Ingenieros del alma (6 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Entonces Stalin se pone en pie y levanta la mano.

—Camarada —dice señalando con las yemas de sus dedos al temerario escritor—. Llevas razón. Gracias. En efecto, estoy más que harto de eso.

El pozo sin fondo

Al leer el diario de a bordo del teniente Zherebtsov, tal como lo reproduce Paustovski en
La bahía de Kara Bogaz,
me invadió algo más que un sentimiento de romanticismo marinero. Mientras acompañaba al teniente en su travesía, pasando frente a «lúgubres costas de muros verticales» y «acantilados que parecen acechar», me pareció que, al final de cada párrafo, el escritor dejaba caer una sonda. Como si Paustovski anduviera a la búsqueda de espacios navegables entre el mundo real y el soñado.

«Zarpamos de Bakú rumbo a Astrakán, y desde allí navegamos hacia el sur bordeando unas costas desconocidas e inhóspitas (…). Hasta llegar a la bahía de Kinderli tuvimos en contra un fuerte viento del sur —el
moriana—,
que nos traía del desierto polvo y olor a azufre. Según dicen, ahí hay montañas de azufre».

La historia adquiere un carácter más fantástico a medida que Zherebtsov, enviado del zar Nicolás I, va descendiendo a lo largo de la costa este del mar Caspio. El descubridor y sus marineros son testigos de cómo el continente asiático se eleva del desierto formando un umbral. «Este umbral es infranqueable y, según dicen los nómadas, sólo se puede acceder a él por un lugar, el cauce de un río seco».

El estilo y ritmo del informe marítimo revelan la intervención de la pluma de Paustovski. Este no muestra reparo alguno en deformar el paisaje mediante «un intenso brillo y una desigual refracción de los rayos luminosos», lo que conlleva que Zherebtsov perciba la costa como «unas montañas dentadas y picudas, aun cuando en realidad es un terreno plano como una hoja de papel». «Hay gruesas capas de la atmósfera cargadas de sal, de modo que el sol adquiere un tono mate, un poco plateado, aunque brille sin piedad».

No tardé en sospechar que Paustovski jugaba, o cuando menos se burlaba conscientemente del espacio de maniobra que se le había concedido como autor soviético. ¿Acaso se adentraba a propósito en ese terreno desconocido para dar rienda suelta a su imaginación literaria? Me dio la impresión de que Paustovski, una vez a la deriva, alejado de los lugares geográficos que le eran familiares, hubiera creado su propio universo. Y, a semejante distancia del centro de poder, ¿por qué iba a importarle la realidad controlable?

Con el propósito de averiguar si el teniente Zherebtsov era un personaje histórico o inventado, consulté la
Gran Enciclopedia de la Unión Soviética.
Hallé su nombre en el índice: «Zherebtsov, teniente de navío de V clase, asistente del capitán del puerto de Bakú. Explorador marítimo-cartógrafo». Su obra más memorable fue la que realizó al servicio del Ministerio Imperial Ruso de Administración de Aguas: trazar el mapa del contorno del mar Caspio. Bajo el título de «peculiaridades» leí: «Descubridor de la bahía de Kara Bogaz».

De modo que era cierto. Existía o había existido alguna vez un territorio geográfico con ese nombre. Hasta aquel momento, en mis indagaciones sólo había encontrado «Kara Bogaz» en historias antiguas, como lugar mitológico. El nombre aparecía por primera vez en un almanaque del siglo
XVII
relacionado con ciertas misteriosas desapariciones. Kara Bogaz significaba: «Fauces negras». Era un pozo absorbente, una zona peligrosa en el mar Caspio, donde las embarcaciones se iban a pique sin dejar rastro. Comerciantes del delta del Volga, gente realista poco dada a los mitos y las leyendas, sostenían que el agua del mar se precipitaba hacia abajo por unas grietas del fondo marino para volver a brotar miles de kilómetros al norte. De esta manera —convertida en agua dulce al filtrarse por los estratos subterráneos— volvía a alimentar al Volga. Otros afirmaban que el
maelstrom,
el torbellino que absorbe insaciable las aguas de los océanos, se hallaba en algún lugar del mar Caspio; al parecer en la costa este, en un relieve de forma circular.

El teniente Zherebtsov no tenía ni idea de dónde encontrar Kara Bogaz. La única indicación que figuraba en el almanaque del siglo
XVII
era inutilizable: «A la altura de Farabad existe una cascada de agua de mar cuyo ruido es tan fuerte que los comerciantes persas la eluden por temor a ser arrastrados hacia el reino de los muertos». Pero en Rusia nadie había oído hablar de Farabad. Y ¿qué era una cascada de agua de mar? ¿Cómo podía existir en el mar un desnivel tan abrupto que provocara una caída permanente de agua?

En la carta náutica de la que dispuso Zherebtsov no figuraba sino una conjetura de la situación de Kara Bogaz «consistente en dos líneas serpenteantes partidas». Este dibujo era el pobre resultado de una expedición que había organizado Pedro el Grande con el propósito de extender su imperio hacia la India. Con este objeto, el zar, que sentía un gran interés por la construcción naval, había ordenado en 1717 una expedición al río Oxus. Los rusos ignoraban el curso exacto de este río, a pesar de que formaba parte de la Ruta de la Seda y había sido surcado por numerosos comerciantes. Se dice que Marco Polo había visto flotar en sus aguas barcas de madera de morera negra, y que la caballería del conquistador mongol Gengis Khan había llevado allí a abrevar sus caballos.

En la corte de San Petersburgo se aceptaba comúnmente la hipótesis de que el Oxus desembocaba en algún lugar del extremo sudoriental del mar Caspio. En sus visiones, el zar Pedro imaginaba que su flota, tras pasar por el Volga y el mar Caspio, surcaba las aguas del río Oxus para así adentrarse en el corazón de Asia, y de allí, si se podía, hasta el océano índico. Sólo que la desembocadura de este río era imposible de encontrar.

Después de pasar el invierno en la costa del mar Caspio, la fuerza expedicionaria comandada por el general Bekovich se vio obligada a continuar por tierra, ya que, según les comentaron los nómadas, las aguas del Oxus habían sido desviadas mediante un dique de tierra. Al parecer, el poderoso khanato de Jiva, una conocida escala en las rutas caravaneras desde tiempos remotos, había construido esta muestra de alta ingeniería hidráulica con mano de obra esclava.

De ser esto cierto, resultaría fácil hacer volar el dique con pólvora para que el Oxus original pudiera ser usado como ruta de navegación.

Con este plan, Bekovich y sus hombres cruzaron el desierto de Karakum, hasta hallarse, cubiertos de polvo y exhaustos, a una sola jornada de distancia de la puerta de adobe de la ciudad de Jiva. El khan, advertido de su llegada, salió al encuentro de las tropas en señal de bienvenida. Aceptó sus regalos, acogió al general con hospitalidad oriental, lo invitó junto con sus oficiales a una copiosa comida en su palacio y, al día siguiente, los hizo decapitar. El cráneo del general, relleno de paja, fue enviado de khanato en khanato como trofeo.

Los rusos no llegaron a resolver el enigma del Oxus. No fue hasta 1726, un año después de la muerte de Pedro el Grande, que el hidrógrafo ruso Semionov descubrió el acceso al valle del cauce seco del río. Ocultos entre dos paredes de roca halló los restos de una antigua civilización: pesebres de madera, canales de riego, fragmentos de vasijas. La
Enciclopedia de la Unión Soviética
menciona como peculiaridad que Semionov nunca llegó a conocer los contornos de Kara Bogaz «debido a que sus hombres se negaron a adentrarse en la bahía». El hidrógrafo había avistado un estuario que despedía espuma, un estrecho que succionaba con asombrosa fuerza el agua del mar Caspio. Pero los marineros se rebelaron contra la orden de Semionov de poner rumbo al estrecho.

Un siglo después, durante el viaje del teniente Zherebtsov, las leyendas acerca de las Fauces Negras continúan vigentes.

Según cuentan los pescadores turcomanos, el desafortunado viajero que es engullido por las fauces va a parar a una charca de ácido sulfúrico en la que los cascos y las hélices de los barcos se disuelven en pocas semanas. Pero Zherebtsov no se deja amedrentar por los malos augurios. «Al aproximarnos a la bahía de Kara Bogaz vimos una cúpula de neblina púrpura sobre el arenal, como si fuera el humo de un fuego ardiendo en silencio sobre el desierto. La explicación de nuestro guía turcomano fue: "Kara Bogaz fuma".». El teniente se acerca con cautela a la garganta apenas visible desde el mar. No le queda mucho tiempo para tomar una decisión: su corbeta es arrastrada hacia el interior de Asia por «la puerta del infierno». «Había una fuerte corriente y el brazo de mar recordaba bastante al Volga durante la marea alta». El barco, crujiendo por todas partes, se desvía dos o tres verstas por el río, pero luego la espuma de las olas cede ante el espejo plomizo de la bahía, en el que «parecía apagarse cualquier ruido». Todo transcurre en un santiamén. Los marineros echan las anclas pero deciden mantener la corbeta con las calderas encendidas la primera noche.

«Como se acabaron las provisiones de agua dulce, las calderas fueron alimentadas con agua recogida directamente de la bahía. Al amanecer nos percatamos de que en sus paredes se había depositado una capa de sal de un dedo de grosor, a pesar de que cada cuarto de hora corría aire por las calderas».

Zherebtsov sospecha que la bahía, por lo que respecta a su contenido en sal, es comparable al «mar Muerto en Palestina». Sobre las olas flotan bancos de peces muertos y cubiertos de sal que son arrojados a las playas. Las orillas son de yeso y arcilla salinizada; carecen de manantiales de agua dulce. El clima es asimismo extremo, según indica el informe «citado» por Paustovski: «Aquí la lluvia no existe. Debido al inmenso calor, ésta se evapora antes de alcanzar la tierra». El teniente sostiene la teoría de que la bahía es una enorme caldera plana en la que se evapora el agua del mar Caspio. Eso explicaría por qué acumula tanta sal. Sin especificar más, Zherebtsov señala que se trata de un tipo especial de sal, de composición diferente a la sal de uso común.

Por último, intrigado por las inmensas bandas de espuma, dispuestas en ristras paralelas, que flotan sobre el agua, manda arriar un bote y descubre que dicha espuma está formada por unas minúsculas huevas de cangrejo.

«A continuación me dirigí hacia la siguiente banda de espuma, de un color ligeramente más rosado. Sucedió entonces algo muy extraño. La banda de espuma se elevó con un fuerte graznido y pasó con torpe lentitud por encima de nuestro bote y sus asombrados remeros. Era una bandada de flamencos que había estado posada sobre la espuma alimentándose de huevas de cangrejo».

Como hija de nómadas turcomanos, Amansoltan Saparova había nacido en una
kibitka,
una tienda hecha de piel de animal, en la arena del desierto de Karakum, en un lugar imposible ya de localizar. De niña, cuando contaba unos diez años, había bailado para los mineros de sal con un pañuelito de pionero alrededor del cuello.

La conocí en el Hotel Universidad, un cuartel que hacía las veces de pensión en las Colinas de los Gorriones de Moscú, los pasillos cubiertos con viejas alfombras. Aquel día nevaba y los copos se quedaban prendidos en las ventanas. La doctora Saparova era «experta en historia de la química», pertenecía a la Academia de Ciencias de Turkmenistán, y había hecho su tesis doctoral sobre la «historia de la extracción de sulfato durante los dos primeros planes quinquenales (1928—1938)». Era morena de tez, llevaba el cabello negro recogido en un moño y lucía unas gafas con una montura indiscutiblemente soviética: grande, de color, y con una curvatura casi elegante en las patillas. Su origen oriental se apreciaba en los ojos, ampliados por los cristales de las gafas; el iris y la pupila tenían la misma tonalidad negra.

Moscú en noviembre le parecía un horror, pero no era ella quien elegía el lugar y la fecha para el congreso anual sobre la sal. La señora Saparova rondaba ya la edad de jubilación, y, con suerte, éste sería su último encuentro científico.

Cuando le pregunté si podía hablar con ella, vaciló un instante.

—¿Sobre Kara Bogaz? —repitió, recelosa.

Sentada en el vestíbulo, entre columnas recubiertas de hiedra artificial, Amansoltan parecía haber acudido a una entrevista de trabajo: erguida, las manos sobre el regazo, alerta. Esta postura ya la había percibido yo en otras personas mayores que habían hecho carrera durante el período soviético: solían permanecer alerta (de lo contrario no habrían hecho carrera).

Conocía
La bahía de Kara Bogaz,
por supuesto; el libro le había aportado incluso material para su tesis doctoral.

—Paustovski realizó un trabajo muy riguroso; esta obra no contiene dislates históricos —me aclaró la investigadora.

Por un momento no supe si hablaba en serio o si temía expresar un comentario negativo acerca de Paustovski.

Mientras se sentía en terreno seguro, Amansoltan hablaba con libertad. Me confirmó que Zherebtsov había recomendado en su informe cerrar la «inútil laguna» mediante la construcción de un dique. Quería acabar así con la muerte masiva de peces: bancos enteros de rubio, arenque y esturión eran arrastrados hacia la laguna, donde perecían.

Sus superiores en San Petersburgo ya habían empezado a fijar las dimensiones del dique requerido, cuando Zherebtsov se desdijo de su propuesta. Lo que le hizo cambiar de opinión fue el análisis de una muestra de suelo que él mismo había traído y que resultó estar compuesta de pura «sal de Glauber». Cerrar la bahía de Kara Bogaz beneficiaría a los peces del mar Caspio, pero afectaría al régimen acuático en que se formaba esa sal medicinal.

Amansoltan me explicó que esa sal había sido descubierta por un farmacéutico amsterdamés del siglo
XVII
. Durante una excursión por los Alpes, ese tal Johannes Glauber, aconsejado por unos pastores locales, había bebido un agua pestilente de una fuente para aliviar sus retortijones de estómago. Una vez recuperado, vertió el benéfico líquido sobre una hoja de papel, formándose un polvo blanco que calificó de «sal mirabili» (sal milagrosa), nombre éste posteriormente sustituido por «mirabilita» (en círculos farmacéuticos) y «sal de Glauber» (a nivel popular).

—Na
2
SO
4
—me aleccionó la académica.

En la bahía de Kara Bogaz, esa sal milagrosa se depositaba en las playas, donde formaba costras blancas. La caldera plana (de no más de cuatro metros de profundidad, aunque con una superficie de 18.000 kilómetros cuadrados) funcionaba como laboratorio natural para la producción de sulfato de sodio, una materia prima indispensable para la industria de vidrio y papel, la curtiduría y la fabricación de abonos químicos.

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