el terremoto, como me había dicho la azafata.
—No sólo ella —puntualizó el profesor—. También los dos hermanos de nuestro presidente. Gurbansoltan cayó al suelo, protegiendo con su cuerpo a su hijo menor. Al quedar huérfano, Turkmenbashi fue educado por el Partido.
El propio Babaiev perdió a veintidós compañeros de promoción sobre un total de veintiséis. Los cuatro estudiantes de geología supervivientes fueron enviados a cuatro universidades distintas.
—Yo acabé en Leningrado porque así lo quiso mi profesor. Era el único especialista en desiertos de la Unión Soviética y decidió que yo continuaría su trabajo.
Babaiev concluyó que eso fue lo que pasó y que no pensaba ponerse sentimental.
—Pero dígame usted —prosiguió animado—. ¿En qué puedo servirle?
Mi interlocutor escuchó mi historia con paciencia. En cuanto pronuncié el nombre de Paustovski se le ensombreció la cara.
—¿Sabe usted que Turgeniev y Pushkin han sido arrancados hace poco de su peana aquí en Ashjabad? No porque fuesen malos escritores, sino por ser rusos, ¿comprende? Como Paustovski.