—Benjamín, ¿quieres que…? —Romesco negó con la cabeza, sin mirar siquiera a la rubia a la que había dejado aparcada en las taquillas—. Vale. Manolo, quítate esas gafas de sol, que parece que estás vendiendo cupones, y tú, mamá, no te pongas a llorar, que te conozco… ¿Te gusta así? —su novio asintió antes de esconderse detrás de la cámara—. Muy bien, voy a contar hasta tres, una, dos y tres. Ahora, ¡decid patata!
Dos días después, el
Diario 16
publicó la foto bajo un titular escueto y misterioso, «Cinco kilos de rosquillas». El texto convertía en noticia la cita de un grupo de combatientes republicanos que se habían reencontrado en Madrid para asistir al cumplimiento de una promesa que se había mantenido intacta, como sus esperanzas de reencontrarse en una España democrática, durante más de treinta años de exilio. Eso decía. Y ni una palabra más.
Vivi y Adela se pusieron contentísimas porque, donde debería haber estado la invasión del valle de Arán, con sus luces y sus sombras, con sus héroes y sus víctimas, con su ambición y con su fracaso, donde deberían haber estado el amor de Dolores y el genio de Monzón, los placeres y las soledades de Carmen de Pedro, el frío de los campos y el calor de la victoria, donde debería haber estado un carro blindado con un nombre español escrito encima entrando en París, y la heroica terquedad de un partido ilegal, que no dejó de luchar ni un solo día desde abril de 1939 hasta abril de 1977, donde deberían haber estado las relaciones del gobierno británico con Franco y una inscripción tallada en una tabla, Miguel Silva Macías, 1923-1944, lo único que aparecía era el nombre y la dirección, la historia y las especialidades de la nueva Casa Inés. Después, Antonio nos regaló una copia grande de aquella foto en un marco que siempre estará en el recibidor de casa, pero eso no me consoló.
—Al fin y al cabo, ¿qué es el Partido?
Aquel día de octubre de 1965 había empezado con el entierro del Ninot y terminaría con una cena que también formaría parte del ritual de su despedida. Entre ambas convocatorias, Galán y yo habíamos sucumbido al irresistible impulso de los supervivientes, para abandonarnos a deshora a una ceremonia íntima, privada, que culminó en un epílogo inesperado. Aquella tarde, en nuestra propia cama, en nuestra propia casa, en el centro de nuestra vida común, vulgar y corriente, de todos los días, hablamos de cosas de las que no habíamos hablado nunca. Y a mí, que ya no necesitaba pensar a todas horas en cuánto le quería para comprender que nunca habría podido amar así a nadie más, el silencio que acabábamos de romper me pareció monstruoso. Él, sin embargo, sonreía mientras me contaba que durante aquellos años que vivió entrando y saliendo de España, los años que yo viví en Toulouse, con mis hijos y una foto suya escondida en el último rincón del maletero de mi armario, siempre había pensado que, cuanto menos supiera, mejor para mí.
No nos merecíamos eso. Yo no me lo merecía, él no se lo merecía, pero cuando se lo dije, volvió a sonreír, me preguntó qué era el Partido, y no supe qué contestarle. Entonces se respondió a sí mismo, con la seguridad que había adquirido a lo largo de todas aquellas noches en las que se citaba en casa con sus amigos sin avisarme de antemano, para agotar entre todos varias botellas y una sola frase, si viviera en España, me marcharía mañana mismo.
—¿Qué es el Partido? —repitió—. ¿Dolores, Carrillo, los congresos, las conclusiones? Desde luego.
Hizo una pausa, se dio la vuelta, se puso de perfil para mirarme, y me colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Pero el Partido también eres tú, Inés, bajándote de un caballo con tres mil pesetas y cinco kilos de rosquillas. El Partido es Angelita, quitándose y poniéndose el sombrero en una carretera plagada de soldados nazis. El Partido es el Cabrero, que tenía un suegro rico, la vida resuelta, y ya lleva cinco años en la cárcel, y los que le quedan. El Partido es el Zurdo, yéndose de clandestino a Canarias con cincuenta años y con dos cojones, para acabar haciéndole compañía el día menos pensado. Y Sole, que ni siquiera es española, mudándose a Santoña para estar cerca de Manolo. Y Montse, que se ha marchado a Las Palmas y se ha llevado a los niños —hizo otra pausa, y volvió a sonreír—. Para mí, el Partido es hasta Guillermo García Medina, porque si nosotros no existiéramos, él ni siquiera podría hacer la guerra por su cuenta. Y yo estoy muy orgulloso de haber formado parte de todo eso.
Aquella tarde, al volver del colegio, Adela, que tenía trece años, me preguntó si no me parecía que su padre y yo éramos ya demasiado mayores para estar juntos en la cama a las seis de la tarde, pero me encontró tan impresionada, tan sobrecogida por lo que había pasado, que ni siquiera la regañé por hablarme así.
—Hemos hecho muchas cosas mal —había recapitulado Galán para él y para mí, un instante antes de que escucháramos el ruido de la puerta—. Hemos hecho muchas cosas mal, pero también hemos hecho muchas cosas bien, ¿y sabes por qué? Porque nunca nos hemos estado quietos. Hemos hecho muchísimas cosas, y hemos tenido que hacerlas solos, sin la ayuda de nadie. Los únicos que no han hecho nada mal, son los que no han hecho nada, porque esa es la única manera de no equivocarse. Yo nunca me arrepentiré de ser comunista.
Cuando vi nuestra foto en el periódico, no tuve que recordar aquellas palabras, porque nunca había llegado a olvidarlas. Pero me dio tanta rabia leer otras, tan distintas, que desde aquel día no he vuelto a hacer ni una sola rosquilla.
Inés y la alegría
es la primera entrega de un proyecto narrativo integrado por seis novelas independientes que comparten un espíritu y una denominación común, «Episodios de una guerra interminable». Su primera palabra no es fruto de una elección casual. Si he querido llamarlas «episodios» ha sido para vincularlas, más allá del tiempo y de mis limitaciones, a los «Episodios nacionales» de don Benito Pérez Galdós, que para mí es, como he declarado en muchas ocasiones, el otro gran novelista —después de Cervantes— de la literatura española de todos los tiempos.
Don Benito es, además, uno de los autores que más ha influido en mi vida, como lectora y como escritora. Siempre he pensado que, si no hubiera empezado a leerle a los quince años, lo más probable es que ni siquiera hubiera llegado a ser novelista. Pero en el verano de 1975, me quedé sin libros que leer a mediados de julio. En la casa que mi abuelo, Manuel Grandes, tenía en un pueblo del Guadarrama, Becerril de la Sierra, y donde veraneaba con toda mi familia, ya no quedaban libros que yo no hubiera leído, con la única excepción de unos tomos encuadernados en piel roja, de la editorial Aguilar, con los lomos estampados en letras doradas, Galdós,
Obras completas
. No recuerdo la fecha exacta en la que por fin me atreví a coger uno de aquellos libros, el día en que lo abrí al azar y me entretuve en pasar páginas hasta que encontré el principio de una novela cualquiera. Pero recuerdo muy bien, nunca podré olvidarlo, que aquella primera novela que encontré, la primera que leí, se titulaba
Tormento
. Y que aquel libro me cambió la vida porque, entre otras cosas, pulverizó la imagen de España que había tenido hasta entonces. Al leer la implacable crónica del morboso y despiadado amor carnal de un sacerdote por una huérfana desamparada, pura ciencia ficción para una niña del tardofranquismo, empecé a sospechar que me había tocado nacer, vivir en un país anormal, una circunstancia que el paso del tiempo convertiría en una de las claves de mi vida, y de mi literatura.
Inés y la alegría
es, por tanto, la primera entrega de lo que pretende ser al mismo tiempo un homenaje y un acto público de amor por Galdós, y por la España que Galdós amaba, la única patria que Luis Cernuda reconocía como propia, querida y necesaria, cuando escribió un espléndido poema, «Díptico español», cuyos últimos versos he tomado prestados como cita común de todos mis Episodios. Me habría gustado hacer aún más explícita esta relación y poder titularlos «Nuevos episodios nacionales», pero Franco y el franquismo han desvirtuado, tal vez para siempre, el adjetivo
nacional
, que Galdós supo dignificar como nadie.
He procurado ser fiel, sin embargo, no sólo al espíritu de los «Episodios» de don Benito, sino también, en la medida de lo posible, al modelo formal que él construyó y Max Aub retomó a su manera, y a lo largo también de seis títulos, en «El laberinto mágico». Mis novelas, que arrancan del momento en el que terminan las de Max, son obras de ficción, cuyos personajes principales, creados por mí, interactúan con figuras reales en verdaderos escenarios históricos, que he reproducido con tanto rigor como he sido capaz. No se trata, eso sí, de grandes batallas, como Trafalgar o Bailen. Los episodios que yo he podido contar son historias igual de heroicas pero mucho más pequeñas, momentos significativos de la resistencia antifranquista, que integran una epopeya modesta en apariencia, gigantesca si se relaciona con su duración, y con las condiciones en las que se desarrolló. Porque abarcan, desde perspectivas muy distintas, casi cuarenta años de lucha ininterrumpida, un ejercicio permanente de rabia y de coraje en el contexto de una represión feroz. Una determinación tan firme que durante muchos años pareció un suicidio, pero sin la cual —por mucho que no quiera reconocerse oficialmente— nunca habría llegado a ser posible la España aburrida, democrática, desde la que yo puedo permitirme el lujo de evocarla. Por eso estoy segura de que, si hubiera vivido en esta época, Galdós habría comprendido mi elección.
Inés y la alegría
cuenta la historia de la invasión del valle de Arán, una operación militar desconocida por la inmensa mayoría de los españoles, que tuvo lugar efectivamente entre el 19 y el 27 de octubre de 1944.
En el instante en que tuve noticia de esta asombrosa y quijotesca hazaña, tan grande, tan ambiciosa, tan importante como para poder aceptar sin estupor que sea, al mismo tiempo, tan desconocida, sentí una especie de comezón imaginaria mientras veía a una mujer montada en un caballo, uniéndose a los guerrilleros con cinco kilos de rosquillas. No sé por qué era una mujer, por qué iba a caballo, por qué llevaba cinco kilos de dulces ni por qué tenían que ser rosquillas, pero sé perfectamente que la vi, que la vi así, y que al verla, me puse todavía más nerviosa, como si su historia, que aún desconocía, luchara dentro de mí por salir a la luz.
En aquel momento, febrero de 2005, yo estaba escribiendo todavía
El corazón helado
y no podía pensar en otra novela. Mientras se está escribiendo una novela de mil páginas, es impensable escribir otra después, porque nada vale, nada es suficiente, y un libro igual de largo parece un disparate tan impracticable como una novelita de doscientos folios. Quizás por eso, y por la naturaleza de la historia que se perfilaba en mi imaginación, decidí que lo mejor sería hacer una película. Y al día siguiente, a media tarde, llamé a mi amiga la Rubia, Azucena Rodríguez, la mejor cómplice con la que ningún narrador haya podido soñar jamás. Porque le pregunté a bocajarro qué le parecía una mujer republicana uniéndose en un caballo, cargado con cinco kilos de rosquillas, a los ocho mil hombres armados que, aunque ella tampoco lo supiera, habían invadido España en el 44. Y después de hablar un rato conmigo por teléfono, me dijo que le parecía muy bien.
En la primera página del cuaderno donde empecé a escribir esta historia, anoté la fecha del 4 de marzo de 2005. Desde entonces hasta la primavera de 2010, en la que termino esta novela, le he dado muchas vueltas a Inés, muchas a Galán, muchas a la invasión del valle de Arán, a veces sola, y a veces con Azucena, que es tan autora de esta historia como yo.
Durante años, la Rubia y yo pensamos muchas veces en la manera de hacer una película que, de entrada, es carísima para los actuales presupuestos del cine español. Durante años, decidimos y descartamos producirla nosotras, buscar un productor independiente, otro que no lo fuera, acudir directamente a las televisiones, pero nunca hemos logrado poner la película de pie. Sin embargo, yo seguía creyendo ciegamente en Inés, en su historia, mientras seguía sin saber qué escribir.
Ahora estoy convencida de que lo mejor que me ha pasado en los últimos años es no haber encontrado un productor de cine para esta historia. Gracias a eso, comprendí que lo que tenía que hacer era seguir escribiendo novelas. Así surgieron los «Episodios de una guerra interminable».
Inés y la alegría
es una obra de ficción inserta en la crónica de un acontecimiento histórico real. Para afrontar su escritura, un formato nuevo para mí, he mantenido ciertas lealtades y me he tomado ciertas libertades.
He desarrollado mi propia versión de la invasión del valle de Arán en una novela que tiene tres ejes, los capítulos cuyo título aparece encerrado entre paréntesis, la historia de Inés, y la historia de Galán.
El primer eje narra una secuencia de acontecimientos históricos, que sucedieron en la realidad del periodo donde se sitúa la historia y conforman un nivel diferente a aquel donde se sitúa el resto de los capítulos del libro. Es el nivel del poder, las alturas desde las que se decidió la suerte de los guerrilleros.
Los otros dos ejes completan una historia de ficción, inventada por mí, aunque los personajes y los hechos en los que intervienen se basan en una historia y unos personajes tan reales como los que se cuentan entre paréntesis. Suceden, eso sí, en otro nivel, el de los peones de la invasión, que ignoran las decisiones que se están tomando sobre su destino en lugares diferentes, a veces muy distantes entre sí y siempre muy por encima de sus cabezas. A pesar de esa distancia, las páginas de la novela, como los días de la realidad, están perforadas por túneles y atajos que permiten que los habitantes de las alturas del poder desciendan, de vez en cuando, hasta el nivel del suelo.
Hay, por tanto, tres narradores. Dos de ellos, Inés y Galán, son personajes de ficción. El tercer narrador es un personaje real, porque soy yo. Los cuatro paréntesis intercalados entre los capítulos de ficción del libro recogen mi versión personal de aquel episodio, lo que yo he podido averiguar, documentar, relacionar e interpretar, para elaborar lo que sólo pretende ser una hipótesis verosímil de lo que sucedió en realidad. Si me he atrevido a proponer mi propia versión es porque, por motivos que se dejan adivinar en muchas páginas de este libro, nunca ha llegado a existir una versión oficial de lo que ocurrió. Ni las autoridades franquistas, ni la dirección del PCE, han querido abordar en ningún momento la tarea de fijar el relato de este episodio.