—¿Cuántas? —mi nieta se había atrevido a calcularlo por sí misma la última vez—. ¿Un millón?
—No —yo me eché a reír—, sólo medio, medio millón.
—¡Ah! —y ella asintió con la cabeza, muy satisfecha, como si a los siete años, quinientas mil rosquillas fueran una magnitud razonable, comprensible, compatible con mi edad, con mis arrugas—. Vale.
Cuando Galán se despertó, ya había empezado a freirlas. Luego, antes de arreglarme, las espolvoreé con azúcar, y construí con ellas una pirámide al lado de la ventana, para que se enfriaran. Adela se había ofrecido a recogernos a las seis y media pero, aunque era la que menos tiempo llevaba viviendo en España, era también la que más deprisa se había adaptado al concepto español de la puntualidad, y siempre llegaba diez minutos tarde. Me reservé ese margen para meter las rosquillas en una caja redonda de cartón que había comprado expresamente para ellas, y cuando mi hija abrió la puerta con su propia llave a las siete menos veinte, ni a menos diecinueve, ni a menos veintiuno, ya me había dado tiempo a colocarlas en capas concéntricas, con tanto mimo como si fuera a transportarlas a lomos de caballo.
—Calma —Adela levantó las manos en el umbral, mientras tres de sus cuatro sobrinos, los dos de Vivi y la mayor de Miguel, entraban en tromba y a la vez, peleándose por algo de lo que no llegué a enterarme—. Los niños se quedan conmigo. Ganadora del Oscar a la mejor tía… ¡Adela González Ruiz! —levantó los brazos en el aire e hizo una reverencia para que los niños se rieran, la aplaudieran, y se olvidaran de atizarse entre sí—. Vamos a ir a merendar y luego al cine, ¿a que sí? Ahora, que os los traigo mañana por la mañana, porque he cambiado el turno en el restaurante, y Andrés no vuelve de Frankfurt hasta por la tarde…
—¿Y para qué has subido, Adela? —Galán la regañó después de neutralizar a María y a Juan, que habían vuelto a zurrarse discretamente—. Podrías haber llamado al telefonillo, y habríamos bajado nosotros. Te van a poner otra multa, hija.
—Qué va. He dejado el coche en doble fila, pero le he dicho a Antonio que se dé una vuelta si vienen los guardias.
—¿Antonio? —y al escuchar ese nombre, nuevo también para mí, su padre se quedó paralizado, con una manga de la chaqueta puesta, la otra al aire, antes de mirarla—. ¿Qué Antonio?
—Pues Antonio, papá —y Adela sonrió—. Un amigo mío, que es fotógrafo de prensa, y ha venido para haceros una foto en condiciones, que ya va siendo hora, por cierto.
Durante el último año, Adela había venido a vernos a Toulouse más o menos cada dos meses, casi siempre con un chico distinto al que nos había presentado como a un amigo en el viaje anterior, y cuando podía quedarse a solas con ella, Galán, que a pesar de todas sus promesas, no había dejado de tratarla como a su niña mimada desde que la cogió en brazos en el hospital, meneaba la cabeza, insinuaba un gesto de desaliento y le decía siempre lo mismo, «esto no puede ser, Adela, esto es un no parar, hija mía…». Aquella tarde, sin embargo, no abrió la boca hasta que bajamos a la calle y vio salir del coche que nuestra hija había atravesado de mala manera sobre una esquina, a un chico con barba y melena que parecía una copia de todos los demás, aunque acabaría siendo el padre de nuestros nietos más pequeños.
—¡Otro igual! —al verle, sí se acercó a mí, para quejarse en un susurro—. Pero ¿por qué tienen que ser todos tan peludos?
Yo me encogí de hombros, porque no disponía de ninguna respuesta para aquella pregunta. Antonio, al menos, resultó ser un peludo muy bien educado, y después de saludarnos con mucha cortesía y quitarme la caja de las rosquillas de entre las manos para guardarla en el maletero, cedió el puesto de copiloto al padre de su novia con tanta presteza como si ejecutara una lección bien aprendida. Era muy alto, pero se empaquetó sin rechistar en el asiento trasero, conmigo y con los niños, Inés entre los dos, María, que sólo tenía tres años y un hermano de seis meses que la estaba matando de celos, sobre mi rodilla izquierda, Juan, que ya había cumplido cuatro, pero no estaba dispuesto a ceder su parte de abuela, sobre la derecha. Los rodeé a cada uno con un brazo, y aspiré la fragancia de colonia y patata frita, con un toque de goma de borrar, que desprendían sus cabezas, el pelo tan fino, la piel tan suave, su peso tan liviano, semejante al que los menudos cuerpos de sus padres habían posado sobre mis piernas a su edad, pero eché de menos a mi marido. Habría preferido hacer aquel viaje a su lado, apretándome contra él, encajar la cabeza en su hombro con los ojos cerrados y apurar su olor, madera y tabaco, clavo y jabón, un fondo ácido, dulce al mismo tiempo, como la ralladura de un limón no demasiado maduro, y una punta que picaba en la nariz como el rastro de la pimienta recién molida, aquel aroma que ya no sabía distinguir del de mi propio cuerpo.
—Papá… —en la glorieta de Bilbao, Adela le miró, extrañada—. Me he saltado un semáforo.
—Ya lo he visto —pero volvió a mirar por la ventanilla.
—¿Y no vas a decirme nada?
—No. Hoy no.
—¡Ah!, pues voy a conducir bien, entonces —a mi izquierda, Antonio se rió entre dientes, pero nadie volvió a abrir la boca en lo que quedaba de trayecto.
Habría preferido hacer aquel viaje al lado de Galán. Adela no podía entenderlo, su novio tampoco, nuestros nietos mucho menos, pero en aquel coche que bajaba por la calle de San Bernardo camino de la Gran Vía, íbamos él y yo solos, y con nosotros, a la vez, mucha más gente, cuatro mil hombres armados y un centenar de civiles cruzando los Pirineos en la mañana fría, nublada, del 27 de octubre de 1944. Aquella mañana, Comprendes no vino con nosotros. Nos despedimos de él en la puerta de la que estaba a punto de volver a ser la casa del alcalde de Bosost, y ya iba vestido de pastor. Primero, Galán y él se dieron el abrazo más largo de los muchos que yo llegaría a contemplar entre ellos. Luego, Comprendes se me quedó mirando, muy serio, con el dedo índice levantado en el aire.
—Y tú me debes cinco kilos de rosquillas, ¿comprendes? —sólo cuando asentí con la cabeza para aceptar aquel compromiso, me abrazó a mí también—. El día que entremos en Madrid. Que no se te olvide.
Entre aquellas palabras y la sombrerera que estaba guardada en el maletero del coche de Adela, cabía una vida entera, treinta y dos años, cinco meses y veinte días, pero yo nunca había olvidado esa promesa. Mientras nos acercábamos al cine Capitol, fui repasando mi historia, lo malo, lo bueno, lo mejor, palabras, silencios, y tanta emoción, tanta amargura. Mientras nos acercábamos al cine Capitol, y por más que los cuerpos de mis nietos me pesaran sobre las rodillas, volví a ser la cocinera de Bosost, una mujer joven, feliz, enamorada de un hombre y de muchos hombres, de un sueño roto y de sus pedazos, de una causa enterrada, más que perdida, condenada a una inexistencia más injusta que el olvido.
La pesadilla había terminado. Habíamos vuelto a casa, a aquella ciudad llena de gente que caminaba por calles abrumadas de carteles satinados, una ciudad de paredes envenenadas por el tóxico olor del pegamento, la ciudad sin mar que había aprendido a mecerse a todas horas en una marea alta de retratos y eslóganes, de palabras e imágenes, de siglas y más siglas desconocidas para mí, desconocidas para ellos, recién sacadas del horno de la oportunidad, a veces absurdas, incluso ridículas, pero eficaces para mover las olas que no existían, para crear la ilusión de que allí nunca había pasado nada, de que nadie había luchado por nada antes de entonces. «Eso es lo que parecerá cuando baje la marea, —me advertía todos los días a mí misma, mientras andaba por las calles, mientras hablaba con la gente, mientras escuchaba sus conversaciones—. Eso será lo que parezca cuando baje la marea, —repetía con un nudo en la garganta—, y hasta será verdad…». Desde que había vuelto a vivir en España, me acordaba a todas horas del día que me marché, el último día que pasé en casa de Ricardo, en Pont de Suert. Y de todos los instantes de todos los días, de aquellas noches brillantes, luminosas, que alcancé a vivir en un país distinto, un país dulce y mínimo que apenas poseía unas pocas casas a orillas del Garona. Eso fue España para mí. El país al que había vuelto se llamaba igual, pero yo sabía poco de él, y él nada de mí, nada de aquello.
Nuestra retirada me dolía como una herida infectada desde que salí de Bosost, y sin embargo, en algún momento, mientras pensaba que habría preferido hacer aquel viaje al lado de Galán, en algún lugar entre la calle Sagasta y la plaza del Callao, esa cicatriz dejó de hacerme daño. Para mí, Arán siempre había sido un principio, un final y una frontera, la raya que separaba la mejor vida que había llegado a desear, y la mejor que la realidad me había consentido vivir, pero cuando Adela enfiló la Gran Vía, las dos se habían fundido en una sola, que seguía siendo mi vida, y el tiempo que me quedaba por delante.
—Anda, papá, que en el 44 no invadisteis España, pero ahora… —Adela lo entendió también, a su manera—. No te quejarás.
Cuando se arrimó a la acera, señaló hacia la escalinata del cine, pero yo ya les había visto, el Perdigón y Hélène tan arriba como si hubieran llegado los primeros, y a su derecha, Zafarraya, que ya no necesitaba raparse la cabeza porque estaba completamente calvo, Marie-France colgada de su brazo, el Zurdo en cambio con todo su pelo, todo blanco, y muy bronceado, Montse tan morena como él, su melena corta del color de siempre, y el Gitano casi pálido en comparación con ellos, porque María Luisa y él habían vuelto a vivir en Tordesillas, aunque no tanto como Lola, palidísima vecina de Santander, «que ni te figuras lo que llueve», me decía cada vez que hablábamos, pero el Pasiego, con unas gafas idénticas a las que llevaba cuando le conocí, la estrechaba contra sí, su hombro rozando el de Amparo, más gorda, pero muy sonriente, el Lobo a su lado, contento también y cada vez más flaco, y el Sacristán con su mujer, porque cinco años después de dar por descontado que nunca se casaría, lo hizo con Maruja, una prima de Fernanda que emigró a principios de los cincuenta, aunque el Botafumeiro había venido solo, con esa cara de pena que se le puso al quedarse viudo, para colocarse detrás de Comprendes y Angelita, los últimos en volver, mientras el Cabrero y Sole subían las escaleras casi al tiempo que Romesco, que apareció con la correspondiente rubia de bote, porque desde que se divorció, todavía en Francia, cada vez que le veíamos, venía con una chica distinta que siempre se quedaba fuera de todas las fotos.
Galán, que también era responsable de que hubiéramos quedado en aquella escalera, porque Comprendes nos había citado a todos en el cine al que habían ido juntos a ver
La hija de Juan Simón
en el primer permiso que les dieron en noviembre del 36, me pasó un brazo por los hombros antes de empezar a subir, y yo se lo agradecí dejando caer un momento la cabeza contra su cuello. Allí estábamos todos, pero hasta que logré traspasar la caja de mis manos a las suyas, concentré toda mi atención en uno solo.
—No me esperaba esto, ¿comprendes? —Sebastián Hernández Romero me miró con las gafas muy sucias, los ojos muy brillantes en cambio—. Estaba seguro de que no te ibas a acordar.
—Pues me he acordado, ya ves —dejé las rosquillas en el suelo y me abalancé entre sus brazos para no echarme a llorar antes de tiempo—. ¿Cómo se me iba a olvidar?
Luego abracé a Angelita, después a Montse, más tarde ya no sabría nunca a quién, ni cómo, ni en qué orden, perdida como estaba en aquella confusión de nervios y de brazos, de labios y de manos, la sangre caliente, efervescente, complicándolo todo como un rebrote compasivo, traicionero, de la juventud que se nos había escapado esperando aquel momento, una emoción que no podía agotarse, porque estábamos todos, porque ya había llegado Comprendes, porque Angelita había venido con él, porque ya no nos faltaba nadie. Eso fue lo que sentí, que no nos faltaba nadie, que aquella tarde por fin estábamos todos, los que podíamos vernos, besarnos, los que podíamos hablar, tocarnos, y los demás, el Bocas y el Ninot, Tijeras, al que habían fusilado en el 45, el Afilador, que había corrido la misma suerte unos meses más tarde, el Churrero, que le acompañó en el paredón, y Paco el Rubio, que sólo llevaba diecisiete días casado cuando cruzó la frontera para no volver jamás, y el Tarugo, que había caído en el 49, en un tiroteo con la Guardia Civil, en los montes de Toledo, y Hormiguita, que se había estrellado con un coche después de saltarse un control de carreteras en la provincia de Lérida, precisamente en la provincia de Lérida, en 1952, y el Tranquilo, que había muerto en el hospital penitenciario de Carabanchel unos meses antes de la amnistía, y muchos otros, todos los muertos de Arán y muchos más, conocidos y desconocidos, felices o desgraciados, próximos o remotos, algunos vivos, otros muertos, pero todos presentes sin embargo, con su rostro y con su historia, su nombre y sus apellidos, en la escalera del cine Capitol, aquella tarde de abril de 1977.
Cuando terminó la larga, complicada ceremonia de los reencuentros y las bienvenidas, Antonio ya había montado el trípode en uno de los peldaños más bajos, y Adela, que se había limitado a subir el coche sobre la acera con las luces de emergencia puestas y ese desparpajo que sacaba a su padre de quicio, estaba a su lado, con un sobrino en cada mano, la otra pegada a su falda, y toda su atención puesta en las instrucciones que empezó a transmitirnos enseguida.
—A ver, poneos en tres filas, los más altos detrás, por favor —y al mirarla, me pareció que Antonio y ella hacían buena pareja—. Juanito, no te veo, muévete un poco… Ahí no, que te tapa Román, a tu izquierda, muy bien… Sole, ¡por favor!, no me hagas pucheros. Papá, tú estás tapando a Diego, cámbiale el sitio. Angelita, hija, deja el bolso en el suelo, que parece que llevas una alforja, y tú, Lola, sonríe, que es gratis… Ramón, tú también estás muy triste, así, mejor… —entonces se volvió hacia él—. ¿Qué tal?
—Muy bien —y la besó en la cara—. Tienes mucho talento para dar órdenes.
—Viene de familia —contestó Adela, echándose a reír—. A mi padre ya lo has visto, y cuando conozcas bien a mi hermana mayor, te vas a enterar… Y por cierto, ¿qué hacemos con las rosquillas?
—Con las rosquillas nada —su propietario había colocado la sombrerera en el escalón que estaba justo debajo de sus pies—. Las rosquillas se quedan aquí, ¿comprendes?
—Sí, mejor —asintió Antonio, que nos miraba a través del objetivo, antes de volver a hablar en el oído de Adela.